# Miguel de Cervantes's "Don Quijote" - Parts I-III
# http://ipfw.indiana.edu/~jehle/cervantes
# Last edited on 2001-03-11 17:12:32 by stolfi

# Texto electrónico por Fred F. Jehle
# Copyright 1996 Fred F. Jehle Purdue Research Foundation
# [...] Permission is freely given to download,
# copy, and use both the original-spelling and
# the modernized versions of the texts for
# noncommercial purposes.
#
# Reformatted as a continuous text (without page 
# breaks and page/line numbers) by J. Stolfi, Jul/1998 

                PRIMERA PARTE
                DEL INGENIOSO
            hidalgo don Quijote de
                  la Mancha.

               CAPITULO PRIMERO

    \Que trata de la condición y ejercicio del
    famoso hidalgo don Quijote de la Mancha./

  En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre
no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que
vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Una olla de algo más vaca que carnero,
salpicón las más noches, duelos y quebrantos
los sábados, lantejas los viernes, algún
palomino de añadidura los domingos, consumían
las tres partes de su hacienda. El resto
de ella concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo
mismo, y los días de entre semana se honraba
con su vellorí de lo más fino.

  Tenía en su casa una ama que pasaba de
los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
los veinte, y un mozo de campo y plaza, que
así ensillaba el rocín como tomaba la
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con
los cincuenta años. Era de complexión recia,
seco de carnes, enjuto de rostro, gran
madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que
tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada,
que en esto hay alguna diferencia en los
autores que de este caso escriben, aunque por
conjeturas verosímiles se deja entender que se
llamaba Quejana. Pero esto importa poco
a nuestro cuento; basta que en la narración
de él no se salga un punto de la verdad.

  Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo,
los ratos que estaba ocioso, que eran los
más del año, se daba a leer libros de caballerías,
con tanta afición y gusto, que olvidó casi
de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la
administración de su hacienda; y llegó a tanto
su curiosidad y desatino en esto, que vendió
muchas hanegas de tierra de sembradura para
comprar libros de caballerías en que leer, y
así llevó a su casa todos cuantos pudo haber
de ellos, y, de todos, ningunos le parecían
tan bien como los que compuso el famoso Feliciano
de Silva; porque la claridad de su prosa,
y aquellas intricadas razones suyas le
parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer
aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde
en muchas partes hallaba escrito: \La razón de
la sinrazón que a mi razón se hace, de tal
manera mi razón enflaquece, que con razón/
\me quejo de la vuestra fermosura/. Y también
cuando leía: \Los altos cielos que de vuestra/
\divinidad divinamente con las estrellas os
fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento
que merece la vuestra grandeza/. Con estas
razones perdía el pobre caballero el juicio, y
desvelábase por entenderlas y desentrañarles
el sentido, que no se lo sacara ni las
entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara
para solo ello.

  No estaba muy bien con las heridas que don
Belianís daba y recibía, porque se imaginaba
que, por grandes maestros que le hubiesen
curado, no dejaría de tener el rostro y todo el
cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con
todo, alababa en su autor aquel acabar su libro
con la promesa de aquella inacabable aventura,
y muchas veces le vino deseo de tomar
la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí
se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun
saliera con ello, si otros mayores y continuos
pensamientos no se lo estorbaran.

  Tuvo muchas veces competencia con el cura
de su lugar, que era hombre docto, graduado
en Sigüenza, sobre cuál había sido mejor
caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís
de Gaula; mas Maese Nicolás, barbero del
mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al
Caballero del Febo, y que si alguno se le podía
comparar, era don Galaor, hermano de Amadís
de Gaula, porque tenía muy acomodada condición
para todo; que no era caballero melindroso,
ni tan llorón como su hermano, y que
en lo de la valentía no le iba en zaga.

  En resolución, él se enfrascó tanto en su
lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
claro en claro, y los días de turbio en turbio;
y, así, del poco dormir y del mucho leer, se
le secó el cerebro de manera que vino a perder
el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello
que leía en los libros, así de encantamientos
como de pendencias, batallas, desafíos, heridas,
requiebros, amores, tormentas y disparates
imposibles. Y asentósele de tal modo en
la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas sonadas soñadas
invenciones que leía, que para él no había otra
historia más cierta en el mundo. Decía él, que
el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero;
pero que no tenía que ver con el Caballero de
la Ardiente Espada, que de sólo un revés
había partido por medio dos fieros y descomunales
gigantes. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesvalles había muerto
a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el
hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho
bien del gigante Morgante porque, con ser
de aquella generación gigantea, que todos
son soberbios y descomedidos, él solo era
afable y bien criado. Pero sobre todos estaba
bien con Reinaldos de Montalbán, y más
cuando le veía salir de su castillo, y robar
cuantos topaba, y cuando en allende robó
aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro,
según dice su historia. Diera él, por dar una
mano de coces al traidor de Galalón, al ama
que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.

  En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar
en el más extraño pensamiento que jamás
dio loco en el mundo, y fue, que le pareció
convenible y necesario, así para el aumento
de su honra como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, e irse
por todo el mundo con sus armas y caballo, a
buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo
aquello que él había leído que los caballeros
andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género
de agravio, y poniéndose en ocasiones y
peligros, donde, acabándolos, cobrase eterno
nombre y fama. Imaginábase el pobre ya
coronado por el valor de su brazo, por lo menos
del imperio de Trapisonda, y, así, con estos
tan agradables pensamientos, llevado del
extraño gusto que en ellos sentía, se dio prisa
a poner en efecto lo que deseaba.

  Y lo primero que hizo fue limpiar unas
armas que habían sido de sus bisabuelos, que,
tomadas de orín y llenas de moho, luengos
siglos había que estaban puestas y olvidadas
en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor
que pudo; pero vio que tenían una gran falta,
y era que no tenían celada de encaje, sino
morrión simple; mas a esto suplió su industria,
porque de cartones hizo un modo de media
celada, que, encajada con el morrión, hacían
una apariencia de celada entera. Es verdad
que para probar si era fuerte y podía estar al
riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le
dio dos golpes, y con el primero y en un
punto deshizo lo que había hecho en una semana;
y no dejó de parecerle mal la facilidad con
que la había hecho pedazos, y, por asegurarse
de este peligro, la tornó a hacer de nuevo,
poniéndole unas barras de hierro por de dentro,
de tal manera, que él quedó satisfecho de su
fortaleza, y, sin querer hacer nueva experiencia
de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de
encaje.

  Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía
más cuartos que un real y más tachas que el
caballo de Gonela, que \tantum pellis et ossa
fuit/, le pareció que ni el Bucéfalo de
Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se
igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar
qué nombre le pondría, porque, según se decía
él a sí mismo, no era razón que caballo de
caballero tan famoso, y tan bueno él por sí,
estuviese sin nombre conocido, y, así,
procuraba acomodársele de manera que declarase
quién había sido antes que fuese de caballero
andante, y lo que era entonces; pues estaba
muy puesto en razón que, mudando su señor
estado, mudase él también el nombre, y le
cobrase famoso y de estruendo, como convenía
a la nueva orden y al nuevo ejercicio
que ya profesaba; y así, después de muchos
nombres que formó, borró y quitó, añadió,
deshizo y tornó a hacer en su memoria e
imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante,
nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo
de lo que había sido cuando fue rocín,
antes de lo que ahora era, que era antes y
primero de todos los rocines del mundo.

  Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo,
quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento
duró otros ocho días, y al cabo se vino
a llamar \don Quijote/; de donde, como queda
dicho, tomaron ocasión los autores de esta
tan verdadera historia que, sin duda, se debía
de llamar Quijada, y no Quesada, como otros
quisieron decir. Pero acordándose que el
valeroso Amadís, no sólo se había contentado con
llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
nombre de su reino y patria por hacerla
famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así
quiso, como buen caballero, añadir al suyo el
nombre de la suya y llamarse \don Quijote de
la Mancha/, con que, a su parecer, declaraba
muy al vivo su linaje y patria, y la honraba
con tomar el sobrenombre de ella.

  Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión
celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose
a sí mismo, se dio a entender que no
le faltaba otra cosa sino buscar una dama de
quien enamorarse; porque el caballero andante
sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y
cuerpo sin alma. Decíase él a sí: ``Si yo por
malos de mis pecados, o por mi buena suerte,
me encuentro por ahí con algún gigante,
como de ordinario les acontece a los caballeros
andantes, y le derribo de un encuentro, o le
parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le
venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien
enviarle presentado, y que entre y se hinque
de rodillas ante mi dulce señora, y diga con
voz humilde, y rendido: «Yo, señora, soy
el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula
Malindrania, a quien venció en singular
batalla el jamás como se debe alabado
caballero don Quijote de la Mancha, el cual me
mandó que me presentase ante vuestra
merced para que la vuestra grandeza disponga
de mí a su talante?»''

  ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero
cuando hubo hecho este discurso, y más cuando
halló a quien dar nombre de su dama! Y fue,
a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo
había una moza labradora de muy buen parecer,
de quien él un tiempo anduvo enamorado,
aunque, según se entiende, ella jamás lo supo
ni se dio cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo,
y a ésta le pareció ser bien darle título
de señora de sus pensamientos; y, buscándole
nombre que no desdijese mucho del suyo, y
que tirase y se encaminase al de princesa y
gran señora, vino a llamarla \Dulcinea del/
\Toboso/, porque era natural del Toboso; nombre,
a su parecer, músico y peregrino, y
significativo, como todos los demás que a él y a
sus cosas había puesto.

                 CAPITULO II

    \Que trata de la primera salida que de su tierra
       hizo el ingenioso don Quijote./

  Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso
aguardar más tiempo a poner en efecto su
pensamiento, apretándole a ello la falta que él
pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según
eran los agravios que pensaba deshacer,
tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar,
y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer.
Y así, sin dar parte a persona alguna de su
intención y sin que nadie le viese, una mañana,
antes del día, que era uno de los calurosos del
mes de julio, se armó de todas sus armas, subió
sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada,
embrazó su adarga, tomó su lanza, y, por
la puerta falsa de un corral, salió al campo con
grandísimo contento y alborozo de ver con
cuánta facilidad había dado principio a su buen
deseo.

  Mas apenas se vio en el campo cuando le
asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por
poco le hiciera dejar la comenzada empresa;
y fue, que le vino a la memoria que no era
armado caballero, y que, conforme a ley de
caballería, ni podía ni debía tomar armas con
ningún caballero; y, puesto que lo fuera, había de
llevar armas blancas, como novel caballero, sin
empresa en el escudo, hasta que por su
esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron
titubear en su propósito; mas, pudiendo más su
locura que otra razón alguna, propuso de
hacerse armar caballero del primero que topase,
a imitación de otros muchos que así lo hicieron,
según él había leído en los libros que tal le
tenían. En lo de las armas blancas, pensaba
limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que
lo fuesen más que un armiño; y con esto
se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro
que aquel que su caballo quería, creyendo que
en aquello consistía la fuerza de las aventuras.

  Yendo, pues, caminando nuestro flamante
aventurero, iba hablando consigo mismo,
y diciendo: ``¿Quién duda, sino que en los
venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera
historia de mis famosos hechos, que el sabio
que los escribiere no ponga, cuando llegue a
contar esta mi primera salida tan de mañana,
de esta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo
tendido por la faz de la ancha y espaciosa
tierra las doradas hebras de sus hermosos
cabellos, y apenas los pequeños y pintados
pajarillos con sus harpadas lenguas habían
saludado con dulce y meliflua armonía la venida
de la rosada Aurora, que, dejando la blanda
cama del celoso marido, por las puertas y
balcones del manchego horizonte a los mortales
se mostraba, cuando el famoso caballero don
Quijote de la Mancha, dejando las ociosas
plumas, subió sobre su famoso caballo
Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y
conocido campo de Montiel.»'' Y era la
verdad que por él caminaba; y añadió diciendo:
``Dichosa edad, y siglo dichoso, aquél adonde
saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas
de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles
y pintarse en tablas, para memoria en lo
futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera
que seas, a quien ha de tocar el ser cronista
de esta peregrina historia, ruégote que no te
olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno
mío en todos mis caminos y carreras!'' Luego
volvía diciendo, como si verdaderamente fuera
enamorado: ``¡Oh princesa Dulcinea, señora
de este cautivo corazón!, mucho agravio me habéis
fecho en despedirme y reprocharme con el
riguroso afincamiento de mandarme no parecer
ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
de membraros de este vuestro sujeto corazón, que
tantas cuitas por vuestro amor padece.'' Con
éstos iba ensartando otros disparates, todos al
modo de los que sus libros le habían enseñado,
imitando en cuanto podía su lenguaje. Con
esto caminaba tan despacio, y el sol entraba
tan aprisa y con tanto ardor, que fuera bastante
a derretirle los sesos, si algunos tuviera.

  Casi todo aquel día caminó sin acontecerle
cosa que de contar fuese, de lo cual se
desesperaba, porque quisiera topar luego luego,
con quien hacer experiencia del valor de su
fuerte brazo. Autores hay que dicen que la
primera aventura que le avino fue la del puerto
Lápice, otros dicen que la de los molinos
de viento; pero lo que yo he podido averiguar
en este caso, y lo que he hallado escrito en
los \Anales de la Mancha/, es que él anduvo
todo aquel día, y al anochecer, su rocín y él se
hallaron cansados y muertos de hambre; y que,
mirando a todas partes por ver si descubriría
algún castillo o alguna majada de pastores
donde recogerse, y adonde pudiese remediar
su mucha hambre y necesidad, vio, no
lejos del camino por donde iba, una venta,
que fue como si viera una estrella que no
a los portales, sino a los alcázares de su
redención le encaminaba. Diose prisa a caminar,
y llegó a ella a tiempo que anochecía.

  Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas,
de estas que llaman \del partido/, las cuales
iban a Sevilla con unos arrieros que en
la venta aquella noche acertaron a hacer
jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto
pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho
y pasar al modo de lo que había leído, luego
que vio la venta se le representó que era un
castillo con sus cuatro torres y chapiteles de
luciente plata, sin faltarle su puente levadiza
y honda cava, con todos aquellos adherentes
que semejantes castillos se pintan.

  Fuese llegando a la venta que a él le parecía
castillo, y a poco trecho de ella detuvo las
riendas a Rocinante, esperando que algún enano
se pusiese entre las almenas, a dar señal
con alguna trompeta de que llegaba caballero
al castillo. Pero como vio que se tardaban y
que Rocinante se daba prisa por llegar a la
caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y
vio a las dos distraídas mozas que allí
estaban, que a él le parecieron dos hermosas
doncellas o dos graciosas damas, que delante de
la puerta del castillo se estaban solazando. En
esto sucedió acaso que un porquero, que andaba
recogiendo de unos rastrojos una manada
de puercos, que, sin perdón, así se llaman,
tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen,
y al instante se le representó a don Quijote lo
que deseaba, que era que algún enano hacía
señal de su venida; y así, con extraño contento,
llegó a la venta y a las damas. Las cuales,
como vieron venir un hombre de aquella suerte
armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo
se iban a entrar en la venta; pero don Quijote,
coligiendo por su huida su miedo, alzándose
la visera de papelón, y descubriendo su seco y
polvoroso rostro, con gentil talante y voz
reposada les dijo:

  ``No fuyan las vuestras mercedes ni teman
desaguisado alguno, ca a la orden de caballería
que profeso non toca ni atañe facerle a
ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como
vuestras presencias demuestran.''

  Mirábanle las mozas, y andaban con los
ojos buscándole el rostro, que la mala visera
le encubría; mas como se oyeron llamar
doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no
pudieron tener la risa, y fue de manera que don
Quijote vino a correrse y a decirles:

  ``Bien parece la mesura en las fermosas, y
es mucha sandez, además, la risa que de leve
causa procede; pero non vos lo digo porque os
acuitéis ni mostréis mal talante, que el mío
non es de al que de serviros.''

  El lenguaje, no entendido de las señoras, y
el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en
ellas la risa, y en él el enojo, y pasara muy
adelante si a aquel punto no saliera el ventero,
hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico;
el cual, viendo aquella figura contrahecha,
armada de armas tan desiguales como eran la
brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en
nada en acompañar a las doncellas en las
muestras de su contento. Mas, en efecto,
temiendo la máquina de tantos pertrechos,
determinó de hablarle comedidamente, y así
le dijo:

  ``Si vuestra merced, señor caballero, busca
posada, amén del lecho, porque en esta venta
no hay ninguno, todo lo demás se hallará en
ella en mucha abundancia.''

  Viendo don Quijote la humildad del alcaide
de la fortaleza, que tal le pareció a él el
ventero y la venta, respondió:

  ``Para mí, señor castellano, cualquiera cosa
basta, porque

           \mis arreos son las armas,
           mi descanso el pelear, etc./''

  Pensó el huésped que el haberle llamado
castellano había sido por haberle parecido de los
sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y
de los de la Playa de San Lúcar, no menos
ladrón que Caco, ni menos maleante que
estudiantado paje; y, así, le respondió:

  ``Según eso, \las camas/ de vuestra merced
serán \duras peñas/, y \su dormir, siempre velar/;
y, siendo así, bien se puede apear, con
seguridad de hallar en esta choza ocasión y
ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto
más en una noche.''

  Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a
don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad
y trabajo, como aquel que en todo aquel
día no se había desayunado. Dijo luego al
huésped que le tuviese mucho cuidado de su
caballo, porque era la mejor pieza que comía pan
en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció
tan bueno como don Quijote decía, ni aun la
mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió
a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban
desarmando las doncellas, que ya se habían
reconciliado con él; las cuales, aunque le habían
quitado el peto y el espaldar, jamás supieron
ni pudieron desencajarle la gola, ni quitarle
la contrahecha celada que traía atada con unas
cintas verdes, y era menester cortarlas por no
poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso
consentir en ninguna manera, y, así, se quedó
toda aquella noche con la celada puesta, que
era la más graciosa y extraña figura que se
pudiera pensar. Y al desarmarle, como él se
imaginaba que aquellas traídas y llevadas que
le desarmaban eran algunas principales señoras
y damas de aquel castillo, les dijo con
mucho donaire:

             ``Nunca fuera caballero
           de damas tan bien servido,
           como fuera don Quijote
           cuando de su aldea vino:
           doncellas curaban de él,
           princesas del su rocino.

  ``Oh Rocinante; que éste es el nombre, señoras
mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha
el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme
fasta que las fazañas fechas en vuestro
servicio y pro me descubrieran, la fuerza de
acomodar al propósito presente este romance
viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis
mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo
vendrá en que las vuestras señorías me
manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo
descubra el deseo que tengo de serviros.''

  Las mozas, que no estaban hechas a oír
semejantes retóricas, no respondían palabra;
sólo le preguntaron si quería comer alguna
cosa.

  ``Cualquiera yantaría yo'', respondió don
Quijote, ``porque a lo que entiendo me haría
mucho al caso.''

  A dicha acertó a ser viernes aquel día, y no
había en toda la venta sino unas raciones de
un pescado que en Castilla llaman abadejo, y
en Andalucía bacallao, y en otras partes
curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle si,
por ventura, comería su merced truchuela; que
no había otro pescado que dalle a comer.

  ``Como haya muchas truchuelas'', respondió
don Quijote, ``podrán servir de una trucha;
porque eso se me da que me den ocho reales
en sencillos, que en una pieza de a ocho.
Cuanto más que podría ser que fuesen estas
truchuelas como la ternera, que es mejor que
la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea
lo que fuere, venga luego, que el trabajo y
peso de las armas no se puede llevar sin el
gobierno de las tripas.''

  Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta
por el fresco, y trájole el huésped una porción
del mal remojado y peor cocido bacallao, y un
pan tan negro y mugriento como sus armas;
pero era materia de grande risa verle comer,
porque, como tenía puesta la celada y alzada la
visera, no podía poner nada en la boca con
sus manos si otro no se lo daba y ponía, y
así, una de aquellas señoras servía de este
menester. Mas al darle de beber, no fue posible,
ni lo fuera, si el ventero no horadara una
caña, y, puesto el un cabo en la boca, por el
otro le iba echando el vino; y todo esto lo
recibía en paciencia, a trueco de no romper las
cintas de la celada.

  Estando en esto, llegó acaso a la venta un
castrador de puercos, y así como llegó, sonó
su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con
lo cual acabó de confirmar don Quijote que
estaba en algún famoso castillo, y que le
servían con música, y que el abadejo eran
truchas, el pan candeal, y las rameras damas,
y el ventero castellano del castillo; y con esto
daba por bien empleada su determinación y
salida. Mas lo que más le fatigaba era el no
verse armado caballero, por parecerle que no
se podría poner legítimamente en aventura
alguna, sin recibir la orden de caballería.

                 CAPITULO III

    \Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo
      don Quijote en armarse caballero./

  Y así, fatigado de este pensamiento, abrevió
su venteril y limitada cena. La cual acabada,
llamó al ventero, y, encerrándose con él en
la caballeriza, se hincó de rodillas ante él,
diciéndole:

  ``No me levantaré jamás de donde estoy,
valeroso caballero, fasta que la vuestra
cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el
cual redundará en alabanza vuestra y en pro
del género humano.''

  El ventero, que vio a su huésped a sus pies
y oyó semejantes razones, estaba confuso
mirándole sin saber qué hacerse ni decirle, y
porfiaba con él que se levantase, y jamás
quiso, hasta que le hubo de decir que él le
otorgaba el don que le pedía.

  ``No esperaba yo menos de la gran
magnificencia vuestra, señor mío'', respondió don
Quijote, ``y así os digo que el don que os
he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido
otorgado, es que mañana, en aquel día, me
habéis de armar caballero, y esta noche en la
capilla de este vuestro castillo velaré las armas,
y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo
que tanto deseo, para poder, como se debe,
ir por todas las cuatro partes del mundo
buscando las aventuras en pro de los
menesterosos, como está a cargo de la caballería y
de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo
deseo a semejantes fazañas es inclinado.''

  El ventero, que, como está dicho, era un poco
socarrón, y ya tenía algunos barruntos de la
falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo
cuando acabó de oírle semejantes razones,
y, por tener que reír aquella noche, determinó
de seguirle el humor; y, así, le dijo que andaba
muy acertado en lo que deseaba y pedía,
y que tal presupuesto era propio y natural de
los caballeros tan principales como él parecía
y como su gallarda presencia mostraba; y que
él, asimismo, en los años de su mocedad,
se había dado a aquel honroso ejercicio,
andando por diversas partes del mundo buscando
sus aventuras, sin que hubiese dejado los
Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás
de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera
de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de
San Lúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas
de Toledo, y otras diversas partes, donde
había ejercitado la ligereza de sus pies,
sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos,
recuestando muchas viudas, deshaciendo
algunas doncellas y engañando a algunos
pupilos, y, finalmente, dándose a conocer por
cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda
España; y que, a lo último, se había venido a
recoger a aquel su castillo, donde vivía con
su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él
a todos los caballeros andantes, de cualquiera
calidad y condición que fuesen, sólo por la
mucha afición que les tenía, y porque partiesen
con él de sus haberes en pago de su buen
deseo.

  Díjole también que en aquel su castillo no
había capilla alguna donde poder velar las
armas, porque estaba derribada para hacerla de
nuevo; pero que, en caso de necesidad, él
sabía que se podían velar dondequiera, y que
aquella noche las podría velar en un patio del
castillo; que a la mañana, siendo Dios servido,
se harían las debidas ceremonias, de manera
que él quedase armado caballero, y tan
caballero, que no pudiese ser más en el mundo.

  Preguntóle si traía dineros; respondió don
Quijote que no traía blanca, porque él nunca
había leído en las historias de los caballeros
andantes que ninguno los hubiese traído.
A esto dijo el ventero que se engañaba; que,
puesto caso que en las historias no se escribía,
por haberles parecido a los autores de ellas que
no era menester escribir una cosa tan clara
y tan necesaria de traerse, como eran dineros
y camisas limpias, no por eso se había de
creer que no los trajeron; y así, tuviese por
cierto y averiguado que todos los caballeros
andantes, de que tantos libros están llenos y
atestados, llevaban bien herradas las bolsas
por lo que pudiese sucederles, y que así
mismo llevaban camisas y una arqueta pequeña
llena de ungüentos para curar las heridas que
recibían, porque no todas veces en los campos
y desiertos, donde se combatían y salían heridos,
había quien los curase, si ya no era que
tenían algún sabio encantador por amigo, que
luego los socorría, trayendo por el aire, en
alguna nube, alguna doncella o enano con
alguna redoma de agua de tal virtud que, en
gustando alguna gota de ella, luego al punto
quedaban sanos de sus llagas y heridas, como
si mal alguno hubiesen tenido; mas que, en
tanto que esto no hubiese, tuvieron los
pasados caballeros por cosa acertada que sus
escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras
cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos
para curarse; y cuando sucedía que los tales
caballeros no tenían escuderos, que eran pocas
y raras veces, ellos mismos lo llevaban
todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no
se parecían, a las ancas del caballo, como que
era otra cosa de más importancia; porque, no
siendo por ocasión semejante, esto de llevar
alforjas no fue muy admitido entre los caballeros
andantes, y por esto le daba por consejo,
pues aun se lo podía mandar como a su ahijado,
que tan presto lo había de ser, que no
caminase de allí adelante sin dineros y sin las
prevenciones referidas, y que vería cuán bien
se hallaba con ellas, cuando menos se pensase.

  Prometióle don Quijote de hacer lo que se
le aconsejaba con toda puntualidad. Y, así, se
dio luego orden cómo velase las armas en un
corral grande que a un lado de la venta estaba,
y, recogiéndolas don Quijote todas, las puso
sobre una pila que junto a un pozo estaba. Y,
embrazando su adarga, asió de su lanza, y con
gentil continente se comenzó a pasear delante
de la pila, y cuando comenzó el paseo comenzaba
a cerrar la noche.

  Contó el ventero a todos cuantos estaban en
la venta la locura de su huésped, la vela de las
armas y la armazón de caballería que esperaba.
Admiráronse de tan extraño género de locura,
y fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron
que, con sosegado ademán, unas veces se
paseaba, otras, arrimado a su lanza, ponía los
ojos en las armas, sin quitarlos por un buen
espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche, pero
con tanta claridad de la luna, que podía competir
con el que se la prestaba; de manera, que
cuanto el novel caballero hacía era bien visto
de todos.

  Antojósele en esto a uno de los arrieros que
estaban en la venta ir a dar agua a su recua,
y fue menester quitar las armas de don Quijote,
que estaban sobre la pila, el cual, viéndole
llegar, en voz alta le dijo:

  ``¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido
caballero, que llegas a tocar las armas del más
valeroso andante que jamás se ciñó espada, mira
lo que haces y no las toques, si no quieres
dejar la vida en pago de tu atrevimiento!''

  No se curó el arriero de estas razones, y fuera
mejor que se curara, porque fuera curarse en
salud; antes, trabando de las correas, las arrojó
gran trecho de sí. Lo cual visto por don
Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el
pensamiento, a lo que pareció, en su señora
Dulcinea, dijo:

  ``Acorredme, señora mía, en esta primera
afrenta que a este vuestro avasallado pecho
se le ofrece; no me desfallezca en este primero
trance vuestro favor y amparo.''

  Y, diciendo estas y otras semejantes razones,
soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos,
y dio con ella tan gran golpe al arriero en la
cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho,
que, si segundara con otro, no tuviera
necesidad de maestro que le curara. Hecho esto,
recogió sus armas y tornó a pasearse con el
mismo reposo que primero.

  Desde allí a poco, sin saberse lo que había
pasado, porque aún estaba aturdido el
arriero, llegó otro con la misma intención de
dar agua a sus mulos, y, llegando a quitar las
armas para desembarazar la pila, sin hablar
don Quijote palabra, y sin pedir favor a nadie,
soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la
lanza, y sin hacerla pedazos, hizo más de tres la
cabeza del segundo arriero, porque se la abrió
por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la
venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don
Quijote, embrazó su adarga, y, puesta mano a
su espada, dijo:

  ``¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor
del debilitado corazón mío, ahora es tiempo que
vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu
cautivo caballero, que tamaña aventura está
atendiendo!''

  Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo,
que si le acometieran todos los arrieros del
mundo no volviera el pie atrás. Los compañeros
de los heridos, que tales los vieron, comenzaron
desde lejos a llover piedras sobre don
Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba
con su adarga, y no se osaba apartar de
la pila por no desamparar las armas. El ventero
daba voces que le dejasen, porque ya les
había dicho cómo era loco, y que por loco se
libraría aunque los matase a todos. También
don Quijote las daba, mayores, llamándolos de
alevosos y traidores, y que el señor del castillo
era un follón y mal nacido caballero, pues de
tal manera consentía que se tratasen los andantes
caballeros, y que si él hubiera recibido
la orden de caballería, que él le diera a entender
su alevosía: ``Pero de vosotros, soez y baja
canalla, no hago caso alguno. ¡Tirad, llegad,
venid y ofendedme en cuanto pudiereis;
que vosotros veréis el pago que lleváis de
vuestra sandez y demasía!''

  Decía esto con tanto brío y denuedo, que
infundió un terrible temor en los que le acometían,
y, así, por esto, como por las persuasiones
del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó
retirar a los heridos, y tornó a la vela de sus
armas con la misma quietud y sosiego que
primero.

  No le parecieron bien al ventero las burlas
de su huésped, y determinó abreviar y darle la
negra orden de caballería luego, antes que otra
desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se
disculpó de la insolencia que aquella gente
baja con él había usado, sin que él supiese
cosa alguna, pero que bien castigados quedaban
de su atrevimiento. Díjole, como ya le
había dicho, que en aquel castillo no había capilla,
y para lo que restaba de hacer tampoco era
necesaria; que todo el toque de quedar armado
caballero consistía en la pescozada y en el
espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial
de la orden, y que aquello en mitad de un
campo se podía hacer, y que ya había cumplido
con lo que tocaba al velar de las armas, que
con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto
más que él había estado más de cuatro.

  Todo se lo creyó don Quijote y dijo que
él estaba allí pronto para obedecerle,
y que concluyese con la mayor brevedad que
pudiese; porque si fuese otra vez acometido,
y se viese armado caballero, no pensaba dejar
persona viva en el castillo, excepto aquellas que
él le mandase, a quien por su respeto dejaría.

  Advertido y medroso de esto el castellano,
trajo luego un libro donde asentaba la paja
y cebada que daba a los arrieros, y con un
cabo de vela que le traía un muchacho, y con
las dos ya dichas doncellas, se vino adonde
don Quijote estaba, al cual mandó hincar de
rodillas, y, leyendo en su manual, como que
decía alguna devota oración, en mitad de la
leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello
un buen golpe, y tras él, con su misma espada,
un gentil espaldarazo, siempre murmurando
entre dientes, como que rezaba. Hecho
esto, mandó a una de aquellas damas que le
ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha
desenvoltura y discreción, porque no fue
menester poca para no reventar de risa a cada
punto de las ceremonias; pero las proezas que
ya habían visto del novel caballero les tenía la
risa a raya.

  Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:

  ``Dios haga a vuestra merced muy venturoso
caballero y le dé ventura en lides.''

  Don Quijote le preguntó cómo se llamaba,
porque él supiese de allí adelante a quién
quedaba obligado por la merced recibida,
porque pensaba darle alguna parte de la honra
que alcanzase por el valor de su brazo. Ella
respondió con mucha humildad que se llamaba
la Tolosa, y que era hija de un remendón
natural de Toledo, que vivía a las tendillas
de Sancho Bienaya, y que dondequiera
que ella estuviese le serviría y le tendría por
señor. Don Quijote le replicó que, por su amor,
le hiciese merced que de allí adelante se
pusiese \don/, y se llamase doña Tolosa. Ella se
lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con
la cual le pasó casi el mismo coloquio que
la de la espada. Preguntóle su nombre, y
dijo que se llamaba la Molinera, y que era
hija de un honrado molinero de Antequera; a
la cual también rogó don Quijote que se
pusiese \don/, y se llamase doña Molinera,
ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.

  Hechas, pues, de galope y aprisa, las hasta
allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora
don Quijote de verse a caballo y salir
buscando las aventuras, y, ensillando luego a
Rocinante, subió en él, y abrazando a su
huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole
la merced de haberle armado caballero,
que no es posible acertar a referirlas. El
ventero, por verle ya fuera de la venta, con no
menos retóricas, aunque con más breves
palabras, respondió a las suyas, y, sin pedirle
la costa de la posada, le dejó ir a la buen
hora.

                 CAPITULO IV

     \De lo que le sucedió a nuestro caballero
          cuando salió de la venta./

  La del alba sería cuando don Quijote salió
de la venta, tan contento, tan gallardo, tan
alborozado por verse ya armado caballero, que
el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.
Mas viniéndole a la memoria los consejos
de su huésped cerca de las prevenciones tan
necesarias que había de llevar consigo,
especial la de los dineros y camisas, determinó
volver a su casa y acomodarse de todo, y de
un escudero, haciendo cuenta de recibir a un
labrador vecino suyo, que era pobre y con
hijos, pero muy a propósito para el oficio
escuderil de la caballería. Con este pensamiento
guio a Rocinante hacia su aldea, el cual, casi
conociendo la querencia, con tanta gana
comenzó a caminar, que parecía que no ponía
los pies en el suelo.

  No había andado mucho, cuando le pareció
que a su diestra mano, de la espesura de un
bosque que allí estaba, salían unas voces
delicadas, como de persona que se quejaba, y,
apenas las hubo oído, cuando dijo:

  ``Gracias doy al cielo por la merced que me
hace, pues tan presto me pone ocasiones
delante donde yo pueda cumplir con lo que debo
a mi profesión y donde pueda coger el fruto
de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda,
son de algún menesteroso, o menesterosa, que
ha menester mi favor y ayuda.''

  Y, volviendo las riendas, encaminó a
Rocinante hacia donde le pareció que las voces
salían. Y, a pocos pasos que entró por el
bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado
en otra a un muchacho, desnudo de medio
cuerpo arriba, hasta de edad de quince años,
que era el que las voces daba, y no sin causa,
porque le estaba dando con una pretina muchos
azotes un labrador de buen talle, y cada
azote le acompañaba con una reprensión y
consejo. Porque decía:

  ``La lengua queda, y los ojos listos.''

  
  Y el muchacho respondía:

  
  ``No lo haré otra vez, señor mío; por la
pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo
prometo de tener de aquí adelante más cuidado
con el hato.''

  Y viendo don Quijote lo que pasaba, con
voz airada dijo:

  ``Descortés caballero, mal parece tomaros
con quien defender no se puede; subid sobre
vuestro caballo y tomad vuestra lanza --que
también tenía una lanza arrimada a la encina
adonde estaba arrimada la yegua--, que yo
os haré conocer ser de cobardes lo que estáis
haciendo.''

  El labrador, que vio sobre sí aquella figura
llena de armas, blandiendo la lanza sobre su
rostro, túvose por muerto, y con buenas
palabras respondió:

  ``Señor caballero, este muchacho que estoy
castigando, es un mi criado que me sirve de
guardar una manada de ovejas que tengo en
estos contornos, el cual es tan descuidado,
que cada día me falta una; y porque castigo su
descuido, o bellaquería, dice que lo hago de
miserable, por no pagarle la soldada que le
debo, y en Dios y en mi ánima que miente.''

  ``\¿Miente/ delante de mí, ruin villano?'', dijo
don Quijote. ``Por el sol que nos alumbra, que
estoy por pasaros de parte a parte con esta
lanza; pagadle luego sin más réplica; si no,
por el Dios que nos rige que os concluya y
aniquile en este punto. Desatadlo luego.''

  El labrador bajó la cabeza, y, sin responder
palabra, desató a su criado, al cual preguntó
don Quijote que cuánto le debía su amo; él
dijo que nueve meses, a siete reales cada mes.
Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban
sesenta y tres reales, y díjole al labrador
que al momento los desembolsase, si no
quería morir por ello. Respondió el medroso
villano que para el paso en que estaba y
juramento que había hecho --y aún no había
jurado nada--, que no eran tantos, porque se
le habían de descontar y recibir en cuenta tres
pares de zapatos que le había dado, y un real
de dos sangrías que le habían hecho estando
enfermo.

  ``Bien está todo eso'', replicó don Quijote;
``pero quédense los zapatos y las sangrías
por los azotes que sin culpa le habéis
dado; que si él rompió el cuero de los zapatos
que vos pagasteis, vos le habéis rompido el de
su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre
estando enfermo, vos en sanidad se la habéis
sacado; así que, por esta parte, no os debe
nada.''

  ``El daño está, señor caballero, en que no
tengo aquí dineros; véngase Andrés conmigo
a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre
otro.''

  ``¿Irme yo con él'', dijo el muchacho, ``más?
¡Mal año, no señor, ni por pienso; porque, en
viéndose solo, me desuelle como a un San
Bartolomé!''

  ``No hará tal'', replicó don Quijote; ``basta
que yo se lo mande para que me tenga respeto;
y con que él me lo jure por la ley de caballería
que ha recibido, le dejaré ir libre y
aseguraré la paga.''

  ``Mire vuestra merced, señor, lo que dice'',
dijo el muchacho; ``que este mi amo no es
caballero, ni ha recibido orden de caballería
alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino
del Quintanar.''

  ``Importa poco eso'', respondió don Quijote,
``que Haldudos puede haber caballeros; cuanto
más, que cada uno es hijo de sus obras.''

  ``Así es verdad'', dijo Andrés; ``pero este
mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega
mi soldada, y mi sudor y trabajo?''

  ``No niego, hermano Andrés'', respondió el
labrador, ``y hacedme placer de veniros
conmigo; que yo juro por todas las órdenes que
de caballerías hay en el mundo de pagaros,
como tengo dicho, un real sobre otro, y aun
sahumados.''

  ``Del sahumerio os hago gracia'', dijo don
Quijote; ``dádselos en reales, que con eso me
contento, y mirad que lo cumpláis como lo
habéis jurado; si no, por el mismo juramento
os juro de volver a buscaros y a castigaros, y
que os tengo de hallar, aunque os escondáis
más que una lagartija. Y, si queréis saber
quién os manda esto, para quedar con más
veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el
valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor
de agravios y sinrazones, y a Dios quedad;
y no se os parta de las mientes lo prometido
y jurado, so pena de la pena pronunciada.''

  Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y
en breve espacio se apartó de ellos. Siguióle el
labrador con los ojos, y cuando vio que había
traspuesto del bosque y que ya no parecía,
volvióse a su criado Andrés, y díjole:

  ``Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo
que os debo, como aquel deshacedor de agravios
me dejó mandado.''

  ``Eso juro yo'', dijo Andrés; ``y ¡cómo que
andará vuestra merced acertado en cumplir el
mandamiento de aquel buen caballero, que
mil años viva; que, según es de valeroso y de
buen juez, vive Roque que si no me paga, que
vuelva y ejecute lo que dijo!''

  ``También lo juro yo'', dijo el labrador; ``pero,
por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar
la deuda por acrecentar la paga.''

  Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la
encina, donde le dio tantos azotes que le dejó
por muerto.

  ``Llamad, señor Andrés, ahora'', decía el
labrador, ``al desfacedor de agravios; veréis cómo
no desface aquéste, aunque creo que no está
acabado de hacer, porque me viene gana de
desollaros vivo, como vos temíais.''

  Pero, al fin, le desató y le dio licencia que
fuese a buscar su juez para que ejecutase
la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo
mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don
Quijote de la Mancha y contarle punto por
punto lo que había pasado, y que se lo había de
pagar con las setenas. Pero, con todo esto,
él se partió llorando y su amo se quedó riendo.

  Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso
don Quijote, el cual, contentísimo de lo
sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo
y alto principio a sus caballerías, con gran
satisfacción de sí mismo iba caminando hacia
su aldea, diciendo a media voz:

  ``Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas
hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas
bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en
suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad
y talante a un tan valiente y tan nombrado
caballero como lo es y será don Quijote de la
Mancha. El cual, como todo el mundo sabe,
ayer recibió la orden de caballería, y hoy
ha desfecho el mayor tuerto y agravio que
formó la sinrazón y cometió la crueldad. Hoy
quitó el látigo de la mano a aquel despiadado
enemigo, que tan sin ocasión vapulaba
a aquel delicado infante.''

  En esto, llegó a un camino que en cuatro se
dividía, y luego se le vino a la imaginación las
encrucijadas donde los caballeros andantes
se ponían a pensar cuál camino de aquéllos
tomarían, y, por imitarlos estuvo un rato quedo,
y, al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la
rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del
rocín la suya, el cual siguió su primer intento,
que fue el irse camino de su caballeriza. Y
habiendo andado como dos millas, descubrió
don Quijote un grande tropel de gente, que,
como después se supo, eran unos mercaderes
toledanos que iban a comprar seda a Murcia.
Eran seis, y venían con sus quitasoles, con
otros cuatro criados a caballo y tres mozos
de mulas a pie.

  Apenas los divisó don Quijote, cuando se
imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por
imitar en todo cuanto a él le parecía posible
los pasos que había leído en sus libros, le
pareció venir allí de molde uno que pensaba
hacer. Y así, con gentil continente y denuedo,
se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza,
llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad
del camino, estuvo esperando que aquellos
caballeros andantes llegasen, que ya él por tales
los tenía y juzgaba, y, cuando llegaron a trecho
que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote
la voz, y, con ademán arrogante, dijo:

  ``Todo el mundo se tenga, si todo el mundo
no confiesa que no hay en el mundo todo
doncella más hermosa que la Emperatriz de la
Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.''

  Paráronse los mercaderes al son de estas
razones, y a ver la extraña figura del que las
decía, y por la figura y por las razones
luego echaron de ver la locura de su dueño;
mas quisieron ver despacio en qué paraba
aquella confesión que se les pedía, y uno
de ellos, que era un poco burlón y muy mucho
discreto, le dijo:

  ``Señor caballero, nosotros no conocemos
quién sea esa buena señora que decís;
mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura
como significáis, de buena gana y sin apremio
alguno confesaremos la verdad que por
parte vuestra nos es pedida.''

  ``Si os la mostrara'', replicó don Quijote,
``¿qué hicierais vosotros en confesar una
verdad tan notoria? La importancia está en
que, sin verla, lo habéis de creer, confesar,
afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo
sois en batalla, gente descomunal y soberbia.
Que, ahora vengáis uno a uno, como pide la
orden de caballería, ora todos juntos, como es
costumbre y mala usanza de los de vuestra
ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en
la razón que de mi parte tengo.''

  ``Señor caballero'', replicó el mercader,
``suplico a vuestra merced, en nombre de todos
estos príncipes que aquí estamos que,
porque no encarguemos nuestras conciencias,
confesando una cosa por nosotros jamás vista ni
oída, y más siendo tan en perjuicio de las
emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura,
que vuestra merced sea servido de mostrarnos
algún retrato de esa señora, aunque
sea tamaño como un grano de trigo; que por
el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con
esto satisfechos y seguros, y vuestra merced
quedará contento y pagado. Y aun creo que
estamos ya tan de su parte, que, aunque su
retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y
que del otro le mana bermellón y piedra
azufre, con todo eso, por complacer a vuestra
merced, diremos en su favor todo lo que
quisiere.''

  ``No le mana, canalla infame'', respondió don
Quijote encendido en cólera; ``no le mana,
digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre
algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino
más derecha que un huso de Guadarrama.
Pero ¡vosotros pagaréis la grande blasfemia
que habéis dicho contra tamaña beldad, como
es la de mi señora!''

  Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza
baja contra el que lo había dicho, con tanta
furia y enojo, que, si la buena suerte no
hiciera que en la mitad del camino tropezara y
cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su
amo una buena pieza por el campo, y, queriéndose
levantar, jamás pudo: tal embarazo le
causaban la lanza, adarga, espuelas y celada,
con el peso de las antiguas armas. Y entre
tanto que pugnaba por levantarse y no podía,
estaba diciendo:

  ``¡Non fuyáis, gente cobarde, gente cautiva,
atended; que no por culpa mía, sino de mi
caballo, estoy aquí tendido!''

  Un mozo de mulas de los que allí venían,
que no debía de ser muy bien intencionado,
oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias,
no lo pudo sufrir sin darle la respuesta
en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la
lanza, y después de haberla hecho pedazos, con
uno de ellos comenzó a dar a nuestro don Quijote
tantos palos, que, a despecho y pesar de
sus armas, le molió como cibera. Dábanle voces
sus amos que no le diese tanto, y que le
dejase; pero estaba ya el mozo picado y no
quiso dejar el juego hasta envidar todo el
resto de su cólera; y, acudiendo por los demás
trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre
el miserable caído, que, con toda aquella
tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba
la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a
los malandrines, que tal le parecían.

  Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron
su camino, llevando qué contar en todo el
del pobre apaleado. El cual, después que se
vio solo, tornó a probar si podía levantarse;
pero si no lo pudo hacer cuando sano y
bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho?
Y aun se tenía por dichoso, pareciéndole que
aquélla era propia desgracia de caballeros
andantes, y toda la atribuía a la falta de su
caballo; y no era posible levantarse, según tenía
brumado todo el cuerpo.

                  CAPITULO V

    \Donde se prosigue la narración de la desgracia
            de nuestro caballero./

  Viendo, pues, que, en efecto, no podía
menearse, acordó de acogerse a su ordinario
remedio, que era pensar en algún paso de sus
libros, y trájole su locura a la memoria aquel de
Valdovinos y del Marqués de Mantua, cuando
Carloto le dejó herido en la montaña, historia
sabida de los niños, no ignorada de los
mozos, celebrada y aun creída de los viejos,
y, con todo esto, no más verdadera que los
milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareció a
él que le venía de molde para el paso en que
se hallaba; y así, con muestras de grande
sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra, y a
decir con debilitado aliento lo mismo que
dicen decía el herido caballero del bosque:

          ¿Dónde estás, señora mía,
        que no te duele mi mal?
        O no lo sabes, señora,
        o eres falsa y desleal.

  Y de esta manera fue prosiguiendo el romance,
hasta aquellos versos que dicen:

          ¡Oh, noble Marqués de Mantua,
        mi tío y señor carnal!

  Y quiso la suerte que, cuando llegó a este
verso, acertó a pasar por allí un labrador de su
mismo lugar y vecino suyo, que venía de
llevar una carga de trigo al molino, el cual,
viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a
él y le preguntó que quién era y qué mal
sentía, que tan tristemente se quejaba.

  Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era
el Marqués de Mantua, su tío, y, así, no le
respondió otra cosa sino fue proseguir en su
romance, donde le daba cuenta de su desgracia
y de los amores del hijo del Emperante con su
esposa; todo de la misma manera que el
romance lo canta. El labrador estaba admirado
oyendo aquellos disparates, y, quitándole la
visera, que ya estaba hecha pedazos de los
palos, le limpió el rostro, que le tenía
cubierto de polvo, y apenas le hubo limpiado,
cuando le conoció, y le dijo:

  ``Señor Quijana'' --que así se debía de
llamar cuando él tenía juicio y no había pasado
de hidalgo sosegado a caballero andante--,
``¿quién ha puesto a vuestra merced de esta
suerte?''

  Pero él seguía con su romance a cuanto le
preguntaba.

  Viendo esto el buen hombre, lo mejor que
pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si
tenía alguna herida; pero no vio sangre ni
señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no
con poco trabajo le subió sobre su jumento, por
parecer caballería más sosegada. Recogió
las armas, hasta las astillas de la lanza, y liolas
sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y
del cabestro al asno, y se encaminó hacia su
pueblo, bien pensativo de oír los disparates
que don Quijote decía. Y no menos iba don
Quijote, que, de puro molido y quebrantado,
no se podía tener sobre el borrico, y de cuando
en cuando daba unos suspiros que los ponía
en el cielo; de modo, que de nuevo obligó
a que el labrador le preguntase le dijese qué
mal sentía. Y no parece sino que el diablo le
traía a la memoria los cuentos acomodados a
sus sucesos, porque en aquel punto,
olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro
Abindarráez, cuando el alcaide de Antequera,
Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó cautivo
a su alcaidía. De suerte que, cuando el
labrador le volvió a preguntar que cómo estaba
y qué sentía, le respondió las mismas
palabras y razones que el cautivo abencerraje
respondía a Rodrigo de Narváez, del mismo
modo que él había leído la historia en la \Diana/,
de Jorge de Montemayor, donde se escribe,
aprovechándose de ella tan a propósito, que
el labrador se iba dando al diablo de oír tanta
máquina de necedades; por donde conoció que
su vecino estaba loco y dábale prisa a
llegar al pueblo por excusar el enfado que don
Quijote le causaba con su larga arenga. Al
cabo de lo cual, dijo:

  ``Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo
de Narváez, que esta hermosa Jarifa, que he
dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso,
por quien yo he hecho, hago y haré los más
famosos hechos de caballerías que se han visto,
vean ni verán en el mundo.''

  A esto respondió el labrador:

  ``Mire vuestra merced, señor, ¡pecador de
mi!, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni
el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso,
su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos,
ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del
señor Quijana.''

  ``Yo sé quién soy'', respondió don Quijote,
``y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho,
sino todos los doce Pares de Francia, y aun
todos los Nueve de la Fama, pues a todas
las hazañas que ellos todos juntos y cada uno
por sí hicieron, se aventajarán las mías.''

  En estas pláticas y en otras semejantes
llegaron al lugar a la hora que anochecía; pero
el labrador aguardó a que fuese algo más
noche, porque no viesen al molido hidalgo
tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que
le pareció, entró en el pueblo y en la casa
de don Quijote, la cual halló toda alborotada
--y estaban en ella el cura y el barbero del
lugar, que eran grandes amigos de don Quijote--:
que estaba diciéndoles su ama a voces:

  ``¿Qué le parece a vuestra merced, señor
licenciado Pero Pérez --que así se llamaba el
cura--, de la desgracia de mi señor? Tres
días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la
adarga, ni la lanza, ni las armas. ¡Desventurada
de mí!, que me doy a entender, y así es ello la
verdad como nací para morir, que estos malditos
libros de caballerías que él tiene y suele
leer tan de ordinario, le han vuelto el juicio;
que ahora me acuerdo haberle oído decir
muchas veces, hablando entre sí, que quería
hacerse caballero andante e irse a buscar las
aventuras por esos mundos. Encomendados
sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que
así han echado a perder el más delicado
entendimiento que había en toda la Mancha.''

  La sobrina decía lo mismo, y aun decía más:

  ``Sepa señor maese Nicolás --que éste era
el nombre del barbero--, que muchas veces
le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en
estos desalmados libros de desventuras dos
días con sus noches, al cabo de los cuales
arrojaba el libro de las manos y ponía mano
a la espada y andaba a cuchilladas con las
paredes, y, cuando estaba muy cansado, decía
que había muerto a cuatro gigantes como cuatro
torres, y el sudor que sudaba del cansancio
decía que era sangre de las feridas que
había recibido en la batalla, y bebíase luego
un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y
sosegado, diciendo que aquella agua era una
preciosísima bebida que le había traído el
sabio Esquife, un grande encantador y amigo
suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que
no avisé a vuestras mercedes de los disparates
de mi señor tío, para que lo remediaran
antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran
todos estos descomulgados libros; que tiene
muchos, que bien merecen ser abrasados
como si fuesen de herejes.''

  ``Esto digo yo también'', dijo el cura, ``y
a fe que no se pase el día de mañana sin
que de ellos no se haga acto público, y sean
condenados al fuego, porque no den ocasión a
quien los leyere de hacer lo que mi buen
amigo debe de haber hecho.''

  Todo esto estaban oyendo el labrador y don
Quijote, con que acabó de entender el labrador
la enfermedad de su vecino, y así, comenzó
a decir a voces:

  ``Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos
y al señor Marqués de Mantua, que viene
malferido; y al señor moro Abindarráez, que
trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez,
alcaide de Antequera.''

  A estas voces salieron todos, y como conocieron
los unos a su amigo, las otras a su amo
y tío, que aún no se había apeado del jumento,
porque no podía, corrieron a abrazarle. El
dijo:

  ``Ténganse todos; que vengo mal ferido por
la culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho,
y llámese, si fuere posible, a la sabia
Urganda, que cure y cate de mis feridas.''

  ``¡Mirá en hora maza'', dijo a este punto
el ama, ``si me decía a mí bien mi corazón
del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra
merced en buen hora; que, sin que venga esa
Urgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos,
digo, sean otra vez y otras ciento estos libros
de caballerías, que tal han parado a vuestra
merced!''

  Lleváronle luego a la cama, y, catándole
las feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo
que todo era molimiento, por haber dado una
gran caída con Rocinante, su caballo,
combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados
y atrevidos que se pudieran fallar en gran
parte de la tierra.

  ``Ta, ta'', dijo el cura; ``¿jayanes hay en la
danza? Para mi santiguada, que yo los queme
mañana antes que llegue la noche.''

  Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a
ninguna quiso responder otra cosa sino que le
diesen de comer y le dejasen dormir, que
era lo que más le importaba. Hízose así, y el
cura se informó muy a la larga del labrador,
del modo que había hallado a don Quijote; él
se lo contó todo, con los disparates que al
hallarle y al traerle había dicho, que fue poner
más deseo en el Licenciado de hacer lo que
otro día hizo, que fue llamar a su amigo el
barbero maese Nicolás, con el cual se vino a
casa de don Quijote.

                 CAPITULO VI

    \Del donoso y grande escrutinio que el cura
     y el barbero hicieron en la librería de
     nuestro ingenioso hidalgo./

  El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves,
a la sobrina, del aposento donde estaban los
libros, autores del daño, y ella se las dio de
muy buena gana; entraron dentro todos, y la
ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos
de libros grandes muy bien encuadernados, y
otros pequeños; y, así como el ama los vio,
volvióse a salir del aposento con gran prisa,
y tornó luego con una escudilla de agua bendita
y un hisopo, y dijo:

  ``Tome vuestra merced, señor Licenciado;
rocíe este aposento, no esté aquí algún
encantador de los muchos que tienen estos libros,
y nos encanten, en pena de las que les queremos
dar echándolos del mundo.''

  Causó risa al Licenciado la simplicidad del
ama, y mandó al barbero que le fuese dando
de aquellos libros, uno a uno, para ver de qué
trataban, pues podía ser hallar algunos que no
mereciesen castigo de fuego.

  ``No'', dijo la sobrina, ``no hay para qué
perdonar a ninguno, porque todos han sido
los dañadores; mejor será arrojarlos por las
ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos
y pegarles fuego, y, si no, llevarlos al corral,
y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el
humo.''

  Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que
las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes;
mas el cura no vino en ello sin primero
leer siquiera los títulos. Y el primero que
maese Nicolás le dio en las manos, fue \Los
cuatro de Amadís de Gaula/, y dijo el cura:

  ``Parece cosa de misterio ésta, porque, según
he oído decir, este libro fue el primero de
caballerías que se imprimió en España, y todos
los demás han tomado principio y origen de éste,
y así me parece que, como a dogmatizador de
una secta tan mala, le debemos sin excusa
alguna condenar al fuego.''

  ``No señor'', dijo el barbero; ``que también
he oído decir que es el mejor de todos los
libros que de este género se han compuesto,
y así, como a único en su arte, se debe
perdonar.''

  ``Así es verdad'', dijo el cura, ``y por esa
razón se le otorga la vida por ahora. Veamos
esotro que está junto a él.''

  ``Es'', dijo el barbero, ``\Las Sergas de
Esplandián,/ hijo legítimo de Amadís de Gaula.''

  ``Pues en verdad'', dijo el cura, ``que no le
ha de valer al hijo la bondad del padre.
Tomad, señora ama, abrid esa ventana y echadle
al corral, y dé principio al montón de la
hoguera que se ha de hacer.''

  Hízolo así el ama con mucho contento, y el
bueno de Esplandián fue volando al corral,
esperando con toda paciencia el fuego que le
amenazaba.

  ``Adelante'', dijo el cura.

  ``Este que viene'', dijo el barbero, ``es \Amadís
de Grecia/, y aun todos los de este lado, a
lo que creo, son del mismo linaje de Amadís.''

  ``Pues vayan todos al corral'', dijo el cura;
``que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra
y al pastor Darinel, y a sus églogas, y
a las endiabladas y revueltas razones de su
autor, quemaré con ellos al padre que me
engendró, si anduviera en figura de caballero
andante.''

  ``De ese parecer soy yo'', dijo el barbero.

  ``Y aun yo'', añadió la sobrina.

  ``Pues así es'', dijo el ama, ``vengan, y al
corral con ellos.''

  Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró
la escalera, y dio con ellos por la ventana
abajo.

  ``¿Quién es ese tonel?'', dijo el cura.

  ``Este es'', respondió el barbero, ``\Don Olivante
de Laura/.''

  ``El autor de ese libro'', dijo el cura, ``fue el
mismo que compuso a \Jardín de flores/, y
en verdad que no sepa determinar cuál de los
dos libros es más verdadero, o, por decir mejor,
menos mentiroso. Sólo sé decir que éste irá al
corral por disparatado y arrogante.''

  ``Este que se sigue es \Florismarte de Hircania/'',
dijo el barbero.

  ``¿Ahí está el señor Florismarte?'', replicó
el cura. ``Pues a fe que ha de parar presto en
el corral, a pesar de su extraño nacimiento y
sonadas aventuras; que no da lugar a otra
cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al
corral con él y con esotro, señora ama.''

  ``Que me place, señor mío'', respondía ella,
y con mucha alegría ejecutaba lo que le era
mandado.

  ``Este es \El caballero Platir/'', dijo el
barbero.

  ``Antiguo libro es ése'', dijo el cura, ``y no
hallo en él cosa que merezca venia; acompañe
a los demás sin réplica.''

  Y así fue hecho.

  Abrióse otro libro, y vieron que tenía por
título \El Caballero de la Cruz/.

  ``Por nombre tan santo como este libro tiene,
se podía perdonar su ignorancia; mas también
se suele decir: tras la Cruz está el diablo; vaya
al fuego.''

  Tomando el barbero otro libro, dijo:

  ``Este es \Espejo de caballerías/''.

  ``Ya conozco a su merced'', dijo el cura; ``ahí
anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus
amigos y compañeros, más ladrones que Caco,
y los doce Pares con el verdadero historiador
Turpín, y, en verdad, que estoy por condenarlos
no más que a destierro perpetuo, siquiera
porque tienen parte de la invención del
famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió
su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto,
al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra
lengua que la suya, no le guardaré respeto
alguno; pero si habla en su idioma, le pondré
sobre mi cabeza.''

  ``Pues yo le tengo en italiano'', dijo el
barbero; ``mas no le entiendo.''

  ``Ni aun fuera bien que vos le entendierais'',
respondió el cura; ``y aquí le perdonáramos
al señor capitán que no le hubiera traído
a España y hecho castellano, que le quitó
mucho de su natural valor; y lo mismo harán
todos aquellos que los libros de verso quisieren
volver en otra lengua; que, por mucho cuidado
que pongan y habilidad que muestren, jamás
llegarán al punto que ellos tienen en su primer
nacimiento. Digo, en efecto, que este libro y
todos los que se hallaren que tratan de estas
cosas de Francia, se echen y depositen en un
pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea
lo que se ha de hacer de ellos, exceptuando a
un \Bernardo del Carpio/ que anda por ahí, y
a otro llamado \Roncesvalles/; que éstos, en
llegando a mis manos, han de estar en las del
ama y de ellas en las del fuego, sin remisión
alguna.''

  Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por
bien y por cosa muy acertada, por entender
que era el cura tan buen cristiano y tan amigo
de la verdad, que no diría otra cosa por todas
las del mundo. Y, abriendo otro libro, vio que
era \Palmerín de Oliva/, y junto a él estaba
otro que se llamaba \Palmerín de Inglaterra/.
Lo cual visto por el licenciado, dijo:

  ``Esa Oliva se haga luego rajas y se queme,
que aun no queden de ella las cenizas; y
esa Palma de Inglaterra se guarde y se
conserve, como a cosa única, y se haga para
ello otra caja como la que halló Alejandro
en los despojos de Darío, que la diputó para
guardar en ella las obras del poeta Homero.
Este libro, señor compadre, tiene autoridad por
dos cosas: la una, porque él por sí es muy
bueno; y la otra, porque es fama que le compuso
un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras
del castillo de Miraguarda son bonísimas y
de grande artificio, las razones cortesanas y
claras, que guardan y miran el decoro del que
habla con mucha propiedad y entendimiento.
Digo, pues, salvo vuestro buen parecer,
señor maese Nicolás, que éste y \Amadís
de Gaula/ queden libres del fuego, y todos los
demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.''

  ``No, señor compadre'', replicó el barbero;
``que este que aquí tengo es el afamado \Don
Belianís/''.

  ``Pues ése'', replicó el cura, ``con la segunda,
tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un
poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera
suya, y es menester quitarles todo aquello
del castillo de la Fama y otras impertinencias de
más importancia, para lo cual se les da término
ultramarino, y como se enmendaren, así
se usará con ellos de misericordia o de justicia;
y, en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra
casa; mas no los dejéis leer a ninguno.''

  ``Que me place'', respondió el barbero.

  Y sin querer cansarse más en leer libros de
caballerías, el cura mandó al ama que
tomase todos los grandes y diese con ellos en
el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a
quien tenía más gana de quemarlos que de
echar una tela, por grande y delgada que fuera,
y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por
la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó
uno a los pies del barbero, que le tomó gana
de ver de quién era, y vio que decía: \Historia
del famoso Caballero Tirante el Blanco/.

  ``¡Válgame Dios!'', dijo el cura, dando una
gran voz; ``¡que aquí esté Tirante el Blanco!
Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que
he hallado en él un tesoro de contento y una
mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón
de Montalbán, valeroso caballero, y su
hermano Tomás de Montalbán, y el caballero
Fonseca, con la batalla que el valiente de
Tirante hizo con el alano, y las agudezas
de la doncella Placerdemivida, con los
amores y embustes de la viuda Reposada, y la
señora Emperatriz, enamorada de Hipólito, su
escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que
por su estilo es éste el mejor libro del mundo;
aquí comen los caballeros, y duermen y mueren
en sus camas, y hacen testamento antes
de su muerte, con otras cosas, de que
todos los demás libros de este género carecen.
Con todo eso, os digo que merecía el que
le compuso, pues no hizo tantas necedades
de industria, que le echaran a galeras por
todos los días de su vida. Llevadle a casa
y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él
os he dicho.''

  ``Así será'', respondió el barbero; ``pero,
¿qué haremos de estos pequeños libros que
quedan?''

  ``Estos'', dijo el cura, ``no deben de ser de
caballerías, sino de poesía.''

  Y abriendo uno, vio que era \La Diana/, de
Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que
todos los demás eran del mismo género:

  ``Estos no merecen ser quemados, como los
demás, porque no hacen ni harán el daño que
los de caballerías han hecho; que son libros
de entendimiento, sin perjuicio de tercero.''

  ``¡Ay, señor!'', dijo la sobrina, ``bien los
puede vuestra merced mandar quemar como a
los demás, porque no sería mucho que, habiendo
sanado mi señor tío de la enfermedad
caballeresca, leyendo éstos se le antojase de
hacerse pastor y andarse por los bosques y
prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor,
hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad
incurable y pegadiza.''

  ``Verdad dice esta doncella'', dijo el cura,
``y será bien quitarle a nuestro amigo este
tropiezo y ocasión delante. Y pues comenzamos
por \La Diana/, de Montemayor, soy de
parecer que no se queme, sino que se le quite
todo aquello que trata de la sabia Felicia y de
la agua encantada, y casi todos los versos
mayores, y quédesele en hora buena la prosa y la
honra de ser primero en semejantes libros.''

  ``Este que se sigue'', dijo el barbero, ``es
\La Diana/, llamada \segunda, del Salmantino/, y
éste, otro que tiene el mismo nombre, cuyo
autor es Gil Polo.''

  ``Pues la del Salmantino'', respondió el cura,
``acompañe y acreciente el número de los
condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde
como si fuera del mismo Apolo; y pase
adelante, señor compadre, y démonos prisa
que se va haciendo tarde.''

  ``Este libro es'', dijo el barbero abriendo
otro, ``\Los diez libros de Fortuna de Amor/,
compuestos por Antonio de Lofraso, poeta
sardo.''

  ``Por las órdenes que recibí'', dijo el cura,
``que desde que Apolo fue Apolo, y las musas
musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan
disparatado libro como ése no se ha compuesto,
y que, por su camino, es el mejor y el
más único de cuantos de este género han salido
a la luz del mundo; y el que no le ha leído
puede hacer cuenta que no ha leído jamás
cosa de gusto. Dádmele acá, compadre; que
precio más haberle hallado que si me dieran
una sotana de raja de Florencia.''

  Púsole aparte con grandísimo gusto, y el
barbero prosiguió diciendo:

  ``Estos que se siguen son: \El Pastor de/
\Iberia/, \Ninfas de Henares/ y \Desengaños de
celos/.''

  ``Pues no hay más que hacer'', dijo el cura,
``sino entregarlos al brazo seglar del ama, y
no se me pregunte el por qué, que sería nunca
acabar.''

  ``Este que viene es \El Pastor de Fílida/.''

  ``No es ése pastor'', dijo el cura, ``sino muy
discreto cortesano; guárdese como joya
preciosa.''

  ``Este grande que aquí viene se intitula'',
dijo el barbero, ``\Tesoro de varias poesías/.''

  ``Como ellas no fueran tantas'', dijo el cura,
``fueran más estimadas; menester es que este
libro se escarde y limpie de algunas bajezas
que entre sus grandezas tiene; guárdese,
porque su autor es amigo mío, y por respeto de
otras más heroicas y levantadas obras que ha
escrito.''

  ``Este es'', siguió el barbero, ``\El Cancionero/,
de López Maldonado.''

  ``También el autor de ese libro'', replicó el
cura, ``es grande amigo mío, y sus versos en
su boca admiran a quien los oye, y tal es la
suavidad de la voz con que los canta, que
encanta. Algo largo es en las églogas, pero
nunca lo bueno fue mucho; guárdese con los
escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que está
junto a él?''

  ``\La Galatea/, de Miguel de Cervantes, dijo
el barbero.

  ``Muchos años ha que es grande amigo mío
ese Cervantes, y sé que es más versado en
desdichas que en versos. Su libro tiene algo
de buena invención; propone algo y no
concluye nada. Es menester esperar la segunda
parte que promete; quizá con la enmienda
alcanzará del todo la misericordia que ahora se
le niega, y entretanto que esto se ve,
tenedle recluso en vuestra posada, señor
compadre.''

  ``Que me place'', respondió el barbero. ``Y
aquí vienen tres, todos juntos: \La Araucana/
de don Alonso de Ercilla; \La Austríada/, de
Juan Rufo, jurado de Córdoba, y \El Monserrate/,
de Cristóbal de Virués, poeta
valenciano.''

  ``Todos esos tres libros'', dijo el cura,
``son los mejores que en verso heroico, en
lengua castellana, están escritos, y pueden
competir con los más famosos de Italia;
guárdense como las más ricas prendas de poesía
que tiene España.''

  Cansóse el cura de ver más libros, y así, a
carga cerrada, quiso que todos los demás se
quemasen; pero ya tenía abierto uno el
barbero, que se llamaba \Las lágrimas de
Angélica/.

  ``Lloráralas yo'', dijo el cura en oyendo el
nombre, ``si tal libro hubiera mandado quemar;
porque su autor fue uno de los famosos
poetas del mundo, no sólo de España, y fue
felicísimo en la traducción de algunas fábulas
de Ovidio.''

                 CAPITULO VII

    \De la segunda salida de nuestro buen caballero
          don Quijote de la Mancha./

  Estando en esto, comenzó a dar voces don
Quijote, diciendo:

  ``¡Aquí, aquí, valerosos caballeros, aquí es
menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos
brazos; que los cortesanos llevan lo mejor del
torneo!''

  Por acudir a este ruido y estruendo, no se
pasó adelante con el escrutinio de los demás
libros que quedaban; y así, se cree que fueron
al fuego, sin ser vistos ni oídos: \La Carolea/ y
\León de España/, con \Los Hechos del Emperador/,
compuestos por don Luis de Avila, que,
sin duda, debían de estar entre los que quedaban,
y quizá, si el cura los viera, no pasaran
por tan rigurosa sentencia.

  Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba
levantado de la cama, y proseguía en sus
voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y
reveses a todas partes, estando tan despierto
como si nunca hubiera dormido; abrazáronse
con él y por fuerza le volvieron al lecho, y
después que hubo sosegado un poco, volviéndose
a hablar con el cura, le dijo:

  ``Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es
gran mengua de los que nos llamamos Doce
Pares, dejar tan sin más ni más llevar la
victoria de este torneo a los caballeros cortesanos,
habiendo nosotros los aventureros ganado el
prez en los tres días antecedentes.''

  ``Calle vuestra merced, señor compadre'',
dijo el cura; ``que Dios será servido que la
suerte se mude y que lo que hoy se pierde se
gane mañana; y atienda vuestra merced a su
salud por ahora, que me parece que debe
de estar demasiadamente cansado, si ya no es
que está malferido.''

  ``Ferido, no'', dijo don Quijote; ``pero molido
y quebrantado, no hay duda en ello, porque
aquel bastardo de don Roldán me ha molido a
palos con el tronco de una encina, y todo de
envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto
de sus valentías. Mas no me llamaría yo Reinaldos
de Montalbán si, en levantándome de este
lecho, no me lo pagare, a pesar de todos sus
encantamientos; y, por ahora, tráiganme
de yantar, que sé que es lo que más me hará
al caso, y quédese lo del vengarme a mi
cargo.''

  Hiciéronlo así, diéronle de comer, y quedóse
otra vez dormido, y ellos admirados de su
locura.

  Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos
libros había en el corral y en toda la casa, y
tales debieron de arder que merecían guardarse
en perpetuos archivos; mas no lo permitió
su suerte y la pereza del escrutiñador, y
así se cumplió el refrán en ellos, de que
pagan a las veces justos por pecadores.

  Uno de los remedios que el cura y el barbero
dieron por entonces, para el mal de su amigo,
fue que le murasen y tapiasen el aposento
de los libros, porque cuando se levantase no
los hallase --quizá quitando la causa, cesaría
el efecto--, y que dijesen que un encantador
se los había llevado, y el aposento y todo;
y así fue hecho con mucha presteza.

  De allí a dos días se levantó don Quijote, y
lo primero que hizo fue ir a ver sus libros,
y como no hallaba el aposento donde le había
dejado, andaba de una en otra parte buscándole.
Llegaba adonde solía tener la puerta y
tentábala con las manos, y volvía y revolvía
los ojos por todo, sin decir palabra; pero al
cabo de una buena pieza, preguntó a su ama
que hacia qué parte estaba el aposento de sus
libros.

  El ama, que ya estaba bien advertida de lo
que había de responder, le dijo:

  ``¿Qué aposento o qué nada busca vuestra
merced? Ya no hay aposento ni libros en esta
casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo.''

  ``No era diablo'', replicó la sobrina, ``sino un
encantador que vino sobre una nube una
noche, después del día que vuestra merced de
aquí se partió, y, apeándose de una sierpe en
que venía caballero, entró en el aposento, y no
sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca
pieza salió volando por el tejado, y dejó la
casa llena de humo, y cuando acordamos a
mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni
aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a
mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel
mal viejo, dijo en altas voces que, por
enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos
libros y aposento, dejaba hecho el daño en
aquella casa que después se vería; dijo,
también, que se llamaba el sabio Muñatón.''

  ``Frestón diría'', dijo don Quijote.

  ``No sé'', respondió el ama, ``si se llamaba
Frestón o Fritón, sólo sé que acabó en \tón/ su
nombre.''

  ``Así es'', dijo don Quijote; ``que ése es
un sabio encantador, grande enemigo mío, que
me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y
letras que tengo de venir, andando los tiempos,
a pelear en singular batalla con un caballero a
quien él favorece, y le tengo de vencer sin que
él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme
todos los sinsabores que puede; y mándole
yo que mal podrá él contradecir, ni evitar, lo
que por el cielo está ordenado.''

  ``¿Quién duda de eso?'', dijo la sobrina.
``¿Pero quién le mete a vuestra merced, señor
tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse
pacífico en su casa y no irse por el mundo
a buscar pan de trastrigo, sin considerar que
muchos van por lana y vuelven trasquilados?''

  ``¡Oh sobrina mía'', respondió don Quijote, ``y
cuán mal que estás en la cuenta! Primero que
a mí me trasquilen, tendré peladas y quitadas
las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la
punta de un solo cabello.''

  No quisieron las dos replicarle más, porque
vieron que se le encendía la cólera.

  Es, pues, el caso que él estuvo quince días
en casa muy sosegado, sin dar muestras de
querer segundar sus primeros devaneos, en los
cuales días pasó graciosísimos cuentos con
sus dos compadres el cura y el barbero, sobre
que él decía que la cosa de que más necesidad
tenía el mundo era de caballeros andantes,
y de que en él se resucitase la caballería
andantesca. El cura algunas veces le contradecía,
y otras concedía, porque si no guardaba este
artificio, no había poder averiguarse con él.

  En este tiempo solicitó don Quijote a un
labrador vecino suyo, hombre de bien, si es
que este título se puede dar al que es pobre,
pero de muy poca sal en la mollera. En
resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y
prometió, que el pobre villano se determinó
de salirse con él y servirle de escudero.

  Decíale, entre otras cosas, don Quijote, que
se dispusiese a ir con él de buena gana,
porque tal vez le podía suceder aventura, que
ganase, en quítame allá esas pajas, alguna
ínsula, y le dejase a él por gobernador de
ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho
Panza, que así se llamaba el labrador,
dejó su mujer y hijos y asentó por escudero
de su vecino. Dio luego don Quijote orden en
buscar dineros, y, vendiendo una cosa y
empeñando otra y malbaratándolas todas, llegó
una razonable cantidad. Acomodóse, asimismo,
de una rodela que pidió prestada a un su
amigo, y, pertrechando su rota celada lo mejor
que pudo, avisó a su escudero Sancho del día
y la hora que pensaba ponerse en camino,
para que él se acomodase de lo que viese
que más le era menester. Sobre todo le
encargó que llevase alforjas, y dijo que sí
llevaría, y que asimismo pensaba llevar un
asno que tenía muy bueno, porque él no estaba
ducho a andar mucho a pie.

  En lo del asno reparó un poco don Quijote,
imaginando si se le acordaba si algún caballero
andante había traído escudero caballero
asnalmente, pero nunca le vino alguno a la memoria;
mas con todo esto determinó que le llevase,
con presupuesto de acomodarle de más honrada
caballería en habiendo ocasión para ello,
quitándole el caballo al primer descortés
caballero que topase.

  Proveyóse de camisas y de las demás cosas
que él pudo, conforme al consejo que el
ventero le había dado. Todo lo cual hecho y
cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y
mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una
noche se salieron del lugar sin que persona los
viese; en la cual caminaron tanto, que, al
amanecer, se tuvieron por seguros de que no
los hallarían aunque los buscasen.

  Iba Sancho Panza sobre su jumento como
un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con
mucho deseo de verse ya gobernador de la
ínsula que su amo le había prometido. Acertó
don Quijote a tomar la misma derrota y camino
que el que él había tomado en su primer
viaje, que fue por el campo de Montiel, por el
cual caminaba con menos pesadumbre que la
vez pasada, porque, por ser la hora de la mañana
y herirles a soslayo los rayos del sol, no
les fatigaban.

  Dijo en esto Sancho Panza a su amo:

  ``Mire vuestra merced, señor caballero andante,
que no se le olvide lo que de la ínsula
me tiene prometido, que yo la sabré gobernar
por grande que sea.''

  A lo cual le respondió don Quijote:

  ``Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue
costumbre muy usada de los caballeros
andantes antiguos, hacer gobernadores a sus
escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban, y
yo tengo determinado de que por mí no falte
tan agradecida usanza, antes pienso aventajarme
en ella; porque ellos algunas veces, y quizá
las más, esperaban a que sus escuderos
fuesen viejos, y ya después de hartos de servir
y de llevar malos días y peores noches, les
daban algún título de conde, o, por lo mucho,
de marqués, de algún valle o provincia
de poco más a menos; pero si tú vives y yo
vivo, bien podría ser que antes de seis días
ganase yo tal reino, que tuviese otros a él
adherentes, que viniesen de molde para coronarte
por rey de uno de ellos. Y no lo tengas a
mucho, que cosas y casos acontecen a los tales
caballeros, por modos tan nunca vistos ni
pensados, que con facilidad te podría dar aún
más de lo que te prometo.''

  ``De esa manera'', respondió Sancho Panza,
``si yo fuese rey por algún milagro de los
que vuestra merced dice, por lo menos, Juana
Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina, y
mis hijos infantes.''

  ``Pues ¿quién lo duda?'', respondió don
Quijote.

  ``Yo lo dudo'', replicó Sancho Panza; ``porque
tengo para mí que, aunque lloviese Dios
reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien
sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor,
que no vale dos maravedís para reina; condesa
le caerá mejor, y aun \Dios y ayuda/.''

  ``Encomiéndalo tú a Dios, Sancho'', respondió
don Quijote, ``que El dará lo que más
le convenga; pero no apoques tu ánimo tanto
que te vengas a contentar con menos que con
ser adelantado.''

  ``No haré, señor mío'', respondió Sancho, ``y
más teniendo tan principal amo en vuestra
merced, que me sabrá dar todo aquello que
me esté bien y yo pueda llevar.''

                CAPITULO VIII

    \Del buen suceso que el valeroso don Quijote
    tuvo en la espantable y jamás imaginada
    aventura de los molinos de viento, con otros
    sucesos dignos de feliz recordación./

  En esto descubrieron treinta o cuarenta
molinos de viento que hay en aquel campo; y, así
como don Quijote los vio, dijo a su escudero:

  ``La ventura va guiando nuestras cosas
mejor de lo que acertáramos a desear; porque
¿ves allí, amigo Sancho Panza, donde se
descubren treinta, o pocos más, desaforados
gigantes con quien pienso hacer batalla y
quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos
comenzaremos a enriquecer?; que ésta es buena
guerra, y es gran servicio de Dios quitar
tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.''

  ``¿Qué gigantes?'', dijo Sancho Panza.

  ``Aquellos que allí ves'', respondió su amo,
``de los brazos largos; que los suelen tener
algunos de casi dos leguas.''

  ``Mire vuestra merced'', respondió Sancho,
``que aquellos que allí se parecen no son
gigantes, sino molinos de viento, y lo que en
ellos parecen brazos, son las aspas, que,
volteadas del viento, hacen andar la piedra del
molino.''

  ``Bien parece'', respondió don Quijote, ``que
no estás cursado en esto de las aventuras:
ellos son gigantes, y si tienes miedo, quítate
de ahí, y ponte en oración en el espacio que
yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual
batalla.''

  Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo
Rocinante, sin atender a las voces que su
escudero Sancho le daba, advirtiéndole que
sin duda alguna eran molinos de viento, y no
gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero
él iba tan puesto en que eran gigantes, que
ni oía las voces de su escudero Sancho, ni
echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo
que eran; antes iba diciendo en voces altas:

  ``¡Non fuyáis, cobardes y viles criaturas;
que un solo caballero es el que os acomete!''

  Levantóse en esto un poco de viento, y las
grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual
visto por don Quijote, dijo:

  ``Pues aunque mováis más brazos que los
del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.''

  Y, en diciendo esto, y encomendándose de
todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole
que en tal trance le socorriese, bien cubierto
de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió
a todo el galope de Rocinante, y embistió
con el primero molino que estaba delante, y
dándole una lanzada en el aspa, la volvió el
viento con tanta furia que hizo la lanza
pedazos, llevándose tras sí al caballo y al
caballero, que fue rodando muy mal trecho por el
campo.

  Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el
correr de su asno, y, cuando llegó, halló que
no se podía menear: tal fue el golpe que dio
con él Rocinante.

  ``¡Válgame Dios!'', dijo Sancho; ``¿no le dije
yo a vuestra merced que mirase bien lo que
hacía, que no eran sino molinos de viento, y no
lo podía ignorar sino quien llevase otros tales
en la cabeza?''

  ``Calla, amigo Sancho'', respondió don
Quijote; ``que las cosas de la guerra, más que
otras, están sujetas a continua mudanza;
cuanto más que yo pienso, y es así verdad, que
aquel sabio Frestón que me robó el aposento
y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos,
por quitarme la gloria de su vencimiento:
tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo
al cabo, han de poder poco sus malas artes
contra la bondad de mi espada.''

  ``Dios lo haga como puede'', respondió
Sancho Panza.

  Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre
Rocinante, que medio despaldado estaba; y,
hablando en la pasada aventura, siguieron el
camino del puerto Lápice, porque allí decía
don Quijote que no era posible dejar de
hallarse muchas y diversas aventuras, por ser
lugar muy pasajero, sino que iba muy
pesaroso por haberle faltado la lanza, y,
diciéndoselo a su escudero, le dijo:

  ``Yo me acuerdo haber leído que un caballero
español, llamado Diego Pérez de Vargas,
habiéndosele en una batalla roto la espada,
desgajó de una encina un pesado ramo o
tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y
machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre
Machuca, y, así, él como sus descendientes
se llamaron desde aquel día en adelante
Vargas y Machuca. Hete dicho esto, porque
de la primera encina o roble que se me depare
pienso desgajar otro tronco, tal y tan bueno
como aquél, que me imagino y pienso hacer
con él tales hazañas, que tú te tengas por bien
afortunado de haber merecido venir a verlas
y a ser testigo de cosas que apenas podrán
ser creídas.''

  ``A la mano de Dios'', dijo Sancho; ``yo lo
creo todo así como vuestra merced lo dice;
pero enderécese un poco, que parece que va
de medio lado, y debe de ser del molimiento
de la caída.''

  ``Así es la verdad'', respondió don Quijote;
``y si no me quejo del dolor, es porque no es
dado a los caballeros andantes quejarse de
herida alguna, aunque se le salgan las tripas
por ella.''

  ``Si eso es así, no tengo yo que replicar'',
respondió Sancho; ``pero sabe Dios si yo me
holgara que vuestra merced se quejara cuando
alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me
he de quejar del más pequeño dolor que
tenga, si ya no se entiende también con los
escuderos de los caballeros andantes eso del
no quejarse.''

  No se dejó de reír don Quijote de la
simplicidad de su escudero, y, así, le declaró que
podía muy bien quejarse como y cuando quisiese,
sin gana o con ella; que hasta entonces
no había leído cosa en contrario en la orden de
caballería. Díjole Sancho que mirase que era
hora de comer. Respondióle su amo que por
entonces no le hacía menester; que comiese
él cuando se le antojase.

  Con esta licencia, se acomodó Sancho lo
mejor que pudo sobre su jumento, y sacando
de las alforjas lo que en ellas había puesto,
iba caminando y comiendo detrás de su amo
muy de su espacio, y de cuando en cuando
empinaba la bota, con tanto gusto, que le
pudiera envidiar el más regalado bodegonero
de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella
manera menudeando tragos, no se le acordaba
de ninguna promesa que su amo le hubiese
hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por
mucho descanso, andar buscando las aventuras,
por peligrosas que fuesen.

  En resolución, aquella noche la pasaron
entre unos árboles, y del uno de ellos desgajó
don Quijote un ramo seco que casi le podía
servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó
de la que se le había quebrado. Toda aquella
noche no durmió don Quijote, pensando en
su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que
había leído en sus libros cuando los caballeros
pasaban sin dormir muchas noches en las
florestas y despoblados, entretenidos con las
memorias de sus señoras.

  No la pasó así Sancho Panza; que,
como tenía el estómago lleno, y no de agua
de chicoria, de un sueño se la llevó toda, y
no fueran parte para despertarle, si su amo no
lo llamara, los rayos del sol, que le daban
en el rostro, ni el canto de las aves, que
muchas y muy regocijadamente la venida del
nuevo día saludaban. Al levantarse, dio un
tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que
la noche antes, y afligiósele el corazón, por
parecerle que no llevaban camino de remediar
tan presto su falta. No quiso desayunarse don
Quijote, porque, como está dicho, dio en
sustentarse de sabrosas memorias.

  Tornaron a su comenzado camino del puerto
Lápice, y a obra de las tres del día le
descubrieron.

  ``Aquí'', dijo en viéndole don Quijote,
``podemos, hermano Sancho Panza, meter las
manos hasta los codos en esto que llaman
aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en
los mayores peligros del mundo, no has de
poner mano a tu espada para defenderme, si
ya no vieres que los que me ofenden es canalla
y gente baja, que en tal caso bien puedes
ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna
manera te es lícito ni concedido por las leyes
de caballería que me ayudes, hasta que seas
armado caballero.''

  ``Por cierto, señor'', respondió Sancho, ``que
vuestra merced sea muy bien obedecido en
esto, y más, que yo de mío me soy pacífico y
enemigo de meterme en ruidos ni pendencias;
bien es verdad que en lo que tocare a defender
mi persona no tendré mucha cuenta con esas
leyes, pues las divinas y humanas permiten
que cada uno se defienda de quien quisiere
agraviarle.''

  ``No digo yo menos'', respondió don Quijote;
``pero en esto de ayudarme contra caballeros,
has de tener a raya tus naturales ímpetus.''

  ``Digo que así lo haré'', respondió Sancho,
``y que guardaré ese precepto tan bien como
el día del domingo.''

  Estando en estas razones, asomaron por el
camino dos frailes de la orden de San Benito,
caballeros sobre dos dromedarios, que no eran
más pequeñas dos mulas en que venían. Traían
sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás
de ellos venía un coche con cuatro o cinco de
a caballo que le acompañaban, y dos mozos de
mulas a pie. Venía en el coche, como después
se supo, una señora vizcaína que iba a Sevilla,
donde estaba su marido, que pasaba a las Indias
con un muy honroso cargo. No venían los
frailes con ella, aunque iban el mismo camino;
mas apenas los divisó don Quijote, cuando
dijo a su escudero:

  ``O yo me engaño, o ésta ha de ser la más
famosa aventura que se haya visto, porque
aquellos bultos negros que allí parecen deben
de ser, y son, sin duda, algunos encantadores
que llevan hurtada alguna princesa en aquel
coche, y es menester deshacer este tuerto a
todo mi poderío.''

  ``Peor será esto que los molinos de viento'',
dijo Sancho. ``Mire, señor, que aquéllos son
frailes de San Benito, y el coche debe de ser
de alguna gente pasajera. Mire que digo que
mire bien lo que hace, no sea el diablo que le
engañe.''

  ``Ya te he dicho, Sancho'', respondió don
Quijote, ``que sabes poco de achaque de aventuras;
lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.''

  Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en
la mitad del camino por donde los frailes
venían, y, en llegando tan cerca que a él le
pareció que le podrían oír lo que dijese, en
alta voz dijo:

  ``¡Gente endiablada y descomunal, dejad luego
al punto las altas princesas que en ese coche
lleváis forzadas; si no, aparejaos a recibir
presta muerte por justo castigo de vuestras
malas obras!''

  Detuvieron los frailes las riendas, y
quedaron admirados, así de la figura de don
Quijote como de sus razones, a las cuales
respondieron:

  ``Señor caballero, nosotros no somos endiablados
ni descomunales, sino dos religiosos de
San Benito que vamos nuestro camino, y no
sabemos si en este coche vienen o no ningunas
forzadas princesas.''

  ``Para conmigo no hay palabras blandas; que
ya yo os conozco, fementida canalla'', dijo
don Quijote.

  Y, sin esperar más respuesta, picó a
Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el
primero fraile, con tanta furia y denuedo, que
si el fraile no se dejara caer de la mula, él
le hiciera venir al suelo mal de su grado, y
aun malferido, si no cayera muerto.

  El segundo religioso, que vio del modo que
trataban a su compañero, puso piernas al
castillo de su buena mula, y comenzó a correr por
aquella campaña, más ligero que el mismo
viento.

  Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile,
apeándose ligeramente de su asno, arremetió
a él y le comenzó a quitar los hábitos.
Llegaron en esto dos mozos de los frailes, y
preguntáronle que por qué le desnudaba;
respondióles Sancho que aquello le tocaba a él
legítimamente, como despojos de la batalla
que su señor don Quijote había ganado. Los
mozos, que no sabían de burlas, ni entendían
aquello de despojos ni batallas, viendo que ya
don Quijote estaba desviado de allí, hablando
con las que en el coche venían, arremetieron
con Sancho, y dieron con él en el suelo, y sin
dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces,
y le dejaron tendido en el suelo, sin aliento
ni sentido; y, sin detenerse un punto, tornó a
subir el fraile todo temeroso y acobardado y
sin color en el rostro, y cuando se vio a
caballo, picó tras su compañero, que un buen
espacio de allí le estaba aguardando y esperando
en qué paraba aquel sobresalto; y, sin querer
aguardar el fin de todo aquel comenzado
suceso, siguieron su camino, haciéndose más
cruces que si llevaran al diablo a las
espaldas.

  Don Quijote estaba, como se ha dicho,
hablando con la señora del coche, diciéndole:

  ``La vuestra fermosura, señora mía, puede
facer de su persona lo que más le viniere en
talante, porque ya la soberbia de vuestros
robadores yace por el suelo, derribada por este
mi fuerte brazo; y, porque no penéis por saber
el nombre de vuestro libertador, sabed que yo
me llamo don Quijote de la Mancha, caballero
andante y aventurero, y cautivo de la sin
par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y en
pago del beneficio que de mí habéis recibido,
no quiero otra cosa sino que volváis al
Toboso, y que de mi parte os presentéis ante
esta señora y le digáis lo que por vuestra
libertad he fecho.''

  Todo esto que don Quijote decía, escuchaba
un escudero de los que el coche acompañaban,
que era vizcaíno; el cual, viendo que
no quería dejar pasar el coche adelante, sino
que decía que luego había de dar la vuelta al
Toboso, se fue para don Quijote, y, asiéndole
de la lanza, le dijo en mala lengua castellana
y peor vizcaína, de esta manera:

  ``Anda, caballero, que mal andes; por el
Dios que criome, que, si no dejas coche, así
te matas como estás ahí vizcaíno.''

  Entendióle muy bien don Quijote, y con
mucho sosiego le respondió:

  ``Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo
hubiera castigado tu sandez y atrevimiento,
cautiva criatura.''

  A lo cual replicó el vizcaíno:

  ``¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes
como cristiano. ¡Si lanza arrojas y espada
sacas, el agua cuán presto verás que al gato
llevas!. Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar,
hidalgo por el diablo, y mientes que mira si
otra dices cosa.''

  ``¡Ahora lo veréis, dijo Agrajes!'',
respondió don Quijote. Y arrojando la lanza en
el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela,
y arremetió al vizcaíno con determinación de
quitarle la vida.

  El vizcaíno, que así le vio venir, aunque
quisiera apearse de la mula, que, por ser de
las malas de alquiler, no había que fiar en ella,
no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada;
pero avínole bien que se halló junto al coche,
de donde pudo tomar una almohada que le
sirvió de escudo, y luego se fueron el uno
para el otro, como si fueran dos mortales
enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en
paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno
en sus mal trabadas razones, que si no le
dejaban acabar su batalla, que él mismo había de
matar a su ama y a toda la gente que se lo
estorbase. La señora del coche, admirada y
temerosa de lo que veía, hizo al cochero que
se desviase de allí algún poco, y desde lejos
se puso a mirar la rigurosa contienda, en el
discurso de la cual dio el vizcaíno una gran
cuchillada a don Quijote encima de un hombro,
por encima de la rodela, que, a dársela sin
defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote,
que sintió la pesadumbre de aquel desaforado
golpe, dio una gran voz, diciendo:

  ``¡0h señora de mi alma, Dulcinea, flor de la
fermosura, socorred a este vuestro caballero,
que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad,
en este riguroso trance se halla!''

  El decir esto, y el apretar la espada, y el
cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al
vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando
determinación de aventurarlo todo a la de un golpe
solo. El vizcaíno, que así le vio venir contra
él, bien entendió por su denuedo su coraje,
y determinó de hacer lo mismo que don
Quijote; y, así, le aguardó bien cubierto de
su almohada, sin poder rodear la mula a una
ni a otra parte, que ya, de puro cansada y no
hecha a semejantes niñerías, no podía dar un
paso.

  Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote
contra el cauto vizcaíno, con la espada en
alto, con determinación de abrirle por medio,
y el vizcaíno le aguardaba asimismo,
levantada la espada y aforrado con su almohada,
y todos los circunstantes estaban temerosos
y colgados de lo que había de suceder de
aquellos tamaños golpes con que se
amenazaban; y la señora del coche y las demás
criadas suyas estaban haciendo mil votos y
ofrecimientos a todas las imágenes y casas de
devoción de España, porque Dios librase a su
escudero, y a ellas, de aquel tan grande
peligro en que se hallaban.

  Pero está el daño de todo esto que en este
punto y término deja pendiente el autor de esta
historia esta batalla, disculpándose que no
halló más escrito de estas hazañas de don Quijote,
de las que deja referidas. Bien es verdad que
el segundo autor de esta obra no quiso creer
que tan curiosa historia estuviese entregada
a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido
tan poco curiosos los ingenios de la Mancha,
que no tuviesen en sus archivos o en sus
escritorios algunos papeles que de este famoso
caballero tratasen, y, así, con esta imaginación,
no se desesperó de hallar el fin de esta apacible
historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le
halló del modo que se contará en la segunda
parte.

                SEGUNDA PARTE

                DEL INGENIOSO

            hidalgo don Quijote de

                  la Mancha.

                 CAPITULO IX

    \Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla
    que el gallardo vizcaíno y el valiente
    manchego tuvieron./

  Dejamos en la primera parte de esta
historia al valeroso vizcaíno y al famoso don
Quijote con las espadas altas y desnudas, en
guisa de descargar dos furibundos fendientes,
tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos
se dividirían y fenderían de arriba a bajo y
abrirían como una granada; y que en aquel
punto tan dudoso paró y quedó destroncada
tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia
su autor dónde se podría hallar lo que de ella
faltaba. Causóme esto mucha pesadumbre, porque
el gusto de haber leído tan poco se volvía
en disgusto de pensar el mal camino que se
ofrecía para hallar lo mucho que, a mi parecer,
faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa
imposible y fuera de toda buena costumbre,
que a tan buen caballero le hubiese faltado
algún sabio que tomara a cargo el escribir
sus nunca vistas hazañas, cosa que no faltó a
ninguno de los caballeros andantes,

          ``de los que dicen las gentes
          que van a sus aventuras'',

porque cada uno de ellos tenía uno o dos sabios,
como de molde, que no solamente escribían
sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos
pensamientos y niñerías, por más escondidas
que fuesen. Y no había de ser tan desdichado
tan buen caballero, que le faltase a él
lo que sobró a \Platir/ y a otros semejantes.
Y, así, no podía inclinarme a creer que tan
gallarda historia hubiese quedado manca y
estropeada, y echaba la culpa a la malignidad
del tiempo, devorador y consumidor de todas
las cosas, el cual, o la tenía oculta o
consumida.

  Por otra parte, me parecía que, pues entre
sus libros se habían hallado tan modernos como
\Desengaño de celos/ y \Ninfas y pastores de
Henares/, que también su historia debía de
ser moderna, y que, ya que no estuviese escrita,
estaría en la memoria de la gente de su
aldea y de las a ella circunvecinas. Esta
imaginación me traía confuso y deseoso de saber
real y verdaderamente toda la vida y milagros
de nuestro famoso español don Quijote de la
Mancha, luz y espejo de la caballería manchega,
y el primero que en nuestra edad y en estos
tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y
ejercicio de las andantes armas, y al de
desfacer agravios, socorrer viudas, amparar
doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes
y palafrenes, y con toda su virginidad a
cuestas, de monte en monte y de valle en valle;
que si no era que algún follón, o algún villano
de hacha y capellina, o algún descomunal
gigante las forzaba, doncella hubo en los
pasados tiempos que, al cabo de ochenta años,
que en todos ellos no durmió un día debajo
de tejado, se fue tan entera a la sepultura
como la madre que la había parido.

  Digo, pues, que por estos y otros muchos
respetos, es digno nuestro gallardo Quijote de
continuas y memorables alabanzas, y aun a mí
no se me deben negar por el trabajo y diligencia
que puse en buscar el fin de esta agradable
historia. Aunque bien sé que si el cielo, el
caso y la fortuna no me ayudan, el mundo
quedará falto y sin el pasatiempo y gusto que
bien casi dos horas podrá tener el que con
atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en
esta manera.

  Estando yo un día en el Alcaná de Toledo,
llegó un muchacho a vender unos cartapacios
y papeles viejos a un sedero, y como yo soy
aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos
de las calles, llevado de esta mi natural
inclinación, tomé un cartapacio de los que el
muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser
arábigos. Y puesto que, aunque los conocía,
no los sabía leer, anduve mirando si parecía
por allí algún morisco aljamiado que los leyese;
y no fue muy dificultoso hallar intérprete
semejante, pues aunque le buscara de otra
mejor y más antigua lengua le hallara. En fin,
la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi
deseo y poniéndole el libro en las manos, le
abrió por medio, y leyendo un poco en él, se
comenzó a reír.

  Preguntéle yo que de qué se reía, y
respondióme que de una cosa que tenía aquel
libro escrita en el margen por anotación.
Díjele que me la dijese, y él, sin dejar la
risa, dijo:

  ``Está, como he dicho, aquí, en el margen,
escrito esto: «Esta Dulcinea del Toboso, tantas
veces en esta historia referida, dicen que tuvo
la mejor mano para salar puercos que otra
mujer de toda la Mancha.»''

  Cuando yo oí decir ``Dulcinea del Toboso'',
quedé atónito y suspenso, porque luego se me
representó que aquellos cartapacios contenían
la historia de don Quijote. Con esta imaginación
le di prisa que leyese el principio, y,
haciéndolo así, volviendo de improviso el
arábigo en castellano, dijo que decía: \Historia
de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide
Hamete Benengeli, historiador arábigo/.

  Mucha discreción fue menester para disimular
el contento que recibí cuando llegó a mis
oídos el título del libro, y, salteándosele al
sedero, compré al muchacho todos los papeles y
cartapacios por medio real; que si él tuviera
discreción y supiera lo que yo los deseaba,
bien se pudiera prometer y llevar más de seis
reales de la compra.

  Apartéme luego con el morisco por el claustro
de la iglesia mayor, y roguéle me volviese
aquellos cartapacios, todos los que trataban de
don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles
ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él
quisiese. Contentóse con dos arrobas de
pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de
traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad.
Pero yo, por facilitar más el negocio y por
no dejar de la mano tan buen hallazgo, le
traje a mi casa, donde en poco más de mes y
medio la tradujo toda, del mismo modo
que aquí se refiere.

  Estaba en el primero cartapacio pintada, muy
al natural, la batalla de don Quijote con el
vizcaíno, puestos en la misma postura que la
historia cuenta: levantadas las espadas, el
uno cubierto de su rodela, el otro de la
almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que
estaba mostrando ser de alquiler a tiro de
ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un
título que decía: \Don Sancho de Azpeitia/,
que sin duda debía de ser su nombre, y a los
pies de Rocinante estaba otro que decía: \Don
Quijote/. Estaba Rocinante maravillosamente
pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y
flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado,
que mostraba bien al descubierto con cuánta
advertencia y propiedad se le había puesto
el nombre de Rocinante. Junto a él estaba
Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a
los pies del cual estaba otro rótulo que decía:
\Sancho Zancas/, y debía de ser que tenía, a lo
que mostraba la pintura, la barriga grande, el
talle corto y las zancas largas, y por esto se le
debió de poner nombre de \Panza/, y de \Zancas/;
que con estos dos sobrenombres le llama algunas
veces la historia.

  Otras algunas menudencias había que advertir;
pero todas son de poca importancia, y
que no hacen al caso a la verdadera relación
de la historia, que ninguna es mala como sea
verdadera. Si a ésta se le puede poner alguna
objeción cerca de su verdad, no podrá ser
otra sino haber sido su autor arábigo, siendo
muy propio de los de aquella nación ser
mentirosos, aunque, por ser tan nuestros enemigos,
antes se puede entender haber quedado falto en
ella que demasiado. Y así me parece a mí,
pues cuando pudiera y debiera extender la
pluma en las alabanzas de tan buen caballero,
parece que de industria las pasa en silencio:
cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y
debiendo ser los historiadores puntuales,
verdaderos y no nada apasionados, y que ni el
interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no
les hagan torcer del camino de la verdad,
cuya madre es la historia, émula del tiempo,
depósito de las acciones, testigo de lo pasado,
ejemplo y aviso de lo presente, advertencia
de lo por venir. En ésta sé que se hallará
todo lo que se acertare a desear en la más
apacible; y si algo bueno en ella faltare, para
mí tengo que fue por culpa del galgo de su
autor, antes que por falta del sujeto.

  En fin, su segunda parte, siguiendo la
traducción, comenzaba de esta manera:

  Puestas y levantadas en alto las cortadoras
espadas de los dos valerosos y enojados
combatientes, no parecía sino que estaban
amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era
el denuedo y continente que tenían. Y el
primero que fue a descargar el golpe fue el colérico
vizcaíno, el cual fue dado con tanta fuerza
y tanta furia, que, a no volvérsele la espada
en el camino, aquel solo golpe fuera bastante
para dar fin a su rigurosa contienda y a todas
las aventuras de nuestro caballero; mas la
buena suerte, que para mayores cosas le tenía
guardado, torció la espada de su contrario, de
modo que, aunque le acertó en el hombro
izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle
todo aquel lado, llevándole de camino gran
parte de la celada, con la mitad de la oreja;
que todo ello con espantosa ruina vino al
suelo, dejándole muy maltrecho.

  ¡Válgame Dios, y quién será aquel que
buenamente pueda contar ahora la rabia que entró
en el corazón de nuestro manchego, viéndose
parar de aquella manera! No se diga más sino
que fue de manera, que se alzó de nuevo en
los estribos, y, apretando más la espada en las
dos manos, con tal furia descargó sobre el
vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada
y sobre la cabeza, que, sin ser parte tan buena
defensa, como si cayera sobre él una montaña,
comenzó a echar sangre por las narices y por
la boca y por los oídos, y a dar muestras de
caer de la mula abajo, de donde cayera, sin
duda, si no se abrazara con el cuello; pero
con todo eso, sacó los pies de los estribos, y
luego soltó los brazos, y la mula, espantada
del terrible golpe, dio a correr por el campo, y,
a pocos corcovos dio con su dueño en tierra.

  Estábaselo con mucho sosiego mirando don
Quijote, y, como lo vio caer, saltó de su
caballo, y con mucha ligereza se llegó a él, y,
poniéndole la punta de la espada en los ojos, le
dijo que se rindiese; si no, que le cortaría
la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que
no podía responder palabra, y él lo pasara
mal, según estaba ciego don Quijote, si las
señoras del coche, que hasta entonces con
gran desmayo habían mirado la pendencia, no
fueran a donde estaba y le pidieran con
mucho encarecimiento, les hiciese tan gran
merced y favor de perdonar la vida a aquel su
escudero.

  A lo cual don Quijote respondió con mucho
entono y gravedad:

  ``Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy
contento de hacer lo que me pedís; mas ha de
ser con una condición y concierto, y es que
este caballero me ha de prometer de ir al
lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante
la sin par doña Dulcinea, para que ella haga
de él lo que más fuere de su voluntad.''

  Las temerosas y desconsoladas señoras,
sin entrar en cuenta de lo que don
Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea
fuese, le prometieron que el escudero haría
todo aquello que de su parte le fuese
mandado.

  ``Pues en fe de esa palabra, yo no le haré
más daño, puesto que me lo tenía bien
merecido.''

                  CAPITULO X

    \De lo que más le avino a don Quijote con
      el vizcaíno y del peligro en que se vio con
      una turba de yangüeses/.

  Ya en este tiempo se había levantado Sancho
Panza, algo maltratado de los mozos de los
frailes, y había estado atento a la batalla de su
señor don Quijote, y rogaba a Dios en su
corazón fuese servido de darle vitoria, y que en
ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese
gobernador, como se lo había prometido.
Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que
su amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a
tenerle el estribo, y antes que subiese se hincó
de rodillas delante de él, y, asiéndole de la
mano, se la besó y le dijo:

  ``Sea vuestra merced servido, señor don
Quijote mío, de darme el gobierno de la
ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha
ganado; que, por grande que sea, yo me siento
con fuerzas de saberla gobernar, tal y tan bien
como otro que haya gobernado ínsulas en el
mundo.''

  A lo cual respondió don Quijote:

  ``Advertid, hermano Sancho, que esta
aventura, y las a ésta semejantes, no son
aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las
cuales no se gana otra cosa que sacar rota la
cabeza o una oreja menos. Tened paciencia;
que aventuras se ofrecerán donde no
solamente os pueda hacer gobernador, sino más
adelante.''

  Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole
otra vez la mano y la falda de la loriga, le
ayudó a subir sobre Rocinante, y él subió sobre su
asno, y comenzó a seguir a su señor, que, a
paso tirado, sin despedirse ni hablar más con
las del coche, se entró por un bosque que allí
junto estaba. Seguíale Sancho a todo el trote
de su jumento, pero caminaba tanto Rocinante,
que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar
voces a su amo que se aguardase. Hízolo así
don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante
hasta que llegase su cansado escudero, el
cual, en llegando, le dijo:

  ``Paréceme, señor, que sería acertado irnos
a retraer a alguna iglesia; que, según quedó
maltrecho aquél con quien os combatisteis, no
será mucho que den noticia del caso a la Santa
Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo
hacen, que primero que salgamos de la
cárcel, que nos ha de sudar el hopo.''

  ``Calla'', dijo don Quijote. ``¿Y dónde has
visto tú, o leído jamás, que caballero andante
haya sido puesto ante la justicia por más
homicidios que hubiese cometido?''

  ``Yo no sé nada de omecillos'', respondió
Sancho, ``ni en mi vida le caté a ninguno; sólo
sé que la Santa Hermandad tiene que ver con
los que pelean en el campo, y en esotro no
me entremeto.''

  ``Pues no tengas pena, amigo'', respondió
don Quijote; ``que yo te sacaré de las manos
de los caldeos, cuanto más de las de la
Hermandad. Pero dime, por tu vida: ¿has visto
más valeroso caballero que yo en todo lo
descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias
otro que tenga ni haya tenido más brío en
acometer, más aliento en el perseverar, más
destreza en el herir, ni más maña en el derribar?''

  ``La verdad sea'', respondió Sancho, ``que yo
no he leído ninguna historia jamás, porque ni
sé leer ni escribir; mas lo que osaré apostar
es que más atrevido amo que vuestra merced
yo no le he servido en todos los días de mi
vida, y quiera Dios que estos atrevimientos
no se paguen donde tengo dicho. Lo que le
ruego a vuestra merced es que se cure, que
le va mucha sangre de esa oreja; que aquí
traigo hilas y un poco de ungüento blanco en
las alforjas.''

  ``Todo eso fuera bien escusado'', respondió
don Quijote, ``si a mí se me acordara de hacer
una redoma del bálsamo de Fierabrás; que con
sola una gota se ahorraran tiempo y
medicinas.''

  ``¿Qué redoma y qué bálsamo es ése?'' dijo
Sancho Panza.

  ``Es un bálsamo'', respondió don Quijote,
``de quien tengo la receta en la memoria, con
el cual no hay que tener temor a la muerte, ni
hay pensar morir de ferida alguna. Y, así,
cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
que hacer sino que, cuando vieres que en
alguna batalla me han partido por medio del
cuerpo, como muchas veces suele acontecer,
bonitamente la parte del cuerpo que hubiere
caído en el suelo, y con mucha sutileza,
antes que la sangre se hiele, la pondrás sobre
la otra mitad que quedare en la silla,
advirtiendo de encajarlo igualmente y al justo.
Luego me darás a beber solos dos tragos del
bálsamo que he dicho, y verásme quedar
más sano que una manzana.''

  ``Si eso hay'', dijo Panza, ``yo renuncio desde
aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no
quiero otra cosa en pago de mis muchos y
buenos servicios, sino que vuestra merced me
dé la receta de ese extremado licor; que para
mí tengo que valdrá la onza, adondequiera,
más de a dos reales, y no he menester yo más
para pasar esta vida honrada y descansadamente.
Pero es de saber ahora si tiene mucha
costa el hacerle.''

  ``Con menos de tres reales se pueden hacer
tres azumbres'', respondió don Quijote.

  ``¡Pecador de mí!'', replicó Sancho, ``¿pues a
qué aguarda vuestra merced a hacerle y a
enseñármele?''

  ``Calla, amigo'', respondió don Quijote; ``que
mayores secretos pienso enseñarte y mayores
mercedes hacerte; y por ahora curémonos,
que la oreja me duele más de lo que yo
quisiera.''

  Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento.
Mas cuando don Quijote llegó a ver rota su
celada, pensó perder el juicio, y, puesta la
mano en la espada y alzando los ojos al cielo,
dijo:

  ``Yo hago juramento al Criador de todas las
cosas, y a los santos cuatro Evangelios donde
más largamente están escritos, de hacer la vida
que hizo el grande Marqués de Mantua cuando
juró de vengar la muerte de su sobrino
Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles,
ni con su mujer folgar, y otras cosas
que, aunque de ellas no me acuerdo, las doy
aquí por expresadas, hasta tomar entera venganza
del que tal desaguisado me fizo.''

  Oyendo esto Sancho, le dijo:

  ``Advierta vuestra merced, señor don Quijote,
que si el caballero cumplió lo que se le
dejó ordenado de irse a presentar ante
mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido
con lo que debía, y no merece otra pena
si no comete nuevo delito.''

  ``Has hablado y apuntado muy bien'',
respondió don Quijote; ``y, así, anulo el
juramento en cuanto lo que toca a tomar de él
nueva venganza; pero hágole y confírmole de
nuevo de hacer la vida que he dicho hasta
tanto que quite por fuerza otra celada, tal
y tan buena como ésta, a algún caballero. Y
no pienses, Sancho, que así a humo de pajas
hago esto; que bien tengo a quien imitar en
ello, que esto mismo pasó al pie de la
letra sobre el yelmo de Mambrino, que tan
caro le costó a Sacripante.''

  ``Que dé al diablo vuestra merced tales
juramentos, señor mío'', replicó Sancho, ``que son
muy en daño de la salud y muy en perjuicio
de la conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso
en muchos días no topamos hombre armado
con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de
cumplir el juramento a despecho de tantos
inconvenientes e incomodidades como será el
dormir vestido, y el no dormir en poblado, y
otras mil penitencias que contenía el juramento
de aquel loco viejo del Marqués de Mantua,
que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire
vuestra merced bien que por todos estos caminos
no andan hombres armados, sino arrieros
y carreteros, que no sólo no traen celadas, pero
quizá no las han oído nombrar en todos los
días de su vida.''

  ``Engáñaste en eso'', dijo don Quijote,
``porque no habremos estado dos horas por
estas encrucijadas, cuando veamos más armados
que los que vinieron sobre Albraca a la
conquista de Angélica la Bella.''

  ``Alto, pues; sea así'', dijo Sancho, ``y
a Dios plazca que nos suceda bien, y que se
llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que
tan cara me cuesta, y muérame yo luego.''

  ``Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso
cuidado alguno; que, cuando faltare ínsula,
ahí está el reino de Dinamarca o el de
Sobradisa, que te vendrán como anillo al dedo,
y más que, por ser en tierra firme, te debes
más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo,
y mira si traes algo en esas alforjas que
comamos, porque vamos luego en busca de
algún castillo donde alojemos esta noche y
hagamos el bálsamo que te he dicho, porque
yo te voto a Dios, que me va doliendo mucho
la oreja.''

  ``Aquí traigo una cebolla y un poco de
queso y no sé cuántos mendrugos de pan'', dijo
Sancho; ``pero no son manjares que pertenecen
a tan valiente caballero como vuestra
merced.''

  ``Qué mal lo entiendes'', respondió don
Quijote; ``hágote saber, Sancho, que es honra de
los caballeros andantes no comer en un mes,
y ya que coman, sea de aquello que hallaren
más a mano; y esto se te hiciera cierto si
hubieras leído tantas historias como yo, que,
aunque han sido muchas, en todas ellas no he
hallado hecha relación de que los caballeros
andantes comiesen, si no era acaso y en
algunos suntuosos banquetes que les hacían, y
los demás días se los pasaban en flores.
Y aunque se deja entender que no podían
pasar sin comer y sin hacer todos los otros
menesteres naturales, porque, en efecto, eran
hombres como nosotros, hase de entender
también que, andando lo más del tiempo de
su vida por las florestas y despoblados, y sin
cocinero, que su más ordinaria comida sería
de viandas rústicas, tales como las que tú ahora
me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te
congoje lo que a mí me da gusto; ni querrás
tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería
andante de sus quicios.''

  ``Perdóneme vuestra merced'', dijo Sancho;
``que como yo no sé leer ni escribir, como
otra vez he dicho, no sé ni he caído en las
reglas de la profesión caballeresca, y de aquí
adelante yo proveeré las alforjas de todo
género de fruta seca para vuestra merced, que es
caballero, y para mí las proveeré, pues no lo
soy, de otras cosas volátiles y de más
sustancia.''

  ``No digo yo, Sancho'', replicó don Quijote,
``que sea forzoso a los caballeros andantes no
comer otra cosa sino esas frutas que dices,
sino que su más ordinario sustento debía de
ser de ellas, y de algunas hierbas que hallaban
por los campos, que ellos conocían y yo
también conozco.''

  ``Virtud es'', respondió Sancho, ``conocer
esas hierbas, que, según yo me voy imaginando,
algún día será menester usar de ese
conocimiento.''

  Y sacando, en esto, lo que dijo que traía,
comieron los dos en buena paz y compaña.
Pero deseosos de buscar dónde alojar aquella
noche, acabaron con mucha brevedad su pobre
y seca comida. Subieron luego a caballo,
y diéronse prisa por llegar a poblado antes
que anocheciese; pero faltóles el sol, y la
esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a
unas chozas de unos cabreros, y, así,
determinaron de pasarla allí; que, cuanto fue de
pesadumbre para Sancho no llegar a poblado,
fue de contento para su amo dormirla al cielo
descubierto, por parecerle que cada vez que
esto le sucedía era hacer un acto posesivo
que facilitaba la prueba de su caballería.

                 CAPITULO XI

   \De lo que le sucedió a don Quijote con unos
                  cabreros./

  Fue recogido de los cabreros con buen
ánimo, y habiendo Sancho, lo mejor que pudo,
acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue
tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos
de cabra, que hirviendo al fuego en un caldero
estaban; y, aunque él quisiera en aquel mismo
punto ver si estaban en sazón de trasladarlos
del caldero al estómago, lo dejó de
hacer, porque los cabreros los quitaron del
fuego, y, tendiendo por el suelo unas pieles
de ovejas, aderezaron con mucha prisa su
rústica mesa, y convidaron a los dos, con
muestras de muy buena voluntad, con lo que
tenían. Sentáronse a la redonda de las pieles
seis de ellos, que eran los que en la majada había,
habiendo primero, con groseras ceremonias,
rogado a don Quijote que se sentase sobre
un dornajo que vuelto del revés le pusieron.
Sentóse don Quijote, y quedábase Sancho en
pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:

  ``Porque veas, Sancho, el bien que en sí
encierra la andante caballería, y cuán a pique
están los que en cualquiera ministerio de ella se
ejercitan de venir brevemente a ser honrados
y estimados del mundo, quiero que aquí, a mi
lado y en compañía de esta buena gente, te
sientes, y que seas una misma cosa conmigo,
que soy tu amo y natural señor; que comas en
mi plato y bebas por donde yo bebiere, porque
de la caballería andante se puede decir lo
mismo que del amor se dice: que todas
las cosas iguala.''

  ``Gran merced'', dijo Sancho; ``pero sé decir
a vuestra merced que como yo tuviese bien
de comer, también y mejor me lo comería
en pie y a mis solas como sentado a par de
un emperador. Y aun si va a decir verdad,
mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón,
sin melindres ni respetos, aunque sea pan
y cebolla, que los gallipavos de otras mesas
donde me sea forzoso mascar despacio, beber
poco, limpiarme a menudo, no estornudar, ni
toser si me viene gana, ni hacer otras cosas
que la soledad y la libertad traen consigo.
Así que, señor mío, estas honras que
vuestra merced quiere darme por ser ministro
y adherente de la caballería andante, como lo
soy siendo escudero de vuestra merced,
conviértalas en otras cosas que me sean de más
cómodo y provecho; que éstas, aunque las doy
por bien recibidas, las renuncio para desde
aquí al fin del mundo.''

  ``Con todo eso, te has de sentar, porque a
quien se humilla Dios le ensalza.''

  Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que
junto de él se sentase.

  No entendían los cabreros aquella jerigonza
de escuderos y de caballeros andantes, y no
hacían otra cosa que comer y callar, y mirar
a sus huéspedes, que, con mucho donaire y
gana, embaulaban tasajo como el puño. Acabado
el servicio de carne, tendieron sobre las
zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas,
y juntamente pusieron un medio queso, más
duro que si fuera hecho de argamasa. No
estaba en esto ocioso el cuerno, porque andaba
a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya vacío,
como arcaduz de noria, que con facilidad
vació un zaque de dos que estaban de
manifiesto.

  Después que don Quijote hubo bien satisfecho
su estómago, tomó un puño de bellotas
en la mano, y, mirándolas atentamente, soltó
la voz a semejantes razones:

  ``¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a
quien los antiguos pusieron nombre de dorados;
y no porque en ellos el oro, que en esta
nuestra edad de hierro tanto se estima, se
alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna,
sino porque entonces los que en ella vivían
ignoraban estas dos palabras de \tuyo/ y \mío/!
Eran en aquella santa edad todas las cosas
comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar
su ordinario sustento, tomar otro trabajo que
alzar la mano y alcanzarle de las robustas
encinas, que liberalmente les estaban convidando
con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes
y corrientes ríos, en magnífica abundancia,
sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En
las quiebras de las peñas y en lo hueco de los
árboles formaban su república las solícitas y
discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano,
sin interés alguno, la fértil cosecha de su
dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques
despedían de sí, sin otro artificio que el de su
cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que
se comenzaron a cubrir las casas, sobre
rústicas estacas sustentadas, no más que para
defensa de las inclemencias del cielo. Todo era
paz entonces, todo amistad, todo concordia;
aún no se había atrevido la pesada reja del corvo
arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas
de nuestra primera madre, que ella, sin ser
forzada, ofrecía por todas las partes de su fértil
y espacioso seno lo que pudiese hartar,
sustentar y deleitar a los hijos que entonces la
poseían.

  ``Entonces sí que andaban las simples y hermosas
zagalejas de valle en valle y de otero en
otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos
de aquellos que eran menester para cubrir
honestamente lo que la honestidad quiere y
ha querido siempre que se cubra, y no eran
sus adornos de los que ahora se usan, a quien
la púrpura de Tiro y la por tantos modos
martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas
verdes de lampazos y hiedra entretejidas,
con lo que quizá iban tan pomposas y
compuestas como van ahora nuestras cortesanas
con las raras y peregrinas invenciones que la
curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces
se decoraban los conceptos amorosos del alma
simple y sencillamente, del mismo modo
y manera que ella los concebía, sin buscar
artificioso rodeo de palabras para encarecerlos.
No había la fraude, el engaño ni la malicia,
mezcládose con la verdad y llaneza. La
justicia se estaba en sus propios términos,
sin que la osasen turbar ni ofender los del
favor y los del interese, que tanto ahora la
menoscaban, turban y persiguen. La ley del
encaje aún no se había sentado en el
entendimiento del juez, porque entonces no había
que juzgar, ni quien fuese juzgado. Las
doncellas y la honestidad andaban, como tengo
dicho, por dondequiera, sola y señera, sin
temor que la ajena desenvoltura y lascivo
intento le menoscabasen, y su perdición
nacía de su gusto y propia voluntad. Y ahora,
en estos nuestros detestables siglos, no
está segura ninguna, aunque la oculte y cierre
otro nuevo laberinto como el de Creta; porque
allí, por los resquicios, o por el aire, con el celo
de la maldita solicitud, se les entra la amorosa
pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento
al traste. Para cuya seguridad, andando
más los tiempos y creciendo más la malicia, se
instituyó la orden de los caballeros andantes
para defender las doncellas, amparar las
viudas, y socorrer a los huérfanos y a los
menesterosos.

  ``De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a
quien agradezco el agasajo y buen acogimiento
que hacéis a mí y a mi escudero. Que,
aunque por ley natural están todos los que
viven obligados a favorecer a los caballeros
andantes, todavía, por saber que sin saber
vosotros esta obligación me acogisteis y regalasteis,
es razón que con la voluntad a mí posible
os agradezca la vuestra.''

  Toda esta larga arenga, que se pudiera muy
bien excusar, dijo nuestro caballero, porque
las bellotas que le dieron le trajeron a la
memoria la edad dorada. Y antojósele hacer aquel
inútil razonamiento a los cabreros, que, sin
responderle palabra, embobados y suspensos,
le estuvieron escuchando. Sancho, asimismo,
callaba y comía bellotas, y visitaba
muy a menudo el segundo zaque, que, porque
se enfriase el vino, le tenían colgado de un
alcornoque.

  Más tardó en hablar don Quijote que en
acabarse la cena; al fin de la cual uno de los
cabreros dijo:

  ``Para que con más veras pueda vuestra
merced decir, señor caballero andante, que le
agasajamos con pronta y buena voluntad,
queremos darle solaz y contento con hacer
que cante un compañero nuestro, que no tardará
mucho en estar aquí. El cual es un zagal
muy entendido y muy enamorado, y que, sobre
todo, sabe leer y escribir, y es músico de un
rabel que no hay más que desear.''

  Apenas había el cabrero acabado de decir
esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel,
y de allí a poco llegó el que le tañía, que era
un mozo de hasta veinte y dos años, de muy
buena gracia. Preguntáronle sus compañeros
si había cenado, y, respondiendo que sí, el que
había hecho los ofrecimientos le dijo:

  ``De esa manera, Antonio, bien podrás
hacernos placer de cantar un poco, porque vea
este señor huésped que tenemos, que también
por los montes y selvas hay quien sepa de
música. Hémosle dicho tus buenas habilidades,
y deseamos que las muestres y nos saques
verdaderos; y, así, te ruego por tu vida
que te sientes y cantes el romance de tus amores,
que te compuso el beneficiado tu tío, que
en el pueblo ha parecido muy bien.''

  ``Que me place'', respondió el mozo.

  Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el
tronco de una desmochada encina, y, templando
su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia,
comenzó a cantar, diciendo de esta manera:

                 ANTONIO

        Yo sé, Olalla, que me adoras,
      puesto que no me lo has dicho
      ni aun con los ojos siquiera,
      mudas lenguas de amoríos.
        Porque sé que eres sabida,
      en que me quieres me afirmo;
      que nunca fue desdichado
      amor que fue conocido.
        Bien es verdad, que tal vez,
      Olalla, me has dado indicio
      que tienes de bronce el alma
      y el blanco pecho de risco.
        Más allá, entre tus reproches
      y honestísimos desvíos,
      tal vez la esperanza muestra
      la orilla de su vestido.
        Abalánzase al señuelo
      mi fe, que nunca ha podido,
      ni menguar por no llamado,
      ni crecer por escogido.
        Si el amor es cortesía,
      de la que tienes colijo,
      que el fin de mis esperanzas
      ha de ser cual imagino.
        Y si son servicios parte
      de hacer un pecho benigno,
      algunos de los que he hecho
      fortalecen mi partido.
        Porque si has mirado en ello,
      más de una vez habrás visto
      que me he vestido en los lunes
      lo que me honraba el domingo.
        Como el amor y la gala
      andan un mismo camino,
      en todo tiempo a tus ojos
      quise mostrarme polido.
        Dejo el bailar por tu causa,
      ni las músicas te pinto
      que has escuchado a deshoras
      y al canto del gallo primo.
        No cuento las alabanzas
      que de tu belleza he dicho;
      que, aunque verdaderas, hacen
      ser yo de algunas malquisto.
        Teresa del Berrocal,
      yo alabándote, me dijo:
      ``Tal piensa que adora a un ángel,
      y viene a adorar a un jimio,
        merced a los muchos dijes,
      y a los cabellos postizos,
      y a hipócritas hermosuras
      que engañan al amor mismo.''
        Desmentíla, y enojóse;
      volvió por ella su primo,
      desafióme, y ya sabes
      lo que yo hice y él hizo.
        No te quiero yo a montón,
      ni te pretendo y te sirvo
      por lo de barraganía,
      que más bueno es mi designio.
        Coyundas tiene la Iglesia
      que son lazadas de sirgo;
      pon tú el cuello en la gamella,
      verás como pongo el mío.
        Donde no, desde aquí juro
      por el santo más bendito
      de no salir de estas sierras
      sino para capuchino.

  Con esto dio el cabrero fin a su canto, y
aunque don Quijote le rogó que algo más
cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque
estaba más para dormir que para oír canciones.
Y así, dijo a su amo:

  ``Bien puede vuestra merced acomodarse
desde luego adonde ha de posar esta noche;
que el trabajo que estos buenos hombres
tienen todo el día no permite que pasen las
noches cantando.''

  ``Ya te entiendo, Sancho'', le respondió don
Quijote; ``que bien se me trasluce que las
visitas del zaque piden más recompensa de
sueño que de música.''

  ``A todos nos sabe bien, bendito sea Dios'',
respondió Sancho.

  ``No lo niego'', replicó don Quijote; ``pero
acomódate tú donde quisieres, que los de mi
profesión mejor parecen velando que
durmiendo. Pero, con todo esto, sería bien,
Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja,
que me va doliendo más de lo que es
menester.''

  Hizo Sancho lo que se le mandaba. Y, viendo
uno de los cabreros la herida, le dijo que
no tuviese pena, que él pondría remedio con
que fácilmente se sanase. Y, tomando algunas
hojas de romero, de mucho que por allí había,
las mascó y las mezcló con un poco de sal,
y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy
bien, asegurándole que no había menester otra
medicina, y así fue la verdad.

                 CAPITULO XII

    \De lo que contó un cabrero a los que estaban
                   con don Quijote./

  Estando en esto, llegó otro mozo de los que
les traían del aldea el bastimento, y dijo:

  ``¿Sabéis lo que pasa en el lugar,
compañeros?''

  ``¿Cómo lo podemos saber?'', respondió uno
de ellos.

  ``Pues sabed'', prosiguió el mozo, ``que
murió esta mañana aquel famoso pastor
estudiante llamado Grisóstomo y se murmura que
ha muerto de amores de aquella endiablada
moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico,
aquella que se anda en hábito de pastora por
esos andurriales.''

  ``Por Marcela dirás'', dijo uno.

  ``Por ésa digo'', respondió el cabrero. ``Y es
lo bueno que mandó en su testamento que le
enterrasen en el campo, como si fuera moro,
y que sea al pie de la peña donde está la
fuente del alcornoque; porque, según es fama,
y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde
él la vio la vez primera. Y también mandó
otras cosas, tales, que los abades del pueblo
dicen que no se han de cumplir, ni es bien que
se cumplan, porque parecen de gentiles. A
todo lo cual responde aquel gran su amigo
Ambrosio, el estudiante, que también se vistió
de pastor con él, que se ha de cumplir todo,
sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo,
y sobre esto anda el pueblo alborotado;
mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que
Ambrosio y todos los pastores, sus amigos,
quieren; y mañana le vienen a enterrar con
gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para
mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos,
yo no dejaré de ir a verla, si supiese no
volver mañana al lugar.''

  ``Todos haremos lo mismo'', respondieron
los cabreros, ``y echaremos suertes a quién
ha de quedar a guardar las cabras de todos.''

  ``Bien dices, Pedro'', dijo uno; ``que no
será menester usar de esa diligencia, que yo
me quedaré por todos; y no lo atribuyas a
virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no
me deja andar el garrancho que el otro día
me pasó este pie.''

  ``Con todo eso, te lo agradecemos'',
respondió Pedro.

  Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué
muerto era aquél y qué pastora aquélla. A lo
cual Pedro respondió que lo que sabía era
que el muerto era un hijodalgo rico, vecino
de un lugar que estaba en aquellas sierras,
el cual había sido estudiante muchos años en
Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto
a su lugar, con opinión de muy sabio y muy
leído. ``Principalmente, decían que sabía la
ciencia de las estrellas, y de lo que pasan allá
en el cielo el sol y la luna, porque puntualmente
nos decía el cris del sol y de la luna.''

  ``\Eclipse/ se llama, amigo, que no \cris/, el
oscurecerse esos dos luminares mayores'', dijo
don Quijote.

  Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió
su cuento, diciendo:

  ``Asimismo adivinaba cuándo había de
ser el año abundante o estil.''

  ``\Estéril/ queréis decir, amigo'', dijo don
Quijote.

  ``\Estéril/ o \estil/'', respondió Pedro, ``todo se
sale allá. Y digo que con esto que decía se
hicieron su padre y sus amigos, que le daban
crédito, muy ricos, porque hacían lo que él les
aconsejaba, diciéndoles: «Sembrad este año
cebada, no trigo; en éste podéis sembrar
garbanzos, y no cebada; el que viene será
de guilla de aceite; los tres siguientes no se
cogerá gota.»''

  ``Esa ciencia se llama astrología'', dijo don
Quijote.

  ``No sé yo cómo se llama'', replicó Pedro,
``mas sé que todo esto sabía, y aún más.
Finalmente, no pasaron muchos meses después
que vino de Salamanca, cuando un día
remaneció vestido de pastor, con su cayado y
pellico, habiéndose quitado los hábitos largos
que como escolar traía, y juntamente se vistió
con el de pastor otro su grande amigo,
llamado Ambrosio, que había sido su compañero
en los estudios. Olvidábaseme de decir cómo
Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre
de componer coplas; tanto, que él hacía los
villancicos para la noche del Nacimiento del
Señor y los autos para el día de Dios, que los
representaban los mozos de nuestro pueblo, y
todos decían que eran por el cabo. Cuando los
del lugar vieron tan de improviso vestidos de
pastores a los dos escolares, quedaron
admirados, y no podían adivinar la causa que
les había movido a hacer aquella tan extraña
mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre
de nuestro Grisóstomo, y él quedó heredado
en mucha cantidad de hacienda, así en muebles
como en raíces, y en no pequeña cantidad
de ganado mayor y menor, y en gran cantidad
de dineros; de todo lo cual quedó el mozo
señor desoluto, y en verdad que todo lo merecía;
que era muy buen compañero, y caritativo,
y amigo de los buenos, y tenía una cara
como una bendición. Después se vino a entender
que el haberse mudado de traje no había
sido por otra cosa que por andarse por estos
despoblados en pos de aquella pastora Marcela,
que nuestro zagal nombró denantes, de la
cual se había enamorado el pobre difunto de
Grisóstomo. Y quiero os decir ahora, porque
es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza;
quizá, y aun sin quizá, no habréis oído
semejante cosa en todos los días de vuestra vida,
aunque viváis más años que Sarna.''

  ``Decid \Sarra/'', replicó don Quijote, no
pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del
cabrero.

  ``Harto vive la sarna'', respondió Pedro; ``y
si es, señor, que me habéis de andar zahiriendo
a cada paso los vocablos, no acabaremos en
un año.''

  ``Perdonad, amigo'', dijo don Quijote; ``que
por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os
lo dije. Pero vos respondisteis muy bien,
porque vive más sarna que Sarra; y proseguid
vuestra historia, que no os replicaré más en
nada.''

  ``Digo, pues, señor mío de mi alma'', dijo el
cabrero, ``que en nuestra aldea hubo un labrador,
aún más rico que el padre de Grisóstomo,
el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio
Dios, amén de las muchas y grandes riquezas,
una hija de cuyo parto murió su madre, que
fue la más honrada mujer que hubo en todos
estos contornos. No parece sino que ahora la
veo, con aquella cara que del un cabo tenía
el sol y del otro la luna, y, sobre todo,
hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo
que debe de estar su ánima a la hora de
ahora gozando de Dios en el otro mundo.
De pesar de la muerte de tan buena mujer
murió su marido Guillermo, dejando a su hija
Marcela, muchacha y rica, en poder de un
tío suyo, sacerdote y beneficiado en nuestro
lugar. Creció la niña con tanta belleza, que
nos hacía acordar de la de su madre, que la
tuvo muy grande, y, con todo esto, se juzgaba
que le había de pasar la de la hija.

  ``Y así fue, que, cuando llegó a edad de
catorce a quince años, nadie la miraba que
no bendecía a Dios, que tan hermosa la había
criado, y los más quedaban enamorados y
perdidos por ella. Guardábala su tío con mucho
recato y con mucho encerramiento; pero, con
todo esto, la fama de su mucha hermosura se
extendió de manera que, así por ella como
por sus muchas riquezas, no solamente de los
de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas
a la redonda, y de los mejores de ellos, era
rogado, solicitado e importunado su tío se la
diese por mujer. Más él, que a las derechas
es buen cristiano, aunque quisiera casarla
luego, así como la veía de edad, no quiso
hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la
ganancia y granjería que le ofrecía el tener la
hacienda de la moza, dilatando su casamiento.
Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo
en el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.
Que quiero que sepa, señor andante, que en
estos lugares cortos de todo se trata y de
todo se murmura. Y tened para vos, como yo
tengo para mí, que debía de ser demasiadamente
bueno el clérigo que obliga a sus feligreses
a que digan bien de él, especialmente en
las aldeas.''

  ``Así es la verdad'', dijo don Quijote, ``y
proseguid adelante; que el cuento es muy
bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy
buena gracia.''

  ``La del Señor no me falte, que es la que hace
al caso. Y en lo demás, sabréis que, aunque el
tío proponía a la sobrina y le decía las
calidades de cada uno en particular, de los muchos
que por mujer la pedían, rogándole que se
casase y escogiese a su gusto, jamás ella
respondió otra cosa sino que por entonces no
quería casarse, y que, por ser tan muchacha,
no se sentía hábil para poder llevar la carga
del matrimonio. Con estas que daba, al
parecer, justas excusas, dejaba el tío de
importunarla, y esperaba a que entrase algo más en
edad, y ella supiese escoger compañía a su
gusto. Porque decía él, y decía muy bien, que
no habían de dar los padres a sus hijos estado
contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando
no me cato, que remanece un día la melindrosa
Marcela hecha pastora; y, sin ser parte
su tío ni todos los del pueblo, que se lo
desaconsejaban, dio en irse al campo con las
demás zagalas del lugar, y dio en guardar su
mismo ganado. Y, así como ella salió en
público y su hermosura se vio al descubierto,
no os sabré buenamente decir cuántos ricos
mancebos, hidalgos y labradores, han tomado
el traje de Grisóstomo y la andan requebrando
por esos campos. Uno de los cuales, como ya
está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían
que la dejaba de querer, y la adoraba.

  ``Y no se piense que porque Marcela se puso
en aquella libertad y vida tan suelta, y de tan
poco o de ningún recogimiento, que por eso
ha dado indicio, ni por semejas, que venga en
menoscabo de su honestidad y recato; antes
es tanta y tal la vigilancia con que mira por
su honra, que de cuantos la sirven y solicitan
ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá
alabar, que le haya dado alguna pequeña
esperanza de alcanzar su deseo. Que, puesto que
no huye ni se esquiva de la compañía y
conversación de los pastores, y los trata cortés y
amigablemente, en llegando a descubrirle su
intención cualquiera de ellos, aunque sea tan
justa y santa como la del matrimonio, los arroja
de sí como con un trabuco. Y con esta manera
de condición hace más daño en esta tierra que
si por ella entrara la pestilencia; porque su
afabilidad y hermosura atrae los corazones de
los que la tratan a servirla y a amarla; pero su
desdén y desengaño los conduce a términos
de desesperarse, y, así, no saben qué decirle,
sino llamarla a voces cruel y desagradecida,
con otros títulos a éste semejantes, que
bien la calidad de su condición manifiestan.
Y si aquí estuvieseis, señor, algún día, veríais
resonar estas sierras y estos valles con los
lamentos de los desengañados que la siguen.

  ``No está muy lejos de aquí un sitio donde
hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay
ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado
y escrito el nombre de Marcela, y encima
de alguno, una corona grabada en el mismo
árbol, como si más claramente dijera
su amante que Marcela la lleva y la merece
de toda la hermosura humana. Aquí suspira
un pastor, allí se queja otro, acullá se
oyen amorosas canciones, acá desesperadas
endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de
la noche sentado al pie de alguna encina o
peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos,
embebecido y transportado en sus pensamientos,
le halló el sol a la mañana; y cuál hay
que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en
mitad del ardor de la más enfadosa siesta del
verano, tendido sobre la ardiente arena, envía
sus quejas al piadoso cielo; y de éste y de
aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y
desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela, y
todos los que la conocemos estamos esperando
en qué ha de parar su altivez, y quién ha de
ser el dichoso que ha de venir a domeñar
condición tan terrible y gozar de hermosura tan
extremada. Por ser todo lo que he contado tan
averiguada verdad, me doy a entender que
también lo es la que nuestro zagal dijo que
se decía de la causa de la muerte de Grisóstomo.
Y, así, os aconsejo, señor, que no dejéis
de hallaros mañana a su entierro, que será
muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos
amigos, y no está de este lugar a aquél
donde manda enterrarse media legua.''

  ``En cuidado me lo tengo'', dijo don
Quijote, ``y agradézcoos el gusto que me habéis
dado con la narración de tan sabroso cuento.''

  ``¡Oh!'', replicó el cabrero, ``aún no sé yo la
mitad de los casos sucedidos a los amantes de
Marcela; mas podría ser que mañana topásemos
en el camino algún pastor que nos los
dijese, y por ahora, bien será que os vais a
dormir debajo de techado, porque el sereno
os podría dañar la herida, puesto que es tal la
medicina que se os ha puesto, que no hay que
temer de contrario accidente.''

  Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto
hablar del cabrero, solicitó, por su parte, que
su amo se entrase a dormir en la choza de
Pedro. Hízolo así, y todo lo más de la noche
se le pasó en memorias de su señora Dulcinea,
a imitación de los amantes de Marcela.
Sancho Panza se acomodó entre Rocinante y
su jumento, y durmió, no como enamorado
desfavorecido, sino como hombre molido a
coces.

                CAPITULO XIII

    \Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela,
                  con otros sucesos./

  Mas apenas comenzó a descubrirse el día
por los balcones del Oriente, cuando los cinco
de los seis cabreros se levantaron y fueron a
despertar a don Quijote, y a decirle si estaba
todavía con propósito de ir a ver el famoso
entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían
compañía. Don Quijote, que otra cosa no
deseaba, se levantó y mandó a Sancho que
ensillase y enalbardase al momento, lo cual
él hizo con mucha diligencia, y con la misma
se pusieron luego todos en camino. Y no
hubieron andado un cuarto de legua, cuando,
al cruzar de una senda, vieron venir hacia
ellos hasta seis pastores, vestidos con
pellicos negros y coronadas las cabezas con
guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía
cada uno un grueso bastón de acebo en la
mano. Venían con ellos, asimismo, dos
gentiles hombres de a caballo, muy bien
aderezados de camino, con otros tres mozos de
a pie que los acompañaban. En llegándose
a juntar se saludaron cortésmente, y,
preguntándose los unos a los otros dónde iban,
supieron que todos se encaminaban al lugar del
entierro, y, así, comenzaron a caminar todos
juntos.

  Uno de los de a caballo, hablando con su
compañero, le dijo:

  ``Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de
dar por bien empleada la tardanza que
hiciéremos en ver este famoso entierro, que no
podrá dejar de ser famoso, según estos pastores
nos han contado extrañezas, así del muerto
pastor como de la pastora homicida.''

  ``Así me lo parece a mí'', respondió
Vivaldo; ``y no digo yo hacer tardanza de un
día, pero de cuatro la hiciera, a trueco de
verle.''

  Preguntóles don Quijote qué era lo que
habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El
caminante dijo que aquella madrugada habían
encontrado con aquellos pastores, y que, por
haberles visto en aquel tan triste traje, les
habían preguntado la ocasión por que iban de
aquella manera; que uno de ellos se lo contó,
contando la extrañeza y hermosura de una
pastora llamada Marcela, y los amores de muchos
que la recuestaban, con la muerte de aquel
Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente,
él contó todo lo que Pedro a don Quijote había
contado.

  Cesó esta plática, y comenzóse otra,
preguntando el que se llamaba Vivaldo a don
Quijote qué era la ocasión que le movía a
andar armado de aquella manera por tierra tan
pacífica.

  A lo cual respondió don Quijote:

  ``La profesión de mi ejercicio no consiente
ni permite que yo ande de otra manera. El
buen paso, el regalo y el reposo allá se
inventó para los blandos cortesanos; mas el
trabajo, la inquietud y las armas sólo se
inventaron e hicieron para aquellos que el mundo
llama caballeros andantes, de los cuales yo,
aunque indigno, soy el menor de todos.''

  Apenas le oyeron esto, cuando todos le
tuvieron por loco. Y por averiguarlo más y ver
qué género de locura era el suyo, le tornó a
preguntar Vivaldo, que qué quería decir
\caballeros andantes/.

  ``¿No han vuestras mercedes leído'', respondió
don Quijote, ``los anales e historias de
Inglaterra, donde se tratan las famosas fazañas
del rey Arturo, que continuamente en nuestro
romance castellano llamamos el rey Artús,
de quien es tradición antigua y común en todo
aquel reino de la gran Bretaña, que este rey
no murió, sino que, por arte de encantamiento,
se convirtió en cuervo, y que, andando los
tiempos, ha de volver a reinar y a cobrar su
reino y cetro; a cuya causa no se probará
que desde aquel tiempo a éste haya ningún
inglés muerto cuervo alguno? Pues en
tiempo de este buen rey fue instituida aquella
famosa orden de caballería de los caballeros
de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar
un punto, los amores que allí se cuentan de
don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra,
siendo medianera de ellos y sabidora aquella
tan honrada dueña Quintañona, de donde
nació aquel tan sabido romance, y tan decantado
en nuestra España, de:

           «Nunca fuera caballero
         de damas tan bien servido,
         como fuera Lanzarote
         cuando de Bretaña vino»,

con aquel progreso tan dulce y tan suave
de sus amorosos y fuertes fechos. Pues desde
entonces, de mano en mano, fue aquella orden
de caballería extendiéndose y dilatándose
por muchas y diversas partes del mundo. Y
en ella fueron famosos y conocidos por sus
fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos
sus hijos y nietos, hasta la quinta generación,
y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el
nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y
casi que en nuestros días vimos y
comunicamos y oímos al invencible y valeroso
caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues,
señores, es ser caballero andante, y la que he
dicho es la orden de su caballería; en la cual,
como otra vez he dicho, yo, aunque pecador,
he hecho profesión, y lo mismo que profesaron
los caballeros referidos profeso yo.
Y, así, me voy por estas soledades y
despoblados buscando las aventuras, con ánimo
deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a
la más peligrosa que la suerte me deparare,
en ayuda de los flacos y menesterosos.''

  Por estas razones que dijo, acabaron de
enterarse los caminantes que era don Quijote
falto de juicio, y del género de locura que lo
señoreaba, de lo cual recibieron la misma
admiración que recibían todos aquellos que
de nuevo venían en conocimiento de ella. Y
Vivaldo, que era persona muy discreta y de
alegre condición, por pasar sin pesadumbre el
poco camino que decían que les faltaba, al
llegar a la sierra del entierro, quiso darle
ocasión a que pasase más adelante con sus
disparates. Y así le dijo:

  ``Paréceme, señor caballero andante, que
vuestra merced ha profesado una de las más
estrechas profesiones que hay en la tierra, y
tengo para mí que aun la de los frailes
cartujos no es tan estrecha.''

  ``Tan estrecha bien podía ser'', respondió
nuestro don Quijote; ``pero tan necesaria en
el mundo, no estoy en dos dedos de ponerlo
en duda; porque, si va a decir verdad, no hace
menos el soldado que pone en ejecución lo
que su capitán le manda, que el mismo
capitán que se lo ordena. Quiero decir que los
religiosos, con toda paz y sosiego, piden al
cielo el bien de la tierra; pero los soldados
y caballeros ponemos en ejecución lo que
ellos piden, defendiéndola con el valor de
nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no
debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos
por blanco de los insufribles rayos del sol
en el verano y de los erizados hielos del
invierno. Así, que somos ministros de Dios en la
tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su
justicia. Y como las cosas de la guerra y las a
ellas tocantes y concernientes no se pueden
poner en ejecución sino sudando, afanando y
trabajando, síguese que aquellos que la
profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que
aquellos que en sosegada paz y reposo están
rogando a Dios favorezca a los que poco
pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por
pensamiento, que es tan buen estado el de
caballero andante como el del encerrado religioso;
sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que
sin duda es más trabajoso y más aporreado, y
más hambriento y sediento, miserable, roto y
piojoso; porque no hay duda sino que los
caballeros andantes pasados pasaron mucha
malaventura en el discurso de su vida. Y si
algunos subieron a ser emperadores por el valor
de su brazo, a fe que les costó buen porqué
de su sangre y de su sudor; y que si a los que
a tal grado subieron les faltaran encantadores
y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran
bien defraudados de sus deseos, y bien
engañados de sus esperanzas.''

  ``De ese parecer estoy yo'', replicó el
caminante; ``pero una cosa, entre otras muchas, me
parece muy mal de los caballeros andantes, y
es que, cuando se ven en ocasión de acometer
una grande y peligrosa aventura en que se ve
manifiesto peligro de perder la vida, nunca en
aquel instante de acometerla se acuerdan de
encomendarse a Dios, como cada cristiano
está obligado a hacer en peligros semejantes;
antes se encomiendan a sus damas, con tanta
gana y devoción, como si ellas fueran su Dios:
cosa que me parece que huele algo a
gentilidad.''

  ``Señor'', respondió don Quijote, ``eso no
puede ser menos en ninguna manera, y caería
en mal caso el caballero andante que otra cosa
hiciese; que ya está en uso y costumbre en la
caballería andantesca que el caballero andante
que al acometer algún gran fecho de armas
tuviese su señora delante, vuelva a ella los
ojos blanda y amorosamente, como que le pide
con ellos le favorezca y ampare en el dudoso
trance que acomete. Y aun si nadie le oye, está
obligado a decir algunas palabras entre dientes,
en que de todo corazón se le encomiende;
y de esto tenemos innumerables ejemplos en las
historias. Y no se ha de entender por esto que
han de dejar de encomendarse a Dios; que
tiempo y lugar les queda para hacerlo en el
discurso de la obra.''

  ``Con todo eso'', replicó el caminante, ``me
queda un escrúpulo, y es que muchas veces he
leído que se traban palabras entre dos andantes
caballeros, y, de una en otra, se les viene a
encender la cólera, y a volver los caballos y
tomar una buena pieza del campo, y luego, sin
más ni más, a todo el correr de ellos, se vuelven
a encontrar, y en mitad de la corrida se
encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder
del encuentro es que el uno cae por las ancas
del caballo pasado con la lanza del contrario
de parte a parte, y al otro le viene también,
que, a no tenerse a las crines del suyo, no
pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo
el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios
en el discurso de esta tan acelerada obra.
Mejor fuera que las palabras que en la carrera
gastó encomendándose a su dama, las gastara
en lo que debía y estaba obligado como
cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí que
no todos los caballeros andantes tienen damas
a quien encomendarse, porque no todos son
enamorados.''

  ``Eso no puede ser'', respondió don Quijote;
``digo que no puede ser que haya caballero
andante sin dama, porque tan propio y tan
natural les es a los tales ser enamorados como al
cielo tener estrellas. Y a buen seguro que no
se haya visto historia donde se halle caballero
andante sin amores, y, por el mismo caso que
estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo
caballero, sino por bastardo, y que entró en
la fortaleza de la caballería dicha, no por la
puerta, sino por las bardas, como salteador y
ladrón.''

  ``Con todo eso'', dijo el caminante, ``me
parece, si mal no me acuerdo, haber leído que
don Galaor, hermano del valeroso Amadís de
Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien
pudiese encomendarse, y con todo esto no fue
tenido en menos, y fue un muy valiente y
famoso caballero.''

  A lo cual respondió nuestro don Quijote:

  ``Señor, una golondrina sola no hace verano;
cuanto más que yo sé que de secreto estaba
ese caballero muy bien enamorado; fuera que
aquello de querer a todas bien cuantas bien
le parecían era condición natural a quien no
podía ir a la mano. Pero, en resolución,
averiguado está muy bien que él tenía una sola a
quien él había hecho señora de su voluntad, a
la cual se encomendaba muy a menudo y
muy secretamente, porque se preció de secreto
caballero.''

  ``Luego, si es de esencia que todo caballero
andante haya de ser enamorado'', dijo el
caminante, ``bien se puede creer que vuestra
merced lo es, pues es de la profesión. Y si es
que vuestra merced no se precia de ser tan
secreto como don Galaor, con las veras que
puedo le suplico, en nombre de toda esta
compañía y en el mío, nos diga el nombre,
patria, calidad y hermosura de su dama; que ella
se tendría por dichosa de que todo el mundo
sepa que es querida y servida de un tal
caballero como vuestra merced parece.''

  Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y dijo:

  ``Yo no podré afirmar si la dulce mi
enemiga gusta o no de que el mundo sepa que
yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo
que con tanto comedimiento se me pide, que
su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso,
un lugar de la Mancha; su calidad, por lo
menos, ha de ser de princesa, pues es reina y
señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues
en ella se vienen a hacer verdaderos todos los
imposibles y quiméricos atributos de belleza
que los poetas dan a sus damas: que sus
cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus
cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus
mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus
dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho,
marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes
que a la vista humana encubrió la honestidad
son tales, según yo pienso y entiendo, que
sólo la discreta consideración puede
encarecerlas y no compararlas.''

  ``El linaje, prosapia y alcurnia querríamos
saber'', replicó Vivaldo.

  A lo cual respondió don Quijote:

  ``No es de los antiguos Curcios, Gayos y
Cipiones romanos; ni de los modernos Colonas
y Ursinos; ni de los Moncadas y Requesenes de
Cataluña; ni menos de los Rebellas y Villanovas
de Valencia; Palafoxes, Nuzas, Rocabertis,
Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y
Gurreas de Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas
y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y
Meneses de Portugal; pero es de los del
Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno,
tal que puede dar generoso principio a las más
ilustres familias de los venideros siglos. Y no
se me replique en esto, si no fuere con las
condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de
las armas de Orlando, que decía:

                       ``Nadie las mueva,
   que estar no pueda con Roldán a prueba.''

  ``Aunque el mío es de los Cachopines de
Laredo'', respondió el caminante, ``no le
osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha,
puesto que, para decir verdad, semejante
apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.''

  ``¡Cómo eso no habrá llegado!'', replicó don
Quijote.

  Con gran atención iban escuchando todos
los demás la plática de los dos, y aun hasta los
mismos cabreros y pastores conocieron la
demasiada falta de juicio de nuestro don
Quijote. Sólo Sancho Panza pensaba que cuanto
su amo decía era verdad, sabiendo él quién
era y habiéndole conocido desde su nacimiento.
Y en lo que dudaba algo era en creer aquello
de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca
tal nombre ni tal princesa había llegado jamás
a su noticia, aunque vivía tan cerca del
Toboso.

  En estas pláticas iban, cuando vieron que,
por la quiebra que dos altas montañas hacían,
bajaban hasta veinte pastores, todos con
pellicos de negra lana vestidos, y coronados
con guirnaldas, que, a lo que después pareció,
eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis
de ellos traían unas andas, cubiertas de mucha
diversidad de flores y de ramos, lo cual visto
por uno de los cabreros, dijo:

  ``Aquellos que allí vienen son los que traen
el cuerpo de Grisóstomo y el pie de aquella
montaña es el lugar donde él mandó que le
enterrasen.''

  Por esto se dieron prisa a llegar, y fue a
tiempo que ya los que venían habían puesto
las andas en el suelo, y cuatro de ellos con
agudos picos estaban cavando la sepultura a un
lado de una dura peña. Recibiéronse los unos
y los otros cortésmente. Y luego don Quijote
y los que con él venían se pusieron a mirar
las andas, y en ellas vieron cubierto de flores
un cuerpo muerto, vestido como pastor, de
edad, al parecer, de treinta años; y, aunque
muerto, mostraba que vivo había sido de rostro
hermoso y de disposición gallarda. Alrededor
de él tenía en las mismas andas algunos
libros y muchos papeles abiertos y cerrados.
Y, así, los que esto miraban como los que
abrían la sepultura y todos los demás que allí
había, guardaban un maravilloso silencio, hasta
que uno de los que al muerto trajeron, dijo
a otro:

  ``Mirad bien, Ambrosio, si es éste el lugar
que Grisóstomo dijo, ya que queréis que
tan puntualmente se cumpla lo que dejó
mandado en su testamento.''

  ``Este es'', respondió Ambrosio; ``que muchas
veces en él me contó mi desdichado amigo
la historia de su desventura. Allí me dijo
él que vio la vez primera a aquella enemiga
mortal del linaje humano, y allí fue también
donde la primera vez le declaró su pensamiento,
tan honesto como enamorado; y allí fue la
última vez donde Marcela le acabó de desengañar
y desdeñar, de suerte que puso fin a la
tragedia de su miserable vida. Y aquí, en
memoria de tantas desdichas, quiso él que le
depositasen en las entrañas del eterno olvido.''

  Y volviéndose a don Quijote y a los
caminantes, prosiguió diciendo:

  ``Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos
estáis mirando, fue depositario de un alma en
quien el cielo puso infinita parte de sus
riquezas. Ese es el cuerpo de Grisóstomo, que fue
único en el ingenio, solo en la cortesía,
extremo en la gentileza, fénix en la amistad,
magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre
sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo
que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que
fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido;
adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera,
importunó a un mármol, corrió tras el viento,
dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud,
de quien alcanzó por premio ser despojos de
la muerte en la mitad de la carrera de su vida,
a la cual dio fin una pastora, a quien él
procuraba eternizar para que viviera en la memoria
de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien
esos papeles que estáis mirando, si él no me
hubiera mandado que los entregara al fuego
en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.''

  ``De mayor rigor y crueldad usaréis vos con
ellos'', dijo Vivaldo, ``que su mismo dueño,
pues no es justo ni acertado que se cumpla la
voluntad de quien lo que ordena va fuera de
todo razonable discurso; y no le tuviera bueno
Augusto César si consintiera que se pusiera
en ejecución lo que el divino Mantuano
dejó en su testamento mandado. Así que,
señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro
amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos
al olvido; que si él ordenó como agraviado, no
es bien que vos cumpláis como indiscreto. Antes
haced, dando la vida a estos papeles, que la
tenga siempre la crueldad de Marcela, para que
sirva de ejemplo en los tiempos que están por
venir, a los vivientes, para que se aparten y
huyan de caer en semejantes despeñaderos; que
ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia
de este vuestro enamorado y desesperado amigo,
y sabemos la amistad vuestra, y la ocasión
de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar
de la vida; de la cual lamentable historia
se puede sacar cuánta haya sido la crueldad
de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la
amistad vuestra, con el paradero que tienen
los que a rienda suelta corren por la senda que
el desvariado amor delante de los ojos les
pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo,
y que en este lugar había de ser enterrado,
y, así, de curiosidad y de lástima, dejamos
nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a
ver con los ojos lo que tanto nos había
lastimado en oírlo. Y en pago de esta lástima y del
deseo que en nosotros nació de remediarla si
pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio!,
a lo menos, yo te lo suplico de mi parte, que,
dejando de abrasar estos papeles, me dejes
llevar algunos de ellos.''

  Y, sin aguardar que el pastor respondiese,
alargó la mano y tomó algunos de los que más
cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:

  ``Por cortesía consentiré que os quedéis,
señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar
que dejaré de abrasar los que quedan, es
pensamiento vano.''

  Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles
decían, abrió luego él uno de ellos y vio que
tenía por título \Canción desesperada/. Oyólo
Ambrosio, y dijo:

  ``Ése es el último papel que escribió el
desdichado, y porque veáis, señor, en el término
que le tenían sus desventuras, leedle de modo
que seáis oído; que bien os dará lugar a ello
el que se tardare en abrir la sepultura.''

  ``Eso haré yo de muy buena gana'', dijo
Vivaldo.

  Y como todos los circunstantes tenían el
mismo deseo, se le pusieron a la redonda,
y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:

                 CAPITULO XIV

    \Donde se ponen los versos desesperados del
      difunto pastor, con otros no esperados
      sucesos./

            CANCION DE GRISOSTOMO

      Ya que quieres, cruel, que se publique
    de lengua en lengua y de una en otra gente
    del áspero rigor tuyo la fuerza,
    haré que el mismo infierno comunique
    al triste pecho mío un son doliente,
    con que el uso común de mi voz tuerza.
    Y al par de mi deseo, que se esfuerza
    a decir mi dolor y tus hazañas,
    de la espantable voz irá el acento,
    y en él mezcladas, por mayor tormento
    pedazos de las míseras entrañas.
    Escucha, pues, y presta atento oído,
    no al concertado son, sino al ruido
    que de lo hondo de mi amargo pecho,
    llevado de un forzoso desvarío
    por gusto mío sale y tu despecho.
      El rugir del león, del lobo fiero,
    el temeroso aullido, el silbo horrendo
    de escamosa serpiente, el espantable
    baladro de algún monstruo, el agorero
    graznar de la corneja, y el estruendo
    del viento contrastado en mar instable;
    del ya vencido toro el implacable
    bramido, y de la viuda tortolilla
    el sensible arrullar; el triste canto
    del envidiado búho, con el llanto
    de toda la infernal negra cuadrilla,
    salgan con la doliente ánima fuera,
    mezclados en un son, de tal manera,
    que se confundan los sentidos todos,
    pues la pena cruel que en mí se halla,
    para contarle pide nuevos modos.
      De tanta confusión, no las arenas
    del padre Tajo oirán los tristes ecos,
    ni del famoso Betis las olivas;
    que allí se esparcirán mis duras penas
    en altos riscos y en profundos huecos,
    con muerta lengua y con palabras vivas,
    o ya en oscuros valles, o en esquivas
    playas, desnudas de contrato humano,
    o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
    o entre la venenosa muchedumbre
    de fieras que alimenta el libio llano;
    que, puesto que en los páramos desiertos
    los ecos roncos de mi mal, inciertos,
    suenen con tu rigor tan sin segundo,
    por privilegio de mis cortos hados,
    serán llevados por el ancho mundo.
      Mata un desdén, atierra la paciencia,
    o verdadera o falsa, una sospecha;
    matan los celos con rigor más fuerte;
    desconcierta la vida larga ausencia:
    contra un temor de olvido no aprovecha
    firme esperanza de dichosa suerte.
    En todo hay cierta, inevitable muerte,
    mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
    celoso, ausente, desdeñado y cierto
    de las sospechas que me tienen muerto,
    y en el olvido en quien mi fuego avivo,
    y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
    mi vista a ver en sombra a la esperanza,
    ni yo, desesperado, la procuro;
    antes, por extremarme en mi querella,
    estar sin ella eternamente juro.
      ¿Puédese, por ventura, en un instante
    esperar y temer, o es bien hacerlo,
    siendo las causas del temor más ciertas?
    ¿Tengo, si el duro celo está delante,
    de cerrar estos ojos, si he de verlo
    por mil heridas en el alma abiertas?
    ¿Quién no abrirá de par en par las puertas
    a la desconfianza, cuando mira
    descubierto el desdén, y las sospechas,
    ¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
    y la limpia verdad vuelta en mentira?
    ¡Oh en el reino de amor fieros tiranos
    celos!, ponedme un hierro en estas manos;
    dame, desdén, una torcida soga;
    mas ¡ay de mí!, que, con cruel victoria,
    vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
      Yo muero, en fin; y porque nunca espere
    buen suceso en la muerte, ni en la vida,
    pertinaz estaré en mi fantasía;
    diré que va acertado el que bien quiere,
    y que es más libre el alma más rendida
    a la de amor antigua tiranía.
    Diré que la enemiga siempre mía
    hermosa el alma como el cuerpo tiene,
    y que su olvido de mi culpa nace,
    y que en fe de los males que nos hace,
    amor su imperio en justa paz mantiene.
    Y con esta opinión, y un duro lazo,
    acelerando el miserable plazo
    a que me han conducido sus desdenes,
    ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
    sin lauro o palma de futuros bienes.
      Tú, que con tantas sinrazones muestras
    la razón que me fuerza a que la haga
    a la cansada vida que aborrezco,
    pues ya ves que te da notorias muestras
    esta del corazón profunda llaga,
    de cómo alegre a tu rigor me ofrezco,
    si por dicha conoces que merezco
    que el cielo claro de tus bellos ojos
    en mi muerte se turbe, no lo hagas;
    que no quiero que en nada satisfagas
    al darte de mi alma los despojos.
    Antes con risa en la ocasión funesta
    descubre que el fin mío fue tu fiesta;
    mas gran simpleza es avisarte de esto,
    pues sé que está tu gloria conocida
    en que mi vida llegue al fin tan presto.
      Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
    Tántalo con su sed, Sísifo venga
    con el peso terrible de su canto;
    Ticio traiga su buitre, y asimismo
    con su rueda Egión no se detenga,
    ni las hermanas que trabajan tanto.
    Y todos juntos su mortal quebranto
    trasladen en mi pecho, y en voz baja,
    si ya a un desesperado son debidas,
    canten obsequias tristes, doloridas,
    al cuerpo, a quien se niegue aún la mortaja.
    Y el portero infernal de los tres rostros,
    con otras mil quimeras y mil monstruos,
    lleven el doloroso contrapunto;
    que otra pompa mejor no me parece
    que la merece un amador difunto.
      Canción desesperada, no te quejes
    cuando mi triste compañía dejes;
    antes, pues que la causa do naciste
    con mi desdicha aumenta su ventura,
    aun en la sepultura, no estés triste.

  Bien les pareció a los que escuchado habían
la canción de Grisóstomo, puesto que el que
la leyó dijo que no le parecía que conformaba
con la relación que él había oído del recato y
bondad de Marcela, porque en ella se quejaba
Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia,
todo en perjuicio del buen crédito y buena
fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio,
como aquel que sabía bien los más escondidos
pensamientos de su amigo:

  ``Para que, señor, os satisfagáis de esa duda,
es bien que sepáis que cuando este desdichado
escribió esta canción estaba ausente de
Marcela, de quien él se había ausentado por su
voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de
sus ordinarios fueros. Y como al enamorado
ausente no hay cosa que no le fatigue ni temor
que no le dé alcance, así le fatigaban a
Grisóstomo los celos imaginados y las sospechas
temidas como si fueran verdaderas. Y con esto
queda en su punto la verdad que la fama pregona
de la bondad de Marcela, la cual, fuera
de ser cruel y un poco arrogante, y un mucho
desdeñosa, la misma envidia ni debe ni puede
ponerle falta alguna.''

  ``Así es la verdad'', respondió Vivaldo.

  Y, queriendo leer otro papel de los que había
reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa
visión, que tal parecía ella, que improvisamente
se les ofreció a los ojos, y fue que por
cima de la peña donde se cavaba la sepultura,
pareció la pastora Marcela, tan hermosa, que
pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta
entonces no la habían visto la miraban con
admiración y silencio, y los que ya estaban
acostumbrados a verla no quedaron menos
suspensos que los que nunca la habían visto. Mas
apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con
muestras de ánimo indignado le dijo:

  ``¿Vienes a ver por ventura, ¡oh fiero basilisco
de estas montañas!, si con tu presencia vierten
sangre las heridas de este miserable a quien tu
crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte
en las crueles hazañas de tu condición, o a ver
desde esa altura, como otro despiadado
Nero, el incendio de su abrasada Roma, o a
pisar arrogante este desdichado cadáver, como
la ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos
presto a lo que vienes, o qué es aquello de
que más gustas; que por saber yo que los
pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de
obedecerte en vida, haré que, aun el muerto, te
obedezcan los de todos aquellos que se llamaron
sus amigos.''

  ``No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de
las que has dicho'', respondió Marcela, ``sino a
volver por mí misma y a dar a entender cuán
fuera de razón van todos aquellos que de sus
penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan;
y, así, ruego a todos los que aquí estáis me
estéis atentos, que no será menester mucho
tiempo, ni gastar muchas palabras, para persuadir
una verdad a los discretos.

  ``Hízome el cielo, según vosotros decís,
hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos
a otra cosa, a que me améis os mueve mi
hermosura. Y por el amor que me mostráis, decís,
y aun queréis, que esté yo obligada a amaros.
Yo conozco, con el natural entendimiento que
Dios me ha dado, que todo lo hermoso es
amable; mas no alcanzo que, por razón de
ser amado, esté obligado lo que es amado por
hermoso, a amar a quien le ama. Y más, que
podría acontecer que el amador de lo hermoso
fuese feo, y siendo lo feo digno de ser
aborrecido, cae muy mal el decir: «quiérote por
hermosa; hasme de amar aunque sea feo». Pero,
puesto caso que corran igualmente las
hermosuras, no por eso han de correr iguales los
deseos, que no todas hermosuras enamoran;
que algunas alegran la vista y no rinden la
voluntad; que si todas las bellezas enamorasen
y rindiesen, sería un andar las voluntades
confusas y descaminadas, sin saber en
cuál habían de parar; porque, siendo infinitos
los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los
deseos, y, según yo he oído decir, el verdadero
amor no se divide, y ha de ser voluntario
y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo
que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi
voluntad por fuerza, obligada no más de que
decís que me queréis bien? Si no, decidme: si
como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea,
¿fuera justo que me quejara de vosotros
porque no me amabais? Cuanto más que habéis
de considerar que yo no escogí la hermosura
que tengo, que, tal cual es, el cielo me la dio
de gracia, sin yo pedirla ni escogerla. Y, así
como la víbora no merece ser culpada por la
ponzoña que tiene, puesto que con ella mata,
por habérsela dado naturaleza, tampoco yo
merezco ser reprendida por ser hermosa, que
la hermosura en la mujer honesta es como el
fuego apartado, o como la espada aguda: que
ni él quema, ni ella corta a quien a ellos no se
acerca. La honra y las virtudes son adornos
del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo
sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la
honestidad es una de las virtudes que al cuerpo
y alma más adornan y hermosean, ¿por qué
la ha de perder la que es amada por hermosa,
por corresponder a la intención de aquel que
por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e
industrias, procura que la pierda?

  ``Yo nací libre, y para poder vivir libre
escogí la soledad de los campos. Los árboles
de estas montañas son mi compañía, las claras
aguas de estos arroyos mis espejos; con los
árboles y con las aguas comunico mis
pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y
espada puesta lejos. A los que he enamorado
con la vista, he desengañado con las palabras.
Y si los deseos se sustentan con esperanzas,
no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni
a otro alguno, en fin, de ninguno de ellos,
bien se puede decir que antes le mató su
porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo
que eran honestos sus pensamientos, y que
por esto estaba obligada a corresponder a
ellos, digo que, cuando en ese mismo lugar
donde ahora se cava su sepultura me descubrió
la bondad de su intención, le dije yo que la
mía era vivir en perpetua soledad, y de que
sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento
y los despojos de mi hermosura; y si él,
con todo este desengaño, quiso porfiar contra
la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué
mucho que se anegase en la mitad del golfo
de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera
falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor
intención y presupuesto. Porfió desengañado,
desesperó sin ser aborrecido; ¡mirad ahora si
será razón que de su pena se me dé a mí la
culpa! Quéjese el engañado, desespérese aquél
a quien le faltaron las prometidas esperanzas,
confiese el que yo llamare, ufánese el que yo
admitiere; pero no me llame cruel ni homicida
aquél a quien yo no prometo, engaño, llamo
ni admito.

  ``El cielo aún hasta ahora no ha querido que
yo ame por destino; y el pensar que tengo de
amar por elección es excusado. Este general
desengaño sirva a cada uno de los que me
solicitan de su particular provecho; y entiéndase
de aquí adelante, que, si alguno por mí
muriere, no muere de celoso ni desdichado,
porque quien a nadie quiere, a ninguno debe
dar celos; que los desengaños no se han de
tomar en cuenta de desdenes. El que me llama
fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial
y mala; el que me llama ingrata, no me sirva;
el que desconocida, no me conozca; quien
cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco,
esta ingrata, esta cruel y esta desconocida,
ni los buscará, servirá, conocerá, ni seguirá en
ninguna manera; que si a Grisóstomo mató su
impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha
de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo
conservo mi limpieza con la compañía de los
árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda
el que quiere que la tenga con los hombres?
Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no
codicio las ajenas. Tengo libre condición y no
gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a
nadie. No engaño a éste, ni solicito aquél;
ni burlo con uno, ni me entretengo con el otro.
La conversación honesta de las zagalas de estas
aldeas y el cuidado de mis cabras me
entretiene. Tienen mis deseos por término estas
montañas; y si de aquí salen, es a contemplar
la hermosura del cielo, pasos con que camina
el alma a su morada primera.''

  Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta
alguna, volvió las espaldas y se entró por lo
más cerrado de un monte que allí cerca estaba,
dejando admirados, tanto de su discreción
como de su hermosura, a todos los que allí
estaban. Y algunos dieron muestras, de aquellos
que de la poderosa flecha de los rayos de
sus bellos ojos estaban heridos, de quererla
seguir, sin aprovecharse del manifiesto
desengaño que habían oído.

  Lo cual visto por don Quijote, pareciéndole
que allí venía bien usar de su caballería
socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta
la mano en el puño de su espada, en altas e
inteligibles voces dijo:

  ``Ninguna persona, de cualquier estado y
condición que sea, se atreva a seguir a la
hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa
indignación mía. Ella ha mostrado, con claras y
suficientes razones, la poca o ninguna culpa
que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y
cuán ajena vive de condescender con los deseos
de ninguno de sus amantes; a cuya causa
es justo que, en lugar de ser seguida y
perseguida, sea honrada y estimada de todos los
buenos del mundo, pues muestra que en él,
ella es sola la que con tan honesta intención
vive.''

  O ya que fuese por las amenazas de don
Quijote, o porque Ambrosio les dijo que
concluyesen con lo que a su buen amigo debían,
ninguno de los pastores se movió ni apartó de
allí hasta que, acabada la sepultura y
abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su
cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los
circunstantes. Cerraron la sepultura con una
gruesa peña, en tanto que se acababa una
losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar
hacer, con un epitafio que había de decir
de esta manera:

           Yace aquí de un amador
         el mísero cuerpo helado,
         que fue pastor de ganado,
         perdido por desamor.
           Murió a manos del rigor
         de una esquiva hermosa ingrata,
         con quien su imperio dilata
         la tiranía de amor.

  Luego esparcieron por encima de la sepultura
muchas flores y ramos, y, dando todos el pésame
a su amigo Ambrosio, se despidieron de él.
Lo mismo hicieron Vivaldo y su compañero,
y don Quijote se despidió de sus huéspedes
y de los caminantes, los cuales le rogaron se
viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan
acomodado a hallar aventuras, que en cada
calle y tras cada esquina se ofrecen más que
en otro alguno.

  Don Quijote les agradeció el aviso y el
ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo
que por entonces no quería ni debía ir a
Sevilla, hasta que hubiese despojado todas
aquellas sierras de ladrones malandrines, de
quien era fama que todas estaban llenas.
Viendo su buena determinación, no quisieron los
caminantes importunarle más, sino, tornándose
a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron
su camino; en el cual no les faltó de qué
tratar, así de la historia de Marcela y
Grisóstomo, como de las locuras de don Quijote. El
cual determinó de ir a buscar a la pastora
Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su
servicio. Mas no le avino como él pensaba,
según se cuenta en el discurso de esta verdadera
historia, dando aquí fin la segunda parte.

                TERCERA PARTE

                DEL INGENIOSO

            hidalgo don Quijote de

                  la Mancha.

                 CAPITULO XV

    \Donde se cuenta la desgraciada aventura que
      se topó don Quijote en topar con unos
      desalmados yangüeses./

  Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que,
así como don Quijote se despidió de sus
huéspedes y de todos los que se hallaron al
entierro del pastor Grisóstomo, él y su
escudero se entraron por el mismo bosque donde
vieron que se había entrado la pastora Marcela;
y, habiendo andado más de dos horas por él,
buscándola por todas partes sin poder hallarla,
vinieron a parar a un prado lleno de fresca
hierba, junto del cual corría un arroyo apacible
y fresco, tanto, que convidó, y forzó, a pasar
allí las horas de la siesta, que rigurosamente
comenzaba ya a entrar.

  Apeáronse don Quijote y Sancho, y, dejando
al jumento y a Rocinante a sus anchuras
pacer de la mucha hierba que allí había, dieron
saco a las alforjas, y, sin ceremonia alguna,
en buena paz y compañía, amo y mozo comieron
lo que en ellas hallaron. No se había curado
Sancho de echar sueltas a Rocinante, seguro
de que le conocía por tan manso y tan poco
rijoso, que todas las yeguas de la dehesa de
Córdoba no le hicieran tomar mal siniestro.
Ordenó, pues, la suerte, y el diablo, que no
todas veces duerme, que andaban por aquel
valle paciendo una manada de hacas galicianas
de unos arrieros gallegos, de los
cuales es costumbre sestear con su recua en
lugares y sitios de hierba y agua. Y aquél,
donde acertó a hallarse don Quijote, era muy
a propósito de los gallegos. Sucedió, pues,
que a Rocinante le vino en deseo de refocilarse
con las señoras facas, y saliendo, así
como las olió, de su natural paso y costumbre,
sin pedir licencia a su dueño, tomó un
trotico algo picadillo y se fue a comunicar
su necesidad con ellas. Mas ellas, que, a lo que
pareció, debían de tener más gana de pacer
que de al, recibiéronle con las herraduras y
con los dientes, de tal manera, que a poco
espacio se le rompieron las cinchas y quedó sin
silla, en pelota. Pero lo que él debió más de
sentir fue que, viendo los arrieros la fuerza
que a sus yeguas se les hacía, acudieron con
estacas, y tantos palos le dieron, que le
derribaron mal parado en el suelo.

  Ya, en esto, don Quijote y Sancho, que la
paliza de Rocinante habían visto, llegaban
ijadeando. Y dijo don Quijote a Sancho:

  ``A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no
son caballeros, sino gente soez y de baja
ralea. Dígolo porque bien me puedes ayudar a
tomar la debida venganza del agravio que
delante de nuestros ojos se le ha hecho a
Rocinante.''

  ``¿Qué diablos de venganza hemos de tomar'',
respondió Sancho, ``si éstos son más de
veinte, y nosotros no más de dos, y aun quizá
nosotros sino uno y medio?''

  ``Yo valgo por ciento'', replicó don Quijote.

  Y, sin hacer más discursos, echó mano a su
espada y arremetió a los gallegos, y lo
mismo hizo Sancho Panza, incitado y movido
del ejemplo de su amo. Y, a las primeras dio
don Quijote una cuchillada a uno que le abrió
un sayo de cuero de que venía vestido, con
gran parte de la espalda. Los gallegos, que
se vieron maltratar de aquellos dos hombres
solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus
estacas, y, cogiendo a los dos en medio,
comenzaron a menudear sobre ellos con grande
ahínco y vehemencia. Verdad es que al
segundo toque dieron con Sancho en el suelo,
y lo mismo le avino a don Quijote, sin que
le valiese su destreza y buen ánimo. Y quiso
su ventura que viniese a caer a los pies de
Rocinante, que aún no se había levantado; donde
se echa de ver la furia con que machacan
estacas puestas en manos rústicas y enojadas.

  Viendo, pues, los gallegos el mal recado
que habían hecho, con la mayor presteza que
pudieron cargaron su recua y siguieron su
camino, dejando a los dos aventureros de mala
traza y de peor talante. El primero que se
resintió fue Sancho Panza, y hallándose junto a
su señor, con voz enferma y lastimada, dijo:

  ``¡Señor don Quijote! ¡Ah, señor don
Quijote!''

  ``¡Qué quieres, Sancho hermano!'', respondió
don Quijote, con el mismo tono afeminado y
doliente que Sancho.

  ``Querría, si fuese posible'', respondió
Sancho Panza, ``que vuestra merced me diese dos
tragos de aquella bebida del feo Blas, si es
que la tiene vuestra merced ahí a mano: quizá
será de provecho para los quebrantamientos
de huesos como lo es para las feridas.''

  ``Pues a tenerla yo aquí, ¡desgraciado yo!,
¿qué nos faltaba?'', respondió don Quijote.
``Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de
caballero andante, que antes que pasen dos días,
si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de
tener en mi poder, o mal me han de andar las
manos.''

  ``Pues ¿en cuántos le parece a vuestra
merced que podremos mover los pies?'', replicó
Sancho Panza.

  ``De mí sé decir'', dijo el molido caballero
don Quijote, ``que no sabré poner término a
esos días. Mas yo me tengo la culpa de todo,
que no había de poner mano a la espada contra
hombres que no fuesen armados caballeros
como yo. Y, así, creo que en pena de haber
pasado las leyes de la caballería, ha permitido
el Dios de las batallas que se me diese este
castigo. Por lo cual, Sancho Panza, conviene
que estés advertido en esto que ahora te diré,
porque importa mucho a la salud de entrambos,
y es que cuando veas que semejante canalla
nos hace algún agravio, no aguardes a
que yo ponga mano al espada para ellos, porque
no lo haré en ninguna manera, sino pon tu
mano a tu espada y castígalos muy a tu sabor;
que, si en su ayuda y defensa acudieren
caballeros, yo te sabré defender y ofenderlos con
todo mi poder, que ya habrás visto por mil
señales y experiencias hasta adonde se extiende
el valor de este mi fuerte brazo.''

  Tal quedó de arrogante el pobre señor con
el vencimiento del valiente vizcaíno.

  Mas no le pareció tan bien a Sancho
Panza el aviso de su amo, que dejase de
responder, diciendo:

  ``Señor, yo soy hombre pacífico, manso,
sosegado, y sé disimilar cualquiera injuria,
porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar.
Así, que séale a vuestra merced también aviso,
pues no puede ser mandato, que en ninguna
manera pondré mano a la espada ni contra
villano ni contra caballero. Y que, desde aquí
para delante de Dios, perdono cuantos agravios
me han hecho y han de hacer, ora me los
haya hecho o haga o haya de hacer persona alta
o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin
aceptar estado ni condición alguna.''

  Lo cual oído por su amo, le respondió:

  ``Quisiera tener aliento para poder hablar un
poco descansado, y que el dolor que tengo en
esta costilla se aplacara tanto cuanto, para
darte a entender, Panza, en el error en que estás.
Ven acá, pecador: si el viento de la fortuna,
hasta ahora tan contrario, en nuestro favor se
vuelve, llenándonos las velas del deseo,
para que seguramente y sin contraste alguno
tomemos puerto en alguna de las ínsulas que te
tengo prometida, ¿qué sería de ti, si, ganándola
yo, te hiciese señor de ella, pues lo vendrás a
imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo
ser, ni tener valor ni intención de vengar tus
injurias y defender tu señorío? Porque has de
saber que en los reinos y provincias
nuevamente conquistados nunca están tan quietos
los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del
nuevo señor, que no se tengan temor de que
han de hacer alguna novedad para alterar de
nuevo las cosas, y volver, como dicen, a probar
ventura. Y, así, es menester que el nuevo
posesor tenga entendimiento para saberse
gobernar, y valor para ofender y defenderse en
cualquiera acontecimiento.''

  ``En este que ahora nos ha acontecido'',
respondió Sancho, ``quisiera yo tener ese
entendimiento y ese valor que vuestra merced dice.
Mas yo le juro, a fe de pobre hombre, que más
estoy para bizmas que para pláticas. Mire
vuestra merced si se puede levantar, y ayudaremos
a Rocinante, aunque no lo merece, porque él
fue la causa principal de todo este molimiento.
Jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por
persona casta y tan pacífica como yo. En fin,
bien dicen que es menester mucho tiempo para
venir a conocer las personas, y que no hay cosa
segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de
aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra
merced dio a aquel desdichado caballero
andante, había de venir por la posta y en
seguimiento suyo esta tan grande tempestad de
palos que ha descargado sobre nuestras espaldas?''

  ``Aun las tuyas, Sancho'', replicó don
Quijote, ``deben de estar hechas a semejantes
nublados; pero las mías, criadas entre sinabafas
y holandas, claro está que sentirán más el dolor
de esta desgracia. Y si no fuese porque imagino,
¿qué digo imagino? sé muy cierto, que todas
estas incomodidades son muy anejas al ejercicio
de las armas, aquí me dejaría morir de puro
enojo.''

  A esto replicó el escudero:

  ``Señor, ya que estas desgracias son de la
cosecha de la caballería, dígame vuestra
merced si suceden muy a menudo, o si tienen sus
tiempos limitados en que acaecen; porque me
parece a mí que a dos cosechas quedaremos
inútiles para la tercera, si Dios, por su infinita
misericordia, no nos socorre.''

  ``Sábete, amigo Sancho'', respondió don
Quijote, ``que la vida de los caballeros andantes
está sujeta a mil peligros y desventuras, y
ni más ni menos está en potencia propincua
de ser los caballeros andantes reyes y
emperadores, como lo ha mostrado la experiencia
en muchos y diversos caballeros, de cuyas
historias yo tengo entera noticia. Y pudiérate
contar ahora, si el dolor me diera lugar, de
algunos que sólo por el valor de su brazo han
subido a los altos grados que he contado. Y
estos mismos se vieron antes y después en
diversas calamidades y miserias; porque el
valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de
su mortal enemigo Arcaláus el encantador, de
quien se tiene por averiguado que le dio,
teniéndole preso, más de doscientos azotes con
las riendas de su caballo, atado a una columna
de un patio. Y aun hay un autor secreto, y de
no poco crédito, que dice que, habiendo cogido
al Caballero del Febo con una cierta trampa
que se le hundió debajo de los pies, en un
cierto castillo, y al caer, se halló en una honda
sima debajo de tierra, atado de pies y manos,
y allí le echaron una de estas que llaman
melecinas de agua de nieve y arena, de lo que llegó
muy al cabo, y si no fuera socorrido en aquella
gran cuita de un sabio grande amigo suyo, lo
pasara muy mal el pobre caballero. Así,
que bien puedo yo pasar entre tanta buena
gente; que mayores afrentas son las que éstos
pasaron que no las que ahora nosotros
pasamos. Porque quiero hacerte sabidor, Sancho,
que no afrentan las heridas que se dan con los
instrumentos que acaso se hallan en las
manos. Y esto está, en la ley del duelo, escrito
por palabras expresas: que si el zapatero
da a otro con la horma que tiene en la mano,
puesto que verdaderamente es de palo, no por
eso se dirá que queda apaleado aquél a quien
dio con ella. Digo esto porque no pienses que,
puesto que quedamos de esta pendencia molidos,
quedamos afrentados, porque las armas
que aquellos hombres traían, con que nos
machacaron, no eran otras que sus estacas, y
ninguno de ellos, a lo que se me acuerda, tenía
estoque, espada ni puñal.''

  ``No me dieron a mí lugar'', respondió
Sancho, ``a que mirase en tanto, porque apenas
puse mano a mi tizona, cuando me santiguaron
los hombros con sus pinos, de manera que
me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de
los pies, dando conmigo adonde ahora yago, y
adonde no me da pena alguna el pensar si fue
afrenta, o no, lo de los estacazos, como me
la da el dolor de los golpes, que me han de
quedar tan impresos en la memoria como en
las espaldas.''

  ``Con todo eso te hago saber, hermano
Panza'', replicó don Quijote, ``que no hay
memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor
que muerte no le consuma.''

  ``Pues ¿qué mayor desdicha puede ser'',
replicó Panza, ``de aquella que aguarda al
tiempo que la consuma y a la muerte que la
acabe? Si esta nuestra desgracia fuera de
aquellas que con un par de bizmas se curan, aún
no tan malo; pero voy viendo que no han de
bastar todos los emplastos de un hospital para
ponerlas en buen término siquiera.''

  ``Déjate de eso y saca fuerzas de flaqueza,
Sancho'', respondió don Quijote, ``que así
haré yo, y veamos cómo está Rocinante, que, a
lo que me parece, no le ha cabido al pobre la
menor parte de esta desgracia.''

  ``No hay de qué maravillarse de eso'',
respondió Sancho, ``siendo él tan buen caballero
andante; de lo que yo me maravillo es de que
mi jumento haya quedado libre y sin costas,
donde nosotros salimos sin costillas.''

  ``Siempre deja la ventura una puerta abierta
en las desdichas para dar remedio a ellas'',
dijo don Quijote. ``Dígolo porque esa bestezuela
podrá suplir ahora la falta de Rocinante,
llevándome a mí desde aquí a algún castillo
donde sea curado de mis feridas. Y más, que
no tendré a deshonra la tal caballería, porque
me acuerdo haber leído que aquel buen viejo
Sileno, ayo y pedagogo del alegre Dios de la
risa, cuando entró en la ciudad de las cien
puertas, iba muy a su placer caballero sobre
un muy hermoso asno.''

  ``Verdad será que él debía de ir caballero
como vuestra merced dice'', respondió Sancho;
``pero hay grande diferencia del ir caballero al
ir atravesado como costal de basura.''

  A lo cual respondió don Quijote:

  ``Las feridas que se reciben en las batallas
antes dan honra que la quitan. Así que, Panza
amigo, no me repliques más, sino, como ya
te he dicho, levántate lo mejor que pudieres
y ponme de la manera que más te agradare
encima de tu jumento, y vamos de aquí antes
que la noche venga y nos saltee en este
despoblado.''

  ``Pues yo he oído decir a vuestra merced'',
dijo Panza, ``que es muy de caballeros andantes
el dormir en los páramos y desiertos lo más
del año, y que lo tienen a mucha ventura.''

  ``Eso es'', dijo don Quijote, ``cuando no
pueden más, o cuando están enamorados; y es
tan verdad esto, que ha habido caballero que se
ha estado sobre una peña, al sol y a la sombra
y a las inclemencias del cielo, dos años, sin
que lo supiese su señora. Y uno de estos fue
Amadís cuando, llamándose Beltenebros, se
alojó en la Peña Pobre, ni sé si ocho años
u ocho meses, que no estoy muy bien en la
cuenta. Basta que él estuvo allí haciendo
penitencia por no sé qué sinsabor que le hizo la
señora Oriana. Pero dejemos ya esto, Sancho,
y acaba, antes que suceda otra desgracia al
jumento como a Rocinante.''

  ``Aun ahí sería el diablo'', dijo Sancho.

  Y despidiendo treinta ayes y sesenta suspiros
y ciento y veinte pésetes y reniegos de
quien allí le había traído, se levantó, quedándose
agobiado en la mitad del camino, como arco
turquesco, sin poder acabar de enderezarse; y
con todo este trabajo aparejó su asno, que
también había andado algo distraído con la
demasiada libertad de aquel día. Levantó luego
a Rocinante, el cual, si tuviera lengua con
que quejarse, a buen seguro que Sancho ni
su amo no le fueran en zaga.

  En resolución, Sancho acomodó a don Quijote
sobre el asno y puso de reata a Rocinante,
y, llevando al asno de cabestro se encaminó
poco más a menos hacia donde le pareció
que podía estar el camino real. Y la suerte,
que sus cosas de bien en mejor iba guiando,
aún no hubo andado una pequeña legua, cuando
le deparó el camino, en el cual descubrió
una venta que, a pesar suyo y gusto de don
Quijote, había de ser castillo. Porfiaba Sancho
que era venta, y su amo que no, sino castillo;
y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar, sin
acabarla, de llegar a ella, en la cual Sancho se
entró, sin más averiguación, con toda su recua.

                 CAPITULO XVI

    \De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en
       la venta que él imaginaba ser castillo./

  El ventero, que vio a don Quijote atravesado
en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía.
Sancho le respondió que no era nada,
sino que había dado una caída de una peña
abajo, y que venía algo brumadas las costillas.

  Tenía el ventero por mujer a una, no de la
condición que suelen tener las de semejante
trato, porque naturalmente era caritativa y se
dolía de las calamidades de sus prójimos, y,
así, acudió luego a curar a don Quijote, e
hizo que una hija suya doncella, muchacha y
de muy buen parecer, la ayudase a curar a su
huésped. Servía en la venta, asimismo, una
moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote,
de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro
no muy sana. Verdad es que la gallardía del
cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete
palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas,
que algún tanto le cargaban, la hacían mirar
al suelo más de lo que ella quisiera. Esta
gentil moza, pues, ayudó a la doncella; y las
dos hicieron una muy mala cama a don Quijote
en un camaranchón que, en otros tiempos,
daba manifiestos indicios que había servido de
pajar muchos años. En la cual también
alojaba un arriero que tenía su cama hecha un
poco más allá de la de nuestro don Quijote,
y, aunque era de las enjalmas y mantas de
sus machos, hacía mucha ventaja a la de don
Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas
tablas sobre dos no muy iguales bancos, y un
colchón que, en lo sutil, parecía colcha, lleno de
bodoques, que, a no mostrar que eran de lana
por algunas roturas, al tiento, en la dureza,
semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas
de cuero de adarga, y una frazada, cuyos hilos,
si se quisieran contar, no se perdiera uno solo
de la cuenta.

  En esta maldita cama se acostó don Quijote.
Y luego la ventera y su hija le emplastaron
de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes,
que así se llamaba la asturiana; y
como al bizmarle viese la ventera tan
acardenalado a partes a don Quijote, dijo que
aquello más parecían golpes que caída.

  ``No fueron golpes'', dijo Sancho, ``sino que
la peña tenía muchos picos y tropezones, y que
cada uno había hecho su cardenal.'' Y también
le dijo: ``Haga vuestra merced, señora, de
manera que queden algunas estopas, que no
faltará quien las haya menester; que también me
duelen a mí un poco los lomos.''

  ``De esa manera'', respondió la ventera,
``¿también debisteis vos de caer?''

  ``No caí'', dijo Sancho Panza, ``sino que del
sobresalto que tomé de ver caer a mi amo, de
tal manera me duele a mí el cuerpo, que me
parece que me han dado mil palos.''

  ``Bien podrá ser eso'', dijo la doncella;
``que a mí me ha acontecido muchas veces
soñar que caía de una torre abajo, y que
nunca acababa de llegar al suelo, y cuando
despertaba del sueño, hallarme tan molida y
quebrantada como si verdaderamente hubiera
caído.''

  ``Ahí está el toque, señora'', respondió
Sancho Panza: ``que yo sin soñar nada, sino
estando más despierto que ahora estoy, me hallo con
pocos menos cardenales que mi señor don
Quijote.''

  ``¿Cómo se llama este caballero?'', preguntó
la asturiana Maritornes.

  ``Don Quijote de la Mancha'', respondió
Sancho Panza, ``y es caballero aventurero, y
de los mejores y más fuertes que de luengos
tiempos acá se han visto en el mundo.''

  ``¿Qué es caballero aventurero?'', replicó la
moza.

  ``¿Tan nueva sois en el mundo, que no lo
sabéis vos?'', respondió Sancho Panza. ``Pues
sabed, hermana mía, que caballero aventurero
es una cosa que en dos palabras se ve apaleado
y emperador. Hoy está la más desdichada
criatura del mundo y la más menesterosa, y
mañana tendría dos o tres coronas de reinos
que dar a su escudero.''

  ``Pues ¿cómo vos, siéndolo de este tan buen
señor'', dijo la ventera, ``no tenéis, a lo que
parece, siquiera algún condado?''

  ``Aún es temprano'', respondió Sancho,
``porque no ha sino un mes que andamos buscando
las aventuras, y hasta ahora no hemos topado
con ninguna que lo sea. Y tal vez hay que se
busca una cosa y se halla otra. Verdad es que
si mi señor don Quijote sana de esta herida, o
caída, y yo no quedo contrecho de ella, no
trocaría mis esperanzas con el mejor título de
España.''

  Todas estas pláticas estaba escuchando muy
atento don Quijote, y sentándose en el lecho
como pudo, tomando de la mano a la ventera,
le dijo:

  ``Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar
venturosa por haber alojado en este vuestro
castillo a mi persona, que es tal, que si yo
no la alabo, es por lo que suele decirse que la
alabanza propia envilece, pero mi escudero
os dirá quién soy. Sólo os digo que tendré
eternamente escrito en mi memoria el servicio que
me habéis fecho, para agradecéroslo mientras
la vida me durare. Y pluguiera a los altos
cielos que el amor no me tuviera tan rendido y
tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella
hermosa ingrata que digo entre mis dientes;
que los de esta fermosa doncella fueran señores
de mi libertad.''

  Confusas estaban la ventera y su hija y la
buena de Maritornes oyendo las razones del
andante caballero, que así las entendían como
si hablara en griego, aunque bien alcanzaron
que todas se encaminaban a ofrecimiento y
requiebros; y, como no usadas a semejante
lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales
otro hombre de los que se usaban; y,
agradeciéndole con venteriles razones sus
ofrecimientos, le dejaron, y la asturiana
Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había
menester que su amo.

  Había el arriero concertado con ella que
aquella noche se refocilarían juntos, y ella le
había dado su palabra de que, en estando sosegados
los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a
buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le
mandase. Y cuéntase de esta buena moza que jamás
dio semejantes palabras que no las cumpliese,
aunque las diese en un monte y sin testigo
alguno, porque presumía muy de hidalga, y no
tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de
servir en la venta; porque decía ella que
desgracias y malos sucesos la habían traído a
aquel estado.

  El duro, estrecho, apocado y fementido lecho
de don Quijote estaba primero en mitad de aquel
estrellado establo, y luego, junto a él, hizo
el suyo Sancho, que sólo contenía una estera
de enea y una manta, que antes mostraba ser
de anjeo tundido que de lana. Sucedía a estos
dos lechos el del arriero, fabricado, como se
ha dicho, de las enjalmas y de todo el adorno
de los dos mejores mulos que traía, aunque
eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era
uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo
dice el autor de esta historia, que de este arriero
hace particular mención, porque le conocía muy
bien, y aun quieren decir que era algo pariente
suyo. Fuera de que Cide Hamete Benengeli
fue historiador muy curioso y muy puntual
en todas las cosas; y échase bien de ver, pues
las que quedan referidas, con ser tan mínimas y
tan rateras, no las quiso pasar en silencio. De
donde podrán tomar ejemplo los historiadores
graves, que nos cuentan las acciones tan corta
y sucintamente, que apenas nos llegan a los
labios, dejándose en el tintero, ya por descuido,
por malicia o ignorancia, lo más sustancial
de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor
de  \Tablante de Ricamonte/, y aquel del otro
libro donde se cuentan los hechos del conde
Tomillas, y con qué puntualidad lo describen
todo!

  Digo, pues, que después de haber visitado
el arriero a su recua y dádole el segundo
pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a
esperar a su puntualísima Maritornes. Ya
estaba Sancho bizmado y acostado, y, aunque
procuraba dormir, no lo consentía el dolor de
sus costillas; y don Quijote, con el dolor de
las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre.
Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella
no había otra luz que la que daba una lámpara
que colgada en medio del portal ardía. Esta
maravillosa quietud, y los pensamientos que
siempre nuestro caballero traía de los sucesos
que a cada paso se cuentan en los libros
autores de su desgracia, le trajo a la
imaginación una de las extrañas locuras que
buenamente imaginarse pueden. Y fue, que él se
imaginó haber llegado a un famoso castillo,
que, como se ha dicho, castillos eran a su
parecer todas las ventas donde alojaba, y que la
hija del ventero lo era del señor del castillo, la
cual, vencida de su gentileza, se había enamorado
de él y prometido que aquella noche, a furto de
sus padres, vendría a yacer con él una buena
pieza; y, teniendo toda esta quimera, que él
se había fabricado, por firme y valedera, se
comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso
trance en que su honestidad se había de ver,
y propuso en su corazón de no cometer
alevosía a su señora Dulcinea del Toboso,
aunque la misma reina Ginebra con su dama
Quintañona se le pusiesen delante.

  Pensando, pues, en estos disparates, se llegó
el tiempo y la hora, que para él fue menguada,
de la venida de la asturiana, la cual, en
camisa y descalza, cogidos los cabellos en una
albanega de fustán, con tácitos y atentados
pasos, entró en el aposento donde los tres
alojaban, en busca del arriero. Pero apenas
llegó a la puerta, cuando don Quijote la
sintió, y sentándose en la cama, a pesar de
sus bizmas y con dolor de sus costillas, tendió
los brazos para recibir a su fermosa doncella.
La asturiana, que, toda recogida y callando,
iba con las manos delante buscando a su
querido, topó con los brazos de don Quijote,
el cual la asió fuertemente de una muñeca, y,
tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar
palabra, la hizo sentar sobre la cama. Tentóle
luego la camisa, y, aunque ella era de harpillera,
a él le pareció ser de finísimo y delgado
cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de
vidrio, pero a él le dieron vislumbres de
preciosas perlas orientales. Los cabellos, que
en alguna manera tiraban a crines, él los marcó
por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo
resplandor al del mismo sol oscurecía. Y el
aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada
fiambre y trasnochada, a él le pareció que
arrojaba de su boca un olor suave y aromático;
y, finalmente, él la pintó en su imaginación
de la misma traza y modo que lo había leído
en sus libros, de la otra princesa que vino
a ver el mal ferido caballero, vencida de
sus amores, con todos los adornos que aquí
van puestos. Y era tanta la ceguedad del
pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni
otras cosas que traía en sí la buena doncella,
no le desengañaban, las cuales pudieran hacer
vomitar a otro que no fuera arriero; antes le
parecía que tenía entre sus brazos a la diosa
de la hermosura. Y, teniéndola bien asida, con
voz amorosa y baja, le comenzó a decir:

  ``Quisiera hallarme en términos, fermosa y
alta señora, de poder pagar tamaña merced
como la que con la vista de vuestra gran
fermosura me habéis fecho; pero ha querido la
fortuna, que no se cansa de perseguir a los
buenos, ponerme en este lecho, donde yago
tan molido y quebrantado, que, aunque de mi
voluntad quisiera satisfacer a la vuestra,
fuera imposible. Y más, que se añade a esta
imposibilidad otra mayor, que es la prometida
fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del
Toboso, única señora de mis más escondidos
pensamientos. Que si esto no hubiera de por
medio, no fuera yo tan sandio caballero, que
dejara pasar en blanco la venturosa ocasión
en que vuestra gran bondad me ha puesto.''

  Maritornes estaba congojadísima y trasudando
de verse tan asida de don Quijote, y, sin
entender ni estar atenta a las razones que
le decía, procuraba, sin hablar palabra,
desasirse. El bueno del arriero, a quien tenían
despierto sus malos deseos, desde el punto que
entró su coima por la puerta, la sintió; estuvo
atentamente escuchando todo lo que don Quijote
decía, y, celoso de que la asturiana le
hubiese faltado a la palabra por otro, se
fue llegando más al lecho de don Quijote,
y estúvose quedo hasta ver en qué paraban
aquellas razones que él no podía entender.
Pero como vio que la moza forcejaba por
desasirse, y don Quijote trabajaba por tenerla,
pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en
alto y descargó tan terrible puñada sobre las
estrechas quijadas del enamorado caballero,
que le bañó toda la boca en sangre; y, no
contento con esto, se le subió encima de las
costillas, y con los pies, más que de trote, se
las paseó todas de cabo a cabo. El lecho, que
era un poco endeble y de no firmes fundamentos,
no pudiendo sufrir la añadidura del arriero,
dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido
despertó el ventero, y luego imaginó que debían
de ser pendencias de Maritornes, porque,
habiéndola llamado a voces, no respondía. Con esta
sospecha se levantó y, encendiendo un candil,
se fue hacia donde había sentido la pelaza. La
moza, viendo que su amo venía y que era de
condición terrible, toda medrosica y alborotada,
se acogió a la cama de Sancho Panza, que
aún dormía, y allí se acorrucó y se hizo un
ovillo.

  El ventero entró diciendo:

  ``¿Adónde estás, puta? A buen seguro que
son tus cosas éstas.''

  En esto despertó Sancho, y, sintiendo aquel
bulto casi encima de sí, pensó que tenía la
pesadilla y comenzó a dar puñadas a una y
otra parte, y, entre otras, alcanzó con no sé
cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor,
echando a rodar la honestidad, dio el retorno
a Sancho con tantas, que, a su despecho, le
quitó el sueño; el cual, viéndose tratar de
aquella manera y sin saber de quién, alzándose
como pudo, se abrazó con Maritornes, y
comenzaron entre los dos la más reñida y
graciosa escaramuza del mundo.

  Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del
candil del ventero, cuál andaba su dama,
dejando a don Quijote, acudió a darle el socorro
necesario; lo mismo hizo el ventero, pero con
intención diferente, porque fue a castigar a la
moza, creyendo, sin duda, que ella sola era la
ocasión de toda aquella armonía. Y, así, como
suele decirse: el gato al rato, el rato a la
cuerda, la cuerda al palo, daba el arriero
a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él,
el ventero a la moza, y todos menudeaban
con tanta prisa que no se daban punto de
reposo; y fue lo bueno que al ventero se le
apagó el candil, y, como quedaron a oscuras,
dábanse tan sin compasión todos a bulto, que
a doquiera que ponían la mano no dejaban
cosa sana.

  Alojaba acaso aquella noche en la venta
un cuadrillero de los que llaman de la Santa
Hermandad vieja de Toledo, el cual, oyendo
asimismo el extraño estruendo de la pelea,
asió de su media vara y de la caja de lata
de sus títulos, y entró a oscuras en el
aposento, diciendo:

  ``¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la
Santa Hermandad!''

  Y el primero con quien topó fue con el
apuñeado de don Quijote, que estaba en su
derribado lecho, tendido boca arriba, sin
sentido alguno; y, echándole a tiento mano a las
barbas, no cesaba de decir: ``¡Favor a la justicia!''
Pero viendo que el que tenía asido no se
bullía ni meneaba, se dio a entender que estaba
muerto, y que los que allí dentro estaban eran
sus matadores, y, con esta sospecha, reforzó la
voz, diciendo:

  ``¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se
vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre!''

  Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual
dejó la pendencia en el grado que le tomó la
voz. Retiróse el ventero a su aposento, el
arriero a sus enjalmas, la moza a su rancho;
solos los desventurados don Quijote y Sancho
no se pudieron mover de donde estaban. Soltó
en esto el cuadrillero la barba de don Quijote,
y salió a buscar luz, para buscar y prender
los delincuentes; mas no la halló, porque el
ventero, de industria, había muerto la lámpara
cuando se retiró a su estancia, y fuele forzoso
acudir a la chimenea, donde, con mucho trabajo
y tiempo, encendió el cuadrillero otro candil.

                CAPITULO XVII

    \Donde se prosiguen los innumerables trabajos
      que el bravo don Quijote y su buen escudero
      Sancho Panza pasaron en la venta que, por
      su mal, pensó que era castillo./

Había ya vuelto en este tiempo de su
parasismo don Quijote, y con el mismo tono
de voz con que el día antes había llamado a su
escudero, cuando estaba tendido en \el val de
las estacas/, le comenzó a llamar, diciendo:

  ``Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo
Sancho?''

  ``¡Qué tengo de dormir, pesia a mí!'',
respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de
despecho; ``que no parece sino que todos los
diablos han andado conmigo esta noche.''

  ``Puédeslo creer así, sin duda'', respondió
don Quijote; ``porque, o yo sé poco, o este
castillo es encantado. Porque has de saber...;
mas esto que ahora quiero decirte, hasme de
jurar que lo tendrás secreto hasta después de
mi muerte.''

  ``Sí, juro'', respondió Sancho.

  ``Dígolo'', replicó don Quijote, ``porque soy
enemigo de que se quite la honra a nadie.''

  ``Digo que sí juro'', tornó a decir Sancho;
``que lo callaré hasta después de los días de
vuestra merced, y plegue a Dios que lo pueda
descubrir mañana.''

  ``¿Tan malas obras te hago, Sancho'',
respondió don Quijote, ``que me querrías ver
muerto con tanta brevedad?''

  ``No es por eso'', respondió Sancho, ``sino
porque soy enemigo de guardar mucho las
cosas, y no querría que se me pudriesen de
guardadas.''

  ``Sea por lo que fuere'', dijo don Quijote,
``que más fío de tu amor y de tu cortesía; y,
así, has de saber que esta noche me ha sucedido
una de las más extrañas aventuras que yo sabré
encarecer; y, por contártela en breve, sabrás
que poco ha que a mí vino la hija del señor
de este castillo, que es la más apuesta y fermosa
doncella que en gran parte de la tierra se puede
hallar. ¿Qué te podría decir del adorno de su
persona? ¿Qué de su gallardo entendimiento?
¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar
la fe que debo a mi señora Dulcinea del Toboso,
dejaré pasar intactas y en silencio? Sólo te
quiero decir que, envidioso el cielo de tanto
bien como la ventura me había puesto en las
manos, o quizá --y esto es lo más cierto--, que,
como tengo dicho, es encantado este castillo,
al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos
y amorosísimos coloquios, sin que yo la
viese ni supiese por dónde venía, vino una
mano pegada a algún brazo de algún descomunal
gigante y asentóme una puñada en las
quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en
sangre, y después me molió de tal suerte que
estoy peor que ayer cuando los gallegos,
que, por demasías de Rocinante, nos hicieron el
agravio que sabes. Por donde conjeturo que el
tesoro de la fermosura de esta doncella le debe
de guardar algún encantado moro, y no debe
de ser para mí.''

  ``Ni para mí tampoco'', respondió Sancho,
``porque más de cuatrocientos moros me han
aporreado a mí de manera, que el molimiento
de las estacas fue tortas y pan pintado. Pero
dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y
rara aventura, habiendo quedado de ella cual
quedamos? Aun vuestra merced, menos mal, pues
tuvo en sus manos aquella incomparable
fermosura que ha dicho. Pero yo ¿qué tuve, sino
los mayores porrazos que pienso recibir en
toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de la madre
que me parió, que ni soy caballero andante, ni
lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas
me cabe la mayor parte!''

  ``Luego ¿también estás tú aporreado?'',
respondió don Quijote.

  ``¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje?'',
dijo Sancho.

  ``No tengas pena, amigo'', dijo don
Quijote; ``que yo haré ahora el bálsamo
precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar
de ojos.''

  Acabó en esto de encender el candil el
cuadrillero, y entró a ver el que pensaba que
era muerto, y así como le vio entrar Sancho,
viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza
y candil en la mano, y con una muy mala cara,
preguntó a su amo:

  ``Señor, ¿si será éste a dicha el moro encantado
que nos vuelve a castigar, si se dejó algo
en el tintero?''

  ``No puede ser el moro'', respondió don
Quijote, ``porque los encantados no se dejan ver
de nadie.''

  ``Si no se dejan ver, déjanse sentir'', dijo
Sancho; ``si no, díganlo mis espaldas.''

  ``También lo podrían decir las mías'', respondió
don Quijote; ``pero no es bastante indicio
ése para creer que este que se ve sea el
encantado moro.''

  Llegó el cuadrillero, y como los halló
hablando en tan sosegada conversación, quedó
suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote se
estaba boca arriba, sin poderse menear de puro
molido y emplastado. Llegóse a él el
cuadrillero y díjole:

  ``Pues ¿cómo va, buen hombre?''

  ``Hablara yo más bien criado'', respondió don
Quijote, ``si fuera que vos. ¿Usase en esta
tierra hablar de esa suerte a los caballeros
andantes, majadero?''

  El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de
un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir,
y, alzando el candil con todo su aceite, dio a
don Quijote con él en la cabeza, de suerte que
le dejó muy bien descalabrado; y como todo
quedó a oscuras, salióse luego, y Sancho Panza
dijo:

  ``Sin duda, señor, que éste es el moro
encantado, y debe de guardar el tesoro para otros,
y para nosotros sólo guarda las puñadas y los
candilazos.''

  ``Así es'', respondió don Quijote, ``y no hay
que hacer caso de estas cosas de encantamientos,
ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas;
que, como son invisibles y fantásticas, no
hallaremos de quién vengarnos, aunque más lo
procuremos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama
al alcaide de esta fortaleza, y procura que se me
dé un poco de aceite, vino, sal y romero para
hacer el salutífero bálsamo; que en verdad que
creo que lo he bien menester ahora, porque se
me va mucha sangre de la herida que esta
fantasma me ha dado.''

  Levantóse Sancho con harto dolor de sus
huesos, y fue a oscuras donde estaba el ventero,
y, encontrándose con el cuadrillero, que estaba
escuchando en qué paraba su enemigo, le dijo:

  ``Señor, quienquiera que seáis, hacednos
merced y beneficio de darnos un poco de romero,
aceite, sal y vino, que es menester para
curar uno de los mejores caballeros andantes
que hay en la tierra, el cual yace en aquella
cama mal ferido por las manos del encantado
moro que está en esta venta.''

  Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por
hombre falto de seso. Y porque ya comenzaba
a amanecer, abrió la puerta de la venta, y,
llamando al ventero, le dijo lo que aquel
buen hombre quería. El ventero le proveyó de
cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a don
Quijote, que estaba con las manos en la cabeza,
quejándose del dolor del candilazo, que no
le había hecho más mal que levantarle dos
chichones algo crecidos, y lo que él pensaba
que era sangre no era sino sudor que sudaba
con la congoja de la pasada tormenta.

  En resolución, el tomó sus simples, de los
cuales hizo un compuesto, mezclándolos todos
y cociéndolos un buen espacio, hasta que le
pareció que estaban en su punto. Pidió
luego alguna redoma para echarlo, y como no la
hubo en la venta, se resolvió de ponerlo en una
alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el
ventero le hizo grata donación. Y luego dijo
sobre la alcuza más de ochenta paternostres
y otras tantas avemarías, salves y credos, y
a cada palabra acompañaba una cruz a modo de
bendición; a todo lo cual se hallaron presentes
Sancho, el ventero y cuadrillero, que ya el
arriero sosegadamente andaba entendiendo en
el beneficio de sus machos.

  Hecho esto, quiso él mismo hacer luego la
experiencia de la virtud de aquel precioso
bálsamo que él se imaginaba, y, así, se bebió
de lo que no pudo caber en la alcuza y quedaba
en la olla donde se había cocido, casi media
azumbre; y apenas lo acabó de beber, cuando
comenzó a vomitar de manera, que no le quedó
cosa en el estómago, y con las ansias y
agitación del vómito le dio un sudor copiosísimo,
por lo cual mandó que le arropasen y le
dejasen solo. Hiciéronlo así, y quedóse
dormido más de tres horas, al cabo de las
cuales despertó y se sintió aliviadísimo
del cuerpo, y en tal manera mejor de su
quebrantamiento, que se tuvo por sano. Y
verdaderamente creyó que había acertado con
el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio
podía acometer desde allí adelante, sin temor
alguno, cualesquiera ruinas, batallas y
pendencias, por peligrosas que fuesen.

  Sancho Panza, que también tuvo a milagro
la mejoría de su amo, le rogó que le diese a
él lo que quedaba en la olla, que no era poca
cantidad. Concedióselo don Quijote, y él,
tomándola a dos manos, con buena fe y mejor
talante, se la echó a pechos y envasó bien
poco menos que su amo. Es, pues, el caso que
el estómago del pobre Sancho no debía de ser
tan delicado como el de su amo, y, así,
primero que vomitase le dieron tantas ansias y
bascas, con tantos trasudores y desmayos, que
él pensó bien y verdaderamente que era llegada
su última hora; y viéndose tan afligido y
congojado, maldecía el bálsamo y al ladrón que
se lo había dado.

  Viéndole así don Quijote, le dijo:

  ``Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene
de no ser armado caballero; porque tengo para
mí que este licor no debe de aprovechar a los
que no lo son.''

  ``Si eso sabía vuestra merced'', replicó
Sancho, ``¡mal haya yo y toda mi parentela!,
¿para qué consintió que lo gustase?''

  En esto hizo su operación el brebaje, y
comenzó el pobre escudero a desaguarse por
entrambas canales, con tanta prisa, que la
estera de anea sobre quien se había vuelto a
echar, ni la manta de anjeo con que se cubría,
fueron más de provecho. Sudaba y trasudaba
con tales parasismos y accidentes, que no
solamente él, sino todos pensaron que se le
acababa la vida. Duróle esta borrasca y mala
andanza casi dos horas, al cabo de las cuales
no quedó como su amo, sino tan molido y
quebrantado, que no se podía tener.

  Pero don Quijote, que, como se ha dicho,
se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego
a buscar aventuras, pareciéndole que todo el
tiempo que allí se tardaba era quitársele al
mundo y a los en él menesterosos de su favor
y amparo, y más con la seguridad y confianza
que llevaba en su bálsamo; y así, forzado
de este deseo, él mismo ensilló a Rocinante y
enalbardó al jumento de su escudero, a quien
también ayudó a vestir y a subir en el asno.
Púsose luego a caballo, y, llegándose a un
rincón de la venta, asió de un lanzón que allí
estaba, para que le sirviese de lanza.

  Estábanle mirando todos cuantos había en la
venta, que pasaban de más de veinte personas;
mirábale también la hija del ventero, y él
también no quitaba los ojos de ella, y de cuando
en cuando arrojaba un suspiro que parecía
que le arrancaba de lo profundo de sus
entrañas, y todos pensaban que debía de ser del
dolor que sentía en las costillas; a lo menos
pensábanlo aquellos que la noche antes le
habían visto bizmar.

  Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto
a la puerta de la venta, llamó al ventero, y con
voz muy reposada y grave le dijo:

  ``Muchas y muy grandes son las mercedes,
señor alcaide, que en este vuestro castillo he
recibido, y quedo obligadísimo a agradecéroslas
todos los días de mi vida. Si os las puedo
pagar en haceros vengado de algún soberbio
que os haya fecho algún agravio, sabed que
mi oficio no es otro sino valer a los que poco
pueden, y vengar a los que reciben tuertos, y
castigar alevosías. Recorred vuestra memoria,
y, si halláis alguna cosa de este jaez que
encomendarme, no hay sino decirla, que yo os
prometo, por la orden de caballero que recibí,
de faceros satisfecho y pagado a toda vuestra
voluntad.''

  El ventero le respondió con el mismo
sosiego:

  ``Señor caballero, yo no tengo necesidad
de que vuestra merced me vengue ningún
agravio, porque yo sé tomar la venganza que
me parece, cuando se me hacen. Sólo he
menester que vuestra merced me pague el gasto
que esta noche ha hecho en la venta, así de la
paja y cebada de sus dos bestias, como de la
cena y camas.''

  ``Luego ¿venta es ésta?'', replicó don
Quijote.

  ``Y muy honrada'', respondió el ventero.

  ``Engañado he vivido hasta aquí'', respondió
don Quijote; ``que en verdad que pensé que
era castillo, y no malo; pero, pues es así
que no es castillo, sino venta, lo que se podrá
hacer por ahora es que perdonéis por la paga;
que yo no puedo contravenir a la orden de
los caballeros andantes, de los cuales sé
cierto, sin que hasta ahora haya leído cosa en
contrario, que jamás pagaron posada ni otra
cosa en venta donde estuviesen, porque se
les debe de fuero y de derecho cualquier buen
acogimiento que se les hiciere, en pago del
insufrible trabajo que padecen buscando las
aventuras de noche y de día, en invierno y en
verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre,
con calor y con frío, sujetos a todas las
inclemencias del cielo y a todos los incómodos
de la tierra.''

  ``Poco tengo yo que ver en eso'', respondió
el ventero; ``págueseme lo que se me debe, y
dejémonos de cuentos ni de caballerías; que
yo no tengo cuenta con otra cosa que con
cobrar mi hacienda.''

  ``Vos sois un sandio y mal hostalero'',
respondió don Quijote.

  Y, poniendo piernas al Rocinante y terciando
su lanzón, se salió de la venta sin que nadie
le detuviese, y él, sin mirar si le seguía
su escudero, se alongó un buen trecho. El
ventero, que le vio ir y que no le pagaba, acudió
a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo que pues
su señor no había querido pagar, que tampoco
él pagaría; porque siendo él escudero de
caballero andante, como era, la misma regla
y razón corría por él como por su amo en no
pagar cosa alguna en los mesones y ventas.
Amohinóse mucho de esto el ventero, y amenazóle
que si no le pagaba, que lo cobraría de modo
que le pesase. A lo cual Sancho respondió
que, por la ley de caballería que su amo había
recibido, no pagaría un solo cornado, aunque
le costase la vida, porque no había de perder
por él la buena y antigua usanza de los
caballeros andantes, ni se habían de quejar de él
los escuderos de los tales que estaban por venir
al mundo, reprochándole el quebrantamiento
de tan justo fuero.

  Quiso la mala suerte del desdichado Sancho
que, entre la gente que estaba en la venta,
se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres
agujeros del Potro de Córdoba y dos vecinos
de la Heria de Sevilla, gente alegre, bien
intencionada, maleante y juguetona; los cuales,
casi como instigados y movidos de un mismo
espíritu, se llegaron a Sancho, y, apeándole del
asno, uno de ellos entró por la manta de la cama
del huésped, y, echándole en ella, alzaron los
ojos y vieron que el techo era algo más bajo
de lo que habían menester para su obra, y
determinaron salirse al corral, que tenía por
límite el cielo. Y allí, puesto Sancho en mitad
de la manta, comenzaron a levantarle en alto
y a holgarse con él, como con perro por
carnestolendas.

  Las voces que el mísero manteado daba fueron
tantas, que llegaron a los oídos de su amo,
el cual deteniéndose a escuchar atentamente,
creyó que alguna nueva aventura le venía,
hasta que claramente conoció que el que gritaba
era su escudero; y, volviendo las riendas,
con un penado galope llegó a la venta, y,
hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba
por donde entrar. Pero no hubo llegado a las
paredes del corral, que no eran muy altas,
cuando vio el mal juego que se le hacía a su
escudero. Viole bajar y subir por el aire, con
tanta gracia y presteza, que, si la cólera le
dejara, tengo para mí que se riera. Probó a
subir desde el caballo a las bardas, pero estaba
tan molido y quebrantado, que aun apearse no
pudo, y, así, desde encima del caballo,
comenzó a decir tantos denuestos y baldones a
los que a Sancho manteaban, que no es posible
acertar a escribirlos; mas no por esto cesaban
ellos de su risa y de su obra, ni el volador
Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con
amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba
poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados
le dejaron. Trajéronle allí su asno, y,
subiéndole encima, le arroparon con su gabán.
Y la compasiva de Maritornes, viéndole tan
fatigado, le pareció ser bien socorrerle con
un jarro de agua, y, así, se le trajo del pozo,
por ser más frío; tomóle Sancho, y llevándole
a la boca, se paró a las voces que su amo le
daba, diciendo:

  ``¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no
la bebas, que te matará! Ves aquí tengo el
santísimo bálsamo'' --y enseñábale la alcuza
del brebaje--, ``que con dos gotas que de él
bebas sanarás sin duda.''

  A estas voces volvió Sancho los ojos como
de través, y dijo con otras mayores:

  ``Por dicha ¿hásele olvidado a vuestra
merced como yo no soy caballero, o quiere que
acabe de vomitar las entrañas que me quedaron
de anoche? ¡Guárdese su licor con todos los
diablos, y déjeme a mí!''

  Y el acabar de decir esto y el comenzar a
beber, todo fue uno; mas como al primer trago
vio que era agua, no quiso pasar adelante, y
rogó a Maritornes que se le trajese de vino,
y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y
lo pagó de su mismo dinero, porque, en
efecto, se dice de ella que, aunque estaba en
aquel trato, tenía unas sombras y lejos de
cristiana.

  Así como bebió Sancho dio de los carcaños
a su asno, y, abriéndole la puerta de la
venta de par en par, se salió de ella, muy
contento de no haber pagado nada y de haber
salido con su intención, aunque había sido a
costa de sus acostumbrados fiadores, que eran
sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedó
con sus alforjas en pago de lo que se le debía;
mas Sancho no las echó menos, según salió turbado.
Quiso el ventero atrancar bien la puerta así
como le vio fuera; mas no lo consintieron
los manteadores, que era gente que, aunque
don Quijote fuera verdaderamente de los
caballeros andantes de la Tabla Redonda, no
le estimaran en dos ardites.

                CAPITULO XVIII

    \Donde se cuentan las razones que pasó Sancho
      Panza con su señor don Quijote, con
      otras aventuras dignas de ser contadas./

  Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado,
tanto, que no podía harrear a su jumento.
Cuando así le vio don Quijote, le dijo:

  ``Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que
aquel castillo o venta, de que es encantado
sin duda, porque aquellos que tan atrozmente
tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser
sino fantasmas y gente del otro mundo? Y
confirmo esto por haber visto que cuando estaba
por las bardas del corral mirando los actos
de tu triste tragedia, no me fue posible subir
por ellas, ni menos pude apearme de Rocinante,
porque me debían de tener encantado; que te
juro por la fe de quien soy que, si pudiera
subir o apearme, que yo te hiciera vengado
de manera que aquellos follones y malandrines
se acordaran de la burla para siempre,
aunque en ello supiera contravenir a las leyes
de la caballería, que, como ya muchas veces
te he dicho, no consienten que caballero ponga
mano contra quien no lo sea, si no fuere en
defensa de su propia vida y persona, en caso
de urgente y gran necesidad.''

  ``También me vengara yo si pudiera, fuera o
no fuera armado caballero, pero no pude;
aunque tengo para mí que aquellos que se
holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres
encantados, como vuestra merced dice, sino
hombres de carne y de hueso como nosotros;
y todos, según los oí nombrar cuando me
volteaban, tenían sus nombres: que el uno se
llamaba Pedro Martínez, y el otro Tenorio
Hernández, y el ventero oí que se llamaba Juan
Palomeque el Zurdo. Así que, señor, el no poder
saltar las bardas del corral ni apearse del
caballo, en al estuvo que en encantamientos.
Y lo que yo saco en limpio de todo esto es,
que estas aventuras que andamos buscando,
al cabo al cabo, nos han de traer a tantas
desventuras, que no sepamos cuál es nuestro
pie derecho. Y lo que sería mejor y más
acertado, según mi poco entendimiento, fuera
el volvernos a nuestro lugar, ahora que es
tiempo de la siega y de entender en la hacienda,
dejándonos de andar de Ceca en Meca y de zoca
en colodra, como dicen.''

  ``¡Qué poco sabes, Sancho'', respondió don
Quijote, ``de achaque de caballería! Calla y
ten paciencia; que día vendrá donde veas, por
vista de ojos, cuán honrosa cosa es andar en
este ejercicio. Si no, dime, ¿qué mayor
contento puede haber en el mundo, o qué gusto
puede igualarse al de vencer una batalla y al
de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda
alguna.''

  ``Así debe de ser'', respondió Sancho,
``puesto que yo no lo sé. Sólo sé que después
que somos caballeros andantes, o vuestra
merced lo es --que yo no hay para qué me cuente
en tan honroso número--, jamás hemos vencido
batalla alguna, si no fue la del vizcaíno, y
aun de aquélla salió vuestra merced con media
oreja y media celada menos; que después acá
todo ha sido palos y más palos, puñadas y más
puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento,
y haberme sucedido por personas encantadas,
de quien no puedo vengarme, para saber hasta
dónde llega el gusto del vencimiento del
enemigo, como vuestra merced dice.''

  ``Esa es la pena que yo tengo y la que tú
debes tener, Sancho'', respondió don Quijote;
``pero de aquí adelante yo procuraré haber a
las manos alguna espada hecha por tal maestría,
que al que la trajere consigo no le puedan
hacer ningún género de encantamientos. Y aun
podría ser que me deparase la ventura aquella
de Amadís, cuando se llamaba el \Caballero/
\de la Ardiente Espada/, que fue una de las
mejores espadas que tuvo caballero en el mundo,
porque, fuera que tenía la virtud dicha, cortaba
como una navaja, y no había armadura, por
fuerte y encantada que fuese, que se le parase
delante.''

  ``Yo soy tan venturoso'', dijo Sancho, ``que
cuando eso fuese y vuestra merced viniese
a hallar espada semejante, sólo vendría a
servir y aprovechar a los armados caballeros,
como el bálsamo; y a los escuderos... que se
los papen duelos.''

  ``No temas eso, Sancho'', dijo don Quijote,
``que mejor lo hará el cielo contigo.''

  En estos coloquios iban don Quijote y su
escudero, cuando vio don Quijote que por el
camino que iban venía hacia ellos una grande
y espesa polvareda, y, en viéndola, se volvió
a Sancho y le dijo:

  ``Este es el día, ¡oh, Sancho!, en el cual se
ha de ver el bien que me tiene guardado mi
suerte. Este es el día, digo, en que se ha de
mostrar, tanto como en otro alguno, el valor de
mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que
queden escritas en el libro de la fama por todos
los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda
que allí se levanta, Sancho? Pues toda es
cuajada de un copiosísimo ejército que de
diversas e innumerables gentes por allí viene
marchando.''

  ``A esa cuenta, dos deben de ser'', dijo
Sancho, ``porque de esta parte contraria se levanta
asimismo otra semejante polvareda.''

  Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que así
era la verdad, y, alegrándose sobremanera,
pensó sin duda alguna que eran dos ejércitos
que venían a embestirse y a encontrarse en
mitad de aquella espaciosa llanura; porque
tenía a todas horas y momentos llena la fantasía
de aquellas batallas, encantamientos, sucesos,
desatinos, amores, desafíos, que en los libros
de caballerías se cuentan, y todo cuanto
hablaba, pensaba o hacía, era encaminado a
cosas semejantes; y la polvareda que había visto
la levantaban dos grandes manadas de ovejas
y carneros que, por aquel mismo camino, de dos
diferentes partes venían, las cuales, con el
polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron
cerca. Y con tanto ahínco afirmaba don Quijote
que eran ejércitos, que Sancho lo vino a creer
y a decirle:

  ``Señor, pues ¿qué hemos de hacer
nosotros?''

  ``¿Qué?'', dijo don Quijote; ``favorecer y
ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has de
saber, Sancho, que este que viene por nuestra
frente le conduce y guía el grande emperador
Alifanfarón, señor de la grande isla
Trapobana; este otro que a mis espaldas marcha
es el de su enemigo el rey de los garamantas,
Pentapolín del Arremangado Brazo, porque
siempre entra en las batallas con el brazo
derecho desnudo.''

  ``Pues ¿por qué se quieren tan mal estos dos
señores?'', preguntó Sancho.

  ``Quiérense mal'', respondió don Quijote,
``porque este Alifanfarón es un furibundo
pagano, y está enamorado de la hija de Pentapolín,
que es una muy fermosa y además agraciada
señora, y es cristiana, y su padre no se
la quiere entregar al rey pagano, si no deja
primero la ley de su falso profeta Mahoma y
se vuelve a la suya.''

  ``¡Para mis barbas'', dijo Sancho, ``si no hace
muy bien Pentapolín, y que le tengo de ayudar
en cuanto pudiere!''

  ``En eso harás lo que debes, Sancho'', dijo
don Quijote, ``porque para entrar en batallas
semejantes no se requiere ser armado
caballero.''

  ``Bien se me alcanza eso'', respondió
Sancho. ``Pero, ¿dónde pondremos a este asno,
que estemos ciertos de hallarle después de
pasada la refriega?; porque el entrar en ella
en semejante caballería no creo que está en
uso hasta ahora.''

  ``Así es verdad'', dijo don Quijote; ``lo que
puedes hacer de él es dejarle a sus aventuras,
ora se pierda o no, porque serán tantos los
caballos que tendremos después que salgamos
vencedores, que aun corre peligro Rocinante
no le trueque por otro. Pero estáme atento y
mira, que te quiero dar cuenta de los caballeros
más principales que en estos dos ejércitos
vienen. Y para que mejor los veas y notes,
retirémonos a aquel altillo que allí se hace,
de donde se deben de descubrir los dos ejércitos.''

  Hiciéronlo así, y pusiéronse sobre una
loma, desde la cual se vieran bien las dos
manadas que a don Quijote se le hicieron
ejércitos, si las nubes del polvo que levantaban
no les turbara y cegara la vista; pero, con todo
esto, viendo en su imaginación lo que no veía
ni había, con voz levantada comenzó a decir:

  ``Aquel caballero que allí ves de las armas
jaldes, que trae en el escudo un león coronado,
rendido a los pies de una doncella, es el
valeroso Laurcalco, señor de la Puente de
Plata; el otro de las armas de las flores de
oro, que trae en el escudo tres coronas de plata
en campo azul, es el temido Micocolembo, gran
duque de Quirocia; el otro de los miembros
giganteos, que está a su derecha mano, es
el nunca medroso Brandabarbarán de Boliche,
señor de las tres Arabias, que viene armado
de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo
una puerta, que, según es fama, es una de las
del templo que derribó Sansón, cuando con su
muerte se vengó de sus enemigos.

  ``Pero vuelve los ojos a estotra parte, y verás
delante y en la frente de estotro ejército al
siempre vencedor y jamás vencido Timonel de
Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya, que
viene armado con las armas partidas a cuarteles,
azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en
el escudo un gato de oro en campo leonado, con
una letra que dice: «Miau», que es el principio
del nombre de su dama, que, según se dice, es
la sin par Miulina, hija del duque Alfeñiquén
del Algarbe; el otro, que carga y oprime los
lomos de aquella poderosa alfana, que trae las
armas como nieve blancas, y el escudo blanco
y sin empresa alguna, es un caballero novel,
de nación francés, llamado Pierres Papín,
señor de las baronías de Utrique; el otro, que
bate las ijadas con los herrados carcaños
a aquella pintada y ligera cebra, y trae las
armas de los veros azules, es el poderoso duque
de Nerbia, Espartafilardo del Bosque, que trae
por empresa en el escudo una esparraguera,
con una letra en castellano que dice así:
«Rastrea mi suerte».''

  Y de esta manera fue nombrando muchos
caballeros del uno y del otro escuadrón, que
él se imaginaba, y a todos les dio sus armas,
colores, empresas y motes de improviso, llevado
de la imaginación de su nunca vista locura,
y, sin parar, prosiguió diciendo:

  ``A este escuadrón frontero forman y hacen
gentes de diversas naciones: aquí están los que
bebían las dulces aguas del famoso Xanto;
los montuosos que pisan los masílicos campos;
los que descubren el finísimo y menudo oro
en la feliz Arabia; los que gozan las famosas
y frescas riberas del claro Termodonte;
los que sangran por muchas y diversas vías
al dorado Pactolo; los númidas, dudosos
en sus promesas; los persas en arcos y
flechas famosos; los partos, los medos, que
pelean huyendo; los árabes, de mudables casas;
los citas, tan crueles como blancos; los
etíopes, de horadados labios, y otras infinitas
naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de
los nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón
vienen los que beben las corrientes cristalinas
del olivífero Betis; los que tersan y pulen sus
rostros con el licor del siempre rico y dorado
Tajo; los que gozan las provechosas aguas del
divino Genil; los que pisan los tartesios
campos, de pastos abundantes; los que se alegran
en los elíseos jerezanos prados; los manchegos,
ricos y coronados de rubias espigas; los de
hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre
goda; los que en Pisuerga se bañan, famoso
por la mansedumbre de su corriente; los que su
ganado apacientan en las extendidas dehesas
del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido
curso; los que tiemblan con el frío del
silvoso Pirineo y con los blancos copos del
levantado Apenino. Finalmente, cuantos toda la
Europa en sí contiene y encierra.''

  ¡Válgame Dios, y cuántas provincias dijo,
cuántas naciones nombró, dándole a cada una
con maravillosa presteza los atributos que le
pertenecían, todo absorto y empapado en lo
que había leído en sus libros mentirosos!

  Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras,
sin hablar ninguna, y de cuando en cuando
volvía la cabeza a ver si veía los caballeros
y gigantes que su amo nombraba; y como no
descubría a ninguno, le dijo:

  ``Señor, encomiendo al diablo hombre, ni
gigante, ni caballero de cuantos vuestra
merced dice parece por todo esto, a lo menos,
yo no los veo; quizá todo debe ser encantamiento,
como las fantasmas de anoche.''

  ``¿Cómo dices eso?'', respondió don Quijote.
``¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar
de los clarines, el ruido de los tambores?''

  ``No oigo otra cosa'', respondió Sancho, ``sino
muchos balidos de ovejas y carneros.''

  Y así era la verdad, porque ya llegaban
cerca los dos rebaños.

  ``El miedo que tienes'', dijo don Quijote, ``te
hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derechas.
Porque uno de los efectos del miedo es
turbar los sentidos y hacer que las cosas no
parezcan lo que son; y, si es que tanto temes,
retírate a una parte y déjame solo; que solo
basto a dar la victoria a la parte a quien yo
diere mi ayuda.''

  Y, diciendo esto, puso las espuelas a
Rocinante, y puesta la lanza en el ristre, bajó
de la costezuela como un rayo.

  Diole voces Sancho, diciéndole:

  ``¡Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote,
que voto a Dios que son carneros y ovejas
las que va a embestir! ¡Vuélvase, desdichado
del padre que me engendró! ¿Qué locura es
ésta? ¡Mire que no hay gigante ni caballero
alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos
ni enteros, ni veros azules ni endiablados! ¿Qué
es lo que hace?, ¡pecador soy yo a Dios!''

  Ni por ésas volvió don Quijote; antes, en
altas voces, iba diciendo:

  ``¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis
debajo de las banderas del valeroso emperador
Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme
todos; veréis cuán fácilmente le doy
venganza de su enemigo Alifanfarón de la
Trapobana!''

  Esto diciendo, se entró por medio del
escuadrón de las ovejas, y comenzó de alancearlas
con tanto coraje y denuedo, como si de veras
alanceara a sus mortales enemigos. Los
pastores y ganaderos que con la manada venían
dábanle voces que no hiciese aquello; pero,
viendo que no aprovechaban, desciñéronse las
hondas y comenzaron a saludarle los oídos
con piedras como el puño. Don Quijote no se
curaba de las piedras; antes, discurriendo a
todas partes, decía:

  ``¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón? Vente
a mí, ¡que un caballero solo soy que desea
de solo a solo probar tus fuerzas y quitarte
la vida, en pena de la que das al valeroso
Pentapolín Garamanta!''

  Llegó en esto una peladilla de arroyo, y,
dándole en un lado, le sepultó dos costillas
en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó,
sin duda, que estaba muerto o malferido, y,
acordándose de su licor, sacó su alcuza y
púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en
el estómago; mas antes que acabase de envasar lo
que a él le parecía que era bastante, llegó otra
almendra y diole en la mano y en el alcuza, tan
de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole de
camino tres o cuatro dientes y muelas de la
boca, y machucándole malamente dos dedos de
la mano.

  Tal fue el golpe primero, y tal el segundo,
que le fue forzoso al pobre caballero dar
consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los
pastores y creyeron que le habían muerto. Y,
así, con mucha prisa, recogieron su ganado,
y cargaron de las reses muertas, que pasaban
de siete, y sin averiguar otra cosa, se fueron.

  Estábase todo este tiempo Sancho sobre la
cuesta, mirando las locuras que su amo hacía,
y arrancábase las barbas, maldiciendo la hora
y el punto en que la fortuna se le había dado a
conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo, y
que ya los pastores se habían ido, bajó de la
cuesta y llegóse a él, y hallóle de muy mal arte,
aunque no había perdido el sentido, y díjole:

  ``¿No le decía yo, señor don Quijote, que se
volviese, que los que iba a acometer no eran
ejércitos, sino manadas de carneros?''

  ``Como eso puede desaparecer y contrahacer
aquel ladrón del sabio mi enemigo. Sábete,
Sancho, que es muy fácil cosa a los tales
hacernos parecer lo que quieren, y este
maligno que me persigue, envidioso de la gloria
que vio que yo había de alcanzar de esta batalla,
ha vuelto los escuadrones de enemigos en
manadas de ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho,
por mi vida, porque te desengañes y veas ser
verdad lo que te digo: sube en tu asno y
síguelos bonitamente, y verás como, en alejándose
de aquí algún poco, se vuelven en su ser
primero, y, dejando de ser carneros, son
hombres hechos y derechos como yo te los
pinté primero... Pero no vayas ahora, que he
menester tu favor y ayuda; llégate a mí y mira
cuántas muelas y dientes me faltan, que me parece
que no me ha quedado ninguno en la boca.''

  Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía
los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había
obrado el bálsamo en el estómago de don
Quijote, y al tiempo que Sancho llegó a mirarle
la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta,
cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en
las barbas del compasivo escudero.

  ``¡Santa María!'', dijo Sancho, ``y ¿qué es
esto que me ha sucedido? Sin duda este pecador
está herido de muerte, pues vomita sangre por
la boca.''

  Pero reparando un poco más en ello, echó
de ver en la color, sabor y olor, que no era
sangre, sino el bálsamo de la alcuza, que él le
había visto beber; y fue tanto el asco que tomó,
que, revolviéndosele el estómago, vomitó
las tripas sobre su mismo señor, y quedaron
entrambos como de perlas. Acudió Sancho a
su asno para sacar de las alforjas con qué
limpiarse y con qué curar a su amo, y como no
las halló, estuvo a punto de perder el juicio.
Maldíjose de nuevo y propuso en su corazón
de dejar a su amo y volverse a su tierra,
aunque perdiese el salario de lo servido y las
esperanzas del gobierno de la prometida ínsula.

  Levantóse en esto don Quijote, y, puesta la
mano izquierda en la boca, porque no se le
acabasen de salir los dientes, asió con la otra
las riendas de Rocinante, que nunca se había
movido de junto a su amo, tal era de leal
y bien acondicionado, y fuese adonde su
escudero estaba, de pechos sobre su asno, con
la mano en la mejilla, en guisa de hombre
pensativo además. Y, viéndole don Quijote de
aquella manera, con muestras de tanta tristeza,
le dijo:

  ``Sábete, Sancho, que no es un hombre más
que otro, si no hace más que otro. Todas estas
borrascas que nos suceden son señales de que
presto ha de serenar el tiempo y han de
sucedernos bien las cosas, porque no es posible
que el mal ni el bien sean durables, y de aquí
se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el
bien está ya cerca. Así que no debes congojarte
por las desgracias que a mí me suceden, pues
a ti no te cabe parte de ellas.''

  ``¿Cómo no?'', respondió Sancho. ``Por
ventura el que ayer mantearon, ¿era otro que el
hijo de mi padre? Y las alforjas que hoy me
faltan, con todas mis alhajas, ¿son de otro que
del mismo?''

  ``¿Que te faltan las alforjas, Sancho?'', dijo
don Quijote.

  ``Sí que me faltan'', respondió Sancho.

  ``De ese modo, no tenemos qué comer hoy'',
replicó don Quijote.

  ``Eso fuera'', respondió Sancho, ``cuando
faltaran por estos prados las hierbas que
vuestra merced dice que conoce, con que suelen
suplir semejantes faltas los tan mal
aventurados andantes caballeros como vuestra
merced es.''

  ``Con todo eso'', respondió don Quijote,
``tomara yo ahora más aína un cuartal de pan, o
una hogaza, y dos cabezas de sardinas arenques,
que cuantas hierbas describe Dioscórides,
aunque fuera el ilustrado por el doctor
Laguna. Mas, con todo esto, sube en tu
jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí; que
Dios, que es proveedor de todas las cosas,
no nos ha de faltar, y más, andando tan en su
servicio como andamos, pues no falta a los
mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la
tierra, ni a los renacuajos del agua. Y es tan
piadoso, que hace salir su sol sobre los
buenos y los malos, y llueve sobre los injustos
y justos.''

  ``Más bueno era vuestra merced'', dijo
Sancho, ``para predicador que para caballero
andante.''

  ``De todo sabían y han de saber los
caballeros andantes, Sancho'', dijo don Quijote,
``porque caballero andante hubo en los pasados
siglos, que así se paraba a hacer un sermón
o plática en mitad de un campo real, como si
fuera graduado por la Universidad de París; de
donde se infiere que nunca la lanza embotó
la pluma, ni la pluma la lanza.''

  ``Ahora bien, sea así como vuestra merced
dice'', respondió Sancho. ``Vamos ahora de
aquí, y procuremos dónde alojar esta noche,
y quiera Dios que sea en parte donde no haya
mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros
encantados; que, si los hay, daré al diablo el
hato y el garabato.''

  ``Pídeselo tú a Dios, hijo'', dijo don Quijote,
``y guía tú por donde quisieres; que esta vez
quiero dejar a tu elección el alojarnos. Pero
dame acá la mano, y atiéntame con el dedo, y
mira bien cuántos dientes y muelas me faltan
de este lado derecho, de la quijada alta, que allí
siento el dolor.''

  Metió Sancho los dedos, y, estándole tentando,
le dijo:

  ``¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener
en esta parte?''

  ``Cuatro'', respondió don Quijote, ``fuera de
la cordal, todas enteras y muy sanas.''

  ``Mire vuestra merced bien lo que dice,
señor'', respondió Sancho.

  ``Digo cuatro, si no eran cinco'', respondió
don Quijote, ``porque en toda mi vida me han
sacado diente ni muela de la boca, ni se me
ha caído, ni comido de neguijón ni de reuma
alguna.''

  ``Pues en esta parte de abajo'', dijo Sancho,
``no tiene vuestra merced más de dos muelas
y media, y en la de arriba, ni media ni
ninguna, que toda está rasa como la palma de la
mano.''

  ``¡Sin ventura yo!'', dijo don Quijote, oyendo
las tristes nuevas que su escudero le daba,
``que más quisiera que me hubieran derribado un
brazo, como no fuera el de la espada; porque
te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas
es como molino sin piedra, y en mucho más
se ha de estimar un diente que un diamante.
Mas a todo esto estamos sujetos los que
profesamos la estrecha orden de la caballería.
Sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso
que quisieres.''

  Hízolo así Sancho y encaminóse hacia donde
le pareció que podía hallar acogimiento, sin
salir del camino real que por allí iba muy
seguido. Yéndose, pues, poco a poco, porque
el dolor de las quijadas de don Quijote no
le dejaba sosegar ni atender a darse prisa,
quiso Sancho entretenerle y divertirle
diciéndole alguna cosa, y entre otras que le dijo,
fue lo que se dirá en el siguiente capítulo.

                 CAPITULO XIX

    \De las discretas razones que Sancho pasaba
      con su amo, y de la aventura que le sucedió
      con un cuerpo muerto, con otros
      acontecimientos famosos./

  ``Paréceme, señor mío, que todas estas
desventuras que estos días nos han sucedido,
sin duda alguna, han sido pena del pecado
cometido por vuestra merced contra la orden de
su caballería, no habiendo cumplido el juramento
que hizo de no comer pan a manteles ni con
la reina folgar, con todo aquello que a esto se
sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta
quitar aquel almete de Malandrino, o como se
llama el moro, que no me acuerdo bien.''

  ``Tienes mucha razón, Sancho'', dijo don
Quijote. ``Mas, para decirte verdad, ello se me
había pasado de la memoria; y también puedes
tener por cierto que por la culpa de no habérmelo
tú acordado en tiempo, te sucedió aquello
de la manta; pero yo haré la enmienda, que
modos hay de composición en la orden de la
caballería para todo.''

  ``Pues ¿juré yo algo, por dicha?'', respondió
Sancho.

  ``No importa que no hayas jurado'', dijo don
Quijote; ``basta que yo entiendo que de
participantes no estás muy seguro, y, por sí o
por no, no será malo proveernos de remedio.''

  ``Pues si ello es así'', dijo Sancho, ``mire
vuestra merced no se le torne a olvidar esto,
como lo del juramento; quizá les volverá la
gana a las fantasmas de solazarse otra vez
conmigo, y aun con vuestra merced, si le ven
tan pertinaz.''

  En estas y otras pláticas les tomó la noche en
mitad del camino, sin tener ni descubrir dónde
aquella noche se recogiesen; y lo que no había
de bueno en ello era que perecían de hambre, que
con la falta de las alforjas les faltó toda la
despensa y matalotaje. Y para acabar de confirmar
esta desgracia les sucedió una aventura,
que, sin artificio alguno, verdaderamente lo
parecía. Y fue que la noche cerró con alguna
oscuridad, pero con todo esto caminaban,
creyendo Sancho que, pues aquel camino era real,
a una o dos leguas, de buena razón hallaría en
él alguna venta.

  Yendo, pues, de esta manera, la noche oscura,
el escudero hambriento y el amo con gana de
comer, vieron que por el mismo camino que
iban, venían hacia ellos gran multitud de
lumbres, que no parecían sino estrellas que se
movían. Pasmóse Sancho en viéndolas, y don
Quijote no las tuvo todas consigo; tiró el uno del
cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su
rocino, y estuvieron quedos mirando atentamente
lo que podía ser aquello, y vieron que las
lumbres se iban acercando a ellos, y mientras
más se llegaban mayores parecían. A cuya
vista Sancho comenzó a temblar como un azogado,
y los cabellos de la cabeza se le erizaron
a don Quijote, el cual, animándose un poco,
dijo:

  ``Esta, sin duda, Sancho, debe de ser
grandísima y peligrosísima aventura, donde será
necesario que yo muestre todo mi valor y
esfuerzo.''

  ``¡Desdichado de mí!'', respondió Sancho. ``Si
acaso esta aventura fuese de fantasmas, como
me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que
la sufran?''

  ``Por más fantasmas que sean'', dijo don
Quijote, ``no consentiré yo que te toque en
el pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron
contigo, fue porque no pude yo saltar las
paredes del corral; pero ahora estamos en campo
raso, donde podré yo como quisiere esgrimir
mi espada.''

  ``Y si le encantan y entumecen, como la otra
vez lo hicieron'', dijo Sancho, ``¿qué
aprovechará estar en campo abierto o no?''

  ``Con todo eso'', replicó don Quijote, ``te
ruego, Sancho, que tengas buen ánimo; que la
experiencia te dará a entender el que yo tengo.''

  ``Sí tendré, si a Dios place'', respondió
Sancho.

  Y, apartándose los dos a un lado del
camino, tornaron a mirar atentamente lo que
aquello de aquellas lumbres que caminaban
podía ser; y de allí a muy poco descubrieron
muchos encamisados, cuya temerosa visión de
todo punto remató el ánimo de Sancho Panza,
el cual comenzó a dar diente con diente, como
quien tiene frío de cuartana; y creció más el
batir y dentellear cuando distintamente vieron
lo que era, porque descubrieron hasta veinte
encamisados, todos a caballo, con sus hachas
encendidas en las manos, detrás de los cuales
venía una litera cubierta de luto, a la cual
seguían otros seis de a caballo, enlutados hasta
los pies de las mulas; que bien vieron que no
eran caballos en el sosiego con que caminaban.
Iban los encamisados murmurando entre
sí, con una voz baja y compasiva. Esta extraña
visión a tales horas y en tal despoblado,
bien bastaba para poner miedo en el corazón
de Sancho, y aun en el de su amo; y así
fuera en cuanto a don Quijote, que ya Sancho
había dado al través con todo su esfuerzo. Lo
contrario le avino a su amo, al cual en aquel
punto se le representó en su imaginación, al
vivo, que aquélla era una de las aventuras de
sus libros. Figurósele que la litera eran andas
donde debía de ir algún malferido o muerto
caballero, cuya venganza a él solo estaba
reservada, y, sin hacer otro discurso, enristró su
lanzón, púsose bien en la silla, y, con gentil brío
y continente se puso en la mitad del camino
por donde los encamisados forzosamente habían
de pasar, y cuando los vio cerca, alzó la voz
y dijo:

  ``Deteneos, caballeros, o quienquiera que
seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde
venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas
andas lleváis; que, según las muestras, o
vosotros habéis fecho, o vos han fecho, algún
desaguisado, y conviene y es menester que yo
lo sepa, o bien para castigaros del mal que
fecisteis, o bien para vengaros del tuerto que
vos ficieron.''

  ``Vamos de prisa'', respondió uno de los
encamisados, ``y está la venta lejos, y no nos
podemos detener a dar tanta cuenta como
pedís.''

  Y, picando la mula, pasó adelante. Sintióse
de esta respuesta grandemente don Quijote, y
trabando del freno dijo:

  ``Deteneos y sed más bien criado, y dadme
cuenta de lo que os he preguntado; si no,
conmigo sois todos en batalla.''

  Era la mula asombradiza, y al tomarla del
freno se espantó de manera, que, alzándose en
los pies, dio con su dueño por las ancas en
el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer
al encamisado, comenzó a denostar a don
Quijote, el cual, ya encolerizado, sin esperar
más, enristrando su lanzón, arremetió a uno de
los enlutados y, malferido dio con él en tierra;
y revolviéndose por los demás, era cosa de ver
con la presteza que los acometía y desbarataba,
que no parecía sino que en aquel instante
le habían nacido alas a Rocinante, según andaba
de ligero y orgulloso. Todos los encamisados
era gente medrosa y sin armas, y, así, con
facilidad en un momento dejaron la refriega y
comenzaron a correr por aquel campo con las
hachas encendidas, que no parecían sino a los
de las máscaras que en noche de regocijo y
fiesta corren. Los enlutados, asimismo
revueltos y envueltos en sus faldamentos y lobas,
no se podían mover; así que, muy a su salvo,
don Quijote los apaleó a todos, y les hizo
dejar el sitio mal de su grado, porque todos
pensaron que aquél no era hombre, sino diablo del
infierno que les salía a quitar el cuerpo muerto
que en la litera llevaban.

  Todo lo miraba Sancho, admirado del ardimiento
de su señor, y decía entre sí:

  ``Sin duda este mi amo es tan valiente y
esforzado como él dice.''

  Estaba una hacha ardiendo en el suelo junto
al primero que derribó la mula, a cuya luz
le pudo ver don Quijote, y, llegándose a él, le
puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole
que se rindiese; si no, que le mataría. A lo
cual respondió el caído:

  ``Harto rendido estoy, pues no me puedo
mover, que tengo una pierna quebrada; suplico
a vuestra merced, si es caballero cristiano,
que no me mate, que cometerá un gran sacrilegio;
que soy licenciado y tengo las primeras
órdenes.''

  ``Pues ¿quién diablos os ha traído aquí'',
dijo don Quijote, ``siendo hombre de iglesia?''

  ``¿Quién, señor?'', replicó el caído: ``mi
desventura.''

  ``Pues otra mayor os amenaza'', dijo don
Quijote, ``si no me satisfacéis a todo cuanto
primero os pregunté.''

  ``Con facilidad será vuestra merced satisfecho'',
respondió el licenciado; ``y así, sabrá
vuestra merced que, aunque denantes dije que
yo era licenciado, no soy sino bachiller, y
llámome Alonso López; soy natural de Alcobendas,
vengo de la ciudad de Baeza con otros
once sacerdotes, que son los que huyeron con
las hachas; vamos a la ciudad de Segovia
acompañando un cuerpo muerto, que va en
aquella litera, que es de un caballero que
murió en Baeza, donde fue depositado, y ahora,
como digo, llevábamos sus huesos a su
sepultura, que está en Segovia, de donde es
natural.''

  ``Y ¿quién le mató?'', preguntó don Quijote.

  ``Dios, por medio de unas calenturas pestilentes
que le dieron'', respondió el bachiller.

  ``De esa suerte'', dijo don Quijote, ``quitado
me ha nuestro Señor del trabajo que había de
tomar en vengar su muerte, si otro alguno le
hubiera muerto; pero habiéndole muerto quien
le mató, no hay sino callar y encoger los
hombros, porque lo mismo hiciera si a mí
mismo me matara; y quiero que sepa vuestra
reverencia que yo soy un caballero de la
Mancha, llamado don Quijote, y es mi oficio y
ejercicio andar por el mundo enderezando
tuertos y desfaciendo agravios.''

  ``No sé cómo pueda ser eso de enderezar
tuertos'', dijo el bachiller, ``pues a mí de
derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una
pierna quebrada, la cual no se verá derecha
en todos los días de su vida; y el agravio que
en mí habéis deshecho ha sido dejarme
agraviado de manera, que me quedaré agraviado
para siempre; y harta desventura ha sido topar
con vos, que vais buscando aventuras.''

  ``No todas las cosas'', respondió don
Quijote, ``suceden de un mismo modo; el daño
estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir,
como veníais, de noche, vestidos con aquellas
sobrepellices, con las hachas encendidas,
rezando, cubiertos de luto, que propiamente
semejabais cosa mala y del otro mundo, y
así, yo no pude dejar de cumplir con mi
obligación acometiéndoos, y os acometiera aunque
verdaderamente supiera que erais los mismos
satanases del infierno, que por tales
os juzgué y tuve siempre.''

  ``Ya que así lo ha querido mi suerte'', dijo
el bachiller, ``suplico a vuestra merced, señor
caballero andante --que tan mala andanza me
ha dado--, me ayude a salir de debajo de esta
mula, que me tiene tomada una pierna entre
el estribo y la silla.''

  ``¡Hablara yo para mañana!'', dijo don
Quijote; ``y ¿hasta cuándo aguardabais a
decirme vuestro afán?''

  Dio luego voces a Sancho Panza que viniese;
pero él no se curó de venir, porque andaba
ocupado desvalijando una acémila de repuesto
que traían aquellos buenos señores, bien
abastecida de cosas de comer. Hizo Sancho
costal de su gabán, y, recogiendo todo lo que
pudo y cupo en el talego, cargó su jumento, y
luego acudió a las voces de su amo, y ayudó a
sacar al señor bachiller de la opresión de la
mula; y, poniéndole encima de ella, le dio la
hacha, y don Quijote le dijo que siguiese la
derrota de sus compañeros, a quien de su
parte pidiese perdón del agravio; que no había
sido en su mano dejar de haberle hecho.

  Díjole también Sancho:

  ``Si acaso quisieren saber esos señores quién
ha sido el valeroso que tales los puso, diráles
vuestra merced que es el famoso don Quijote
de la Mancha, que por otro nombre se llama el
\Caballero de la Triste Figura/.''

  Con esto se fue el bachiller, y don Quijote
preguntó a Sancho que qué le había movido a
llamarle el \Caballero de la Triste Figura/, más
entonces que nunca.

  ``Yo se lo diré'', respondió Sancho: ``porque
le he estado mirando un rato a la luz de
aquella hacha que lleva aquel malandante, y
verdaderamente tiene vuestra merced la más mala
figura de poco acá que jamás he visto; y
débelo de haber causado, o ya el cansancio de este
combate, o ya la falta de las muelas y dientes.''

  ``No es eso'', respondió don Quijote, ``sino
que el sabio a cuyo cargo debe de estar el
escribir la historia de mis hazañas, le habrá
parecido que será bien que yo tome algún nombre
apelativo, como lo tomaban todos los caballeros
pasados: cuál se llamaba \el de la Ardiente
Espada/; cuál, \el del Unicornio/; aquél, \el
de las Doncellas/; aquéste, \el del Ave Fénix/, el
otro, \el Caballero del Grifo/; estotro, \el de la
Muerte/: y por estos nombres e insignias eran
conocidos por toda la redondez de la tierra. Y
así, digo que el sabio ya dicho te habrá puesto
en la lengua y en el pensamiento ahora que me
llamases \el Caballero de la Triste Figura/, como
pienso llamarme desde hoy en adelante; y para
que mejor me cuadre tal nombre, determino
de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi
escudo una muy triste figura.''

  ``No hay para qué gastar tiempo y dineros
en hacer esa figura'', dijo Sancho, ``sino lo
que se ha de hacer es que vuestra merced
descubra la suya y dé rostro a los que le miraren,
que, sin más ni más, y sin otra imagen ni escudo,
le llamarán \el de la Triste Figura/; y créame
que le digo verdad, porque le prometo a vuestra
merced, señor, y esto sea dicho en burlas,
que le hace tan mala cara la hambre y la falta
de las muelas, que, como ya tengo dicho,
se podrá muy bien excusar la triste pintura.''

  Riose don Quijote del donaire de Sancho;
pero, con todo, propuso de llamarse de aquel
nombre en pudiendo pintar su escudo, o rodela,
como había imaginado.

  En esto volvió el bachiller, y le dijo a don
Quijote:

  ``Olvidábaseme de decir que advierta vuestra
merced que queda descomulgado, por haber puesto
las manos violentamente en cosa sagrada:
\Iuxta illud, si quis suadente diabolo, etc/.''

  ``No entiendo ese latín'', respondió don
Quijote; ``mas yo sé bien que no puse las
manos, sino este lanzón; cuanto más que yo no
pensé que ofendía a sacerdotes, ni a cosas
de la Iglesia, a quien respeto y adoro como
católico y fiel cristiano que soy, sino a
fantasmas y a vestiglos del otro mundo; y cuando
eso así fuese, en la memoria tengo lo que le
pasó al Cid Ruy Díaz, cuando quebró la silla
del embajador de aquel rey delante de Su
Santidad del Papa, por lo cual lo descomulgó,
y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar
como muy honrado y valiente caballero.''

  En oyendo esto el bachiller, se fue, como
queda dicho, sin replicarle palabra.

  Quisiera don Quijote mirar si el cuerpo que
venía en la litera eran huesos o no; pero no
lo consintió Sancho, diciéndole:

  ``Señor, vuestra merced ha acabado esta
peligrosa aventura lo más a su salvo de todas
las que yo he visto; esta gente, aunque vencida
y desbaratada, podría ser que cayese en la
cuenta de que los venció sola una persona, y,
corridos y avergonzados de esto, volviesen a
rehacerse y a buscarnos, y nos diesen en
qué entender. El jumento está como conviene,
la montaña cerca, la hambre carga, no hay
que hacer sino retirarnos con gentil compás
de pies, y, como dicen, váyase el muerto a
la sepultura y el vivo a la hogaza.''

  Y, antecogiendo su asno, rogó a su señor que
le siguiese, el cual, pareciéndole que Sancho
tenía razón, sin volverle a replicar le siguió. Y
a poco trecho que caminaban por entre dos
montañuelas, se hallaron en un espacioso y
escondido valle, donde se apearon, y Sancho
alivió el jumento, y tendidos sobre la verde
hierba, con la salsa de su hambre, almorzaron,
comieron, merendaron y cenaron a un mismo
punto, satisfaciendo sus estómagos con más de
una fiambrera que los señores clérigos del
difunto, que pocas veces se dejan mal pasar, en
la acémila de su repuesto traían.

  Mas sucedióles otra desgracia, que Sancho
la tuvo por la peor de todas, y fue que no
tenían vino que beber, ni aun agua que llegar a
la boca; y, acosados de la sed, dijo Sancho,
viendo que el prado donde estaban estaba
colmado de verde y menuda hierba, lo que se dirá
en el siguiente capítulo.

                 CAPITULO XX

    \De la jamás vista ni oída aventura que con
      más poco peligro fue acabada de famoso
      caballero en el mundo, como la que acabó el
      valeroso don Quijote de la Mancha./

  ``No es posible, señor mío, sino que estas
hierbas dan testimonio de que por aquí cerca
debe de estar alguna fuente o arroyo que
estas hierbas humedece, y, así, será bien que
vamos un poco más adelante; que ya toparemos
donde podamos mitigar esta terrible sed que
nos fatiga, que, sin duda, causa mayor pena
que la hambre.''

  Parecióle bien el consejo a don Quijote, y,
tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho
del cabestro a su asno, después de haber puesto
sobre él los relieves que de la cena quedaron,
comenzaron a caminar por el prado arriba a
tiento, porque la oscuridad de la noche no les
dejaba ver cosa alguna; mas no hubieron
andado doscientos pasos, cuando llegó a sus
oídos un grande ruido de agua, como que de
algunos grandes y levantados riscos se
despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y,
parándose a escuchar hacia qué parte sonaba,
oyeron a deshora otro estruendo que les aguó
el contento del agua, especialmente a Sancho,
que naturalmente era medroso y de poco
ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes
a compás, con un cierto crujir de hierros y
cadenas, que, acompañados del furioso estruendo
del agua, que pusieran pavor a cualquier
otro corazón que no fuera el de don Quijote.

  Era la noche, como se ha dicho, oscura, y
ellos acertaron a entrar entre unos árboles
altos, cuyas hojas, movidas del blando viento,
hacían un temeroso y manso ruido; de manera
que la soledad, el sitio, la oscuridad, el ruido
del agua con el susurro de las hojas, todo
causaba horror y espanto; y más cuando vieron
que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía,
ni la mañana llegaba, añadiéndose a todo esto
el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don
Quijote, acompañado de su intrépido corazón,
saltó sobre Rocinante, y, embrazando su rodela,
terció su lanzón, y dijo:

  ``Sancho amigo, has de saber que yo nací
por querer del cielo en esta nuestra edad de
hierro, para resucitar en ella la de oro, o la
dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel
para quien están guardados los peligros, las
grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy,
digo otra vez, quien ha de resucitar los de la
Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve
de la Fama, y el que ha de poner en olvido los
Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes,
los Febos y Belianises, con toda la caterva
de los famosos caballeros andantes del pasado
tiempo, haciendo en éste en que me hallo
tales grandezas, extrañezas y fechos de armas,
que oscurezcan las más claras que ellos ficieron.
Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas
de esta noche, su extraño silencio, el sordo
y confuso estruendo de estos árboles, el
temeroso ruido de aquella agua en cuya busca
venimos, que parece que se despeña y derrumba
desde los altos montes de la Luna, y aquel
incesable golpear que nos hiere y lastima los
oídos, las cuales cosas todas juntas, y cada una
por sí, son bastantes a infundir miedo, temor
y espanto en el pecho del mismo Marte,
cuanto más en aquel que no está acostumbrado
a semejantes acontecimientos y aventuras.
Pues todo esto que yo te pinto, son incentivos y
despertadores de mi ánimo, que ya hace que
el corazón me reviente en el pecho, con el
deseo que tiene de acometer esta aventura,
por más dificultosa que se muestra. Así que
aprieta un poco las cinchas a Rocinante, y
quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días
no más, en los cuales si no volviere, puedes
tú volverte a nuestra aldea, y desde allí, por
hacerme merced y buena obra, irás al Toboso,
donde dirás a la incomparable señora mía
Dulcinea que su cautivo caballero murió por
acometer cosas que le hiciesen digno de poder
llamarse suyo.''

  Cuando Sancho oyó las palabras de su amo,
comenzó a llorar con la mayor ternura del
mundo y a decirle:

  ``Señor, yo no sé por qué quiere vuestra
merced acometer esta tan temerosa aventura;
ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien
podemos torcer el camino y desviarnos del
peligro, aunque no bebamos en tres días; y
pues no hay quien nos vea, menos habrá quien
nos note de cobardes; cuanto más que yo he
oído predicar al cura de nuestro lugar, que
vuestra merced bien conoce, que quien busca
el peligro, perece en él; así que no es bien
tentar a Dios acometiendo tan desaforado
hecho, donde no se puede escapar sino por
milagro, y basta los que ha hecho el cielo con
vuestra merced en librarle de ser manteado,
como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y
salvo de entre tantos enemigos como
acompañaban al difunto. Y cuando todo esto no
mueva ni ablande ese duro corazón, muévale
el pensar y creer que apenas se habrá vuestra
merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo,
dé mi ánima a quien quisiere llevarla. Yo salí
de mi tierra y dejé hijos y mujer por venir a
servir a vuestra merced, creyendo valer más
y no menos; pero como la codicia rompe el
saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas,
pues cuando más vivas las tenía de alcanzar
aquella negra y malhadada ínsula que tantas
veces vuestra merced me ha prometido, veo
que, en pago y trueco de ella, me quiere ahora
dejar en un lugar tan apartado del trato
humano. ¡Por un solo Dios, señor mío, que no se
me faga tal desaguisado!; y ya que del todo no
quiera vuestra merced desistir de acometer
este fecho, dilátelo, a lo menos, hasta la
mañana, que, a lo que a mí me muestra la ciencia
que aprendí cuando era pastor, no debe de
haber desde aquí al alba tres horas, porque la
boca de la bocina está encima de la cabeza, y
hace la media noche en la línea del brazo
izquierdo.''

  ``¿Cómo puedes tú, Sancho'', dijo don
Quijote, ``ver dónde hace esa línea, ni dónde
está esa boca o ese colodrillo que dices, si
hace la noche tan oscura, que no parece en
todo el cielo estrella alguna?''

  ``Así es'', dijo Sancho; ``pero tiene el
miedo muchos ojos, y ve las cosas debajo de
tierra, cuanto más encima en el cielo, puesto que,
por buen discurso, bien se puede entender que
hay poco de aquí al día.''

  ``Falte lo que faltare'', respondió don Quijote,
``que no se ha de decir por mí ahora, ni en
ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me
apartaron de hacer lo que debía a estilo de
caballero; y, así, te ruego, Sancho, que calles,
que Dios, que me ha puesto en corazón de
acometer ahora esta tan no vista y tan temerosa
aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud
y de consolar tu tristeza. Lo que has de hacer es
apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte
aquí, que yo daré la vuelta presto, o vivo o
muerto.''

  Viendo, pues, Sancho la última resolución
de su amo, y cuán poco valían con él sus
lágrimas, consejos y ruegos, determinó de
aprovecharse de su industria, y hacerle esperar
hasta el día, si pudiese; y así, cuando apretaba
las cinchas al caballo, bonitamente y sin
ser sentido, ató con el cabestro de su asno
ambos pies a Rocinante, de manera que, cuando
don Quijote se quiso partir, no pudo, porque
el caballo no se podía mover sino a saltos.

  Viendo Sancho Panza el buen suceso de su
embuste, dijo:

  ``Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis
lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se
pueda mover Rocinante, y si vos queréis porfiar
y espolear y darle, será enojar a la fortuna,
y dar coces, como dicen, contra el aguijón.''

  Desesperábase con esto don Quijote, y, por
más que ponía las piernas al caballo, menos le
podía mover; y, sin caer en la cuenta de la
ligadura, tuvo por bien de sosegarse y esperar,
o a que amaneciese, o a que Rocinante
se menease, creyendo, sin duda, que aquello
venía de otra parte que de la industria de
Sancho; y, así, le dijo:

  ``Pues así es, Sancho, que Rocinante no
puede moverse, yo soy contento de esperar a
que ría el alba, aunque yo llore lo que ella
tardare en venir.''

  ``No hay que llorar'', respondió Sancho, ``que
yo entretendré a vuestra merced contando
cuentos desde aquí al día, si ya no es que se
quiere apear y echarse a dormir un poco sobre
la verde hierba, a uso de caballeros andantes,
para hallarse más descansado cuando llegue
el día y punto de acometer esta tan desemejable
aventura que le espera.''

  ``¿A qué llamas apear, o a qué dormir?'', dijo
don Quijote. ``¿Soy yo por ventura de aquellos
caballeros que toman reposo en los peligros?
Duerme tú, que naciste para dormir, o
haz lo que quisieres, que yo haré lo que viere
que más viene con mi pretensión.''

  ``No se enoje vuestra merced, señor mío'',
respondió Sancho, ``que no lo dije por tanto.''

  Y, llegándose a él, puso la una mano en el
arzón delantero y la otra en el otro, de modo
que quedó abrazado con el muslo izquierdo
de su amo, sin osarse apartar de él un dedo: tal
era el miedo que tenía a los golpes que todavía
alternativamente sonaban.

  Díjole don Quijote que contase algún cuento
para entretenerle, como se lo había prometido,
a lo que Sancho dijo que sí hiciera, si
le dejara el temor de lo que oía.

  ``Pero con todo eso, yo me esforzaré a decir
una historia, que, si la acierto a contar y no
me van a la mano, es la mejor de las historias;
y estéme vuestra merced atento, que ya
comienzo: «Erase que se era, el bien que
viniere para todos sea, y el mal para quien lo
fuere a buscar...» Y advierta vuestra
merced, señor mío, que el principio que los
antiguos dieron a sus consejas no fue así como
quiera, que fue una sentencia de Catón
Zonzorino, romano, que dice: «Y el mal para
quien le fuere a buscar», que viene aquí como
anillo al dedo, para que vuestra merced se esté
quedo, y no vaya a buscar el mal a ninguna
parte, sino que nos volvamos por otro camino,
pues nadie nos fuerza a que sigamos éste,
donde tantos miedos nos sobresaltan.''

  ``Sigue tu cuento, Sancho'', dijo don
Quijote, ``y del camino que hemos de seguir
déjame a mí el cuidado.''

  ``Digo, pues'', prosiguió Sancho, ``que en un
lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo,
quiero decir, que guardaba cabras, el cual
pastor o cabrerizo, como digo de mi cuento, se
llamaba Lope Ruiz, y este Lope Ruiz andaba
enamorado de una pastora que se llamaba
Torralba, la cual pastora llamada Torralba era
hija de un ganadero rico, y este ganadero
rico...''

  ``Si de esa manera cuentas tu cuento, Sancho'',
dijo don Quijote, ``repitiendo dos veces
lo que vas diciendo, no acabarás en dos días;
dilo seguidamente, y cuéntalo como hombre
de entendimiento, y si no, no digas nada.''

  ``De la misma manera que yo lo cuento'',
respondió Sancho, ``se cuentan en mi tierra
todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra,
ni es bien que vuestra merced me pida que haga
usos nuevos.''

  ``Di como quisieres'', respondió don Quijote;
``que pues la suerte quiere que no pueda
dejar de escucharte, prosigue.''

  ``Así que, señor mío de mi ánima'', prosiguió
Sancho, ``que, como ya tengo dicho, este
pastor andaba enamorado de Torralba la pastora,
que era una moza rolliza, zahareña, y
tiraba algo a hombruna, porque tenía unos
pocos de bigotes, que parece que ahora
la veo.''

  ``¿Luego conocístela tú?'', dijo don Quijote.

  ``No la conocí yo'', respondió Sancho; ``pero
quien me contó este cuento me dijo que era
tan cierto y verdadero, que podía bien, cuando
lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había
visto todo. Así que, yendo días y viniendo
días, el diablo, que no duerme y que todo lo
añasca, hizo de manera que el amor que el
pastor tenía a la pastora se volviese en
omecillo y mala voluntad, y la causa fue, según
malas lenguas, una cierta cantidad de celillos
que ella le dio, tales, que pasaban de la raya
y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el
pastor la aborreció de allí adelante, que, por
no verla, se quiso ausentar de aquella tierra e
irse donde sus ojos no la viesen jamás. La
Torralba, que se vio desdeñada del Lope,
luego le quiso bien, más que nunca le había
querido.''

  ``Esa es natural condición de mujeres'',
dijo don Quijote: ``desdeñar a quien las quiere
y amar a quien las aborrece; pasa adelante,
Sancho.''

  ``Sucedió'', dijo Sancho, ``que el pastor puso
por obra su determinación, y, antecogiendo sus
cabras, se encaminó por los campos de
Extremadura para pasarse a los reinos de Portugal.
La Torralba, que lo supo, se fue tras él, y
seguíale a pie y descalza desde lejos, con un
bordón en la mano y con unas alforjas al
cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo
de espejo y otro de un peine, y no sé qué
botecillo de mudas para la cara; mas llevase lo
que llevase, que yo no me quiero meter ahora
en averiguarlo, sólo diré que dicen que el
pastor llegó con su ganado a pasar el río
Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y
casi fuera de madre, y por la parte que llegó
no había barca ni barco, ni quien le pasase a
él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se
congojó mucho, porque veía que la Torralba
venía ya muy cerca, y le había de dar mucha
pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas
tanto anduvo mirando, que vio un pescador
que tenía junto a sí un barco tan pequeño, que
solamente podían caber en él una persona y
una cabra, y, con todo esto, le habló y concertó
con él que le pasase a él y a trecientas cabras
que llevaba. Entró el pescador en el barco, y
pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a
volver, y tornó a pasar otra. Tenga vuestra
merced cuenta en las cabras que el pescador
va pasando, porque si se pierde una de la
memoria, se acabará el cuento y no será
posible contar más palabra de él. Sigo, pues, y
digo que el desembarcadero de la otra parte
estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el
pescador mucho tiempo en ir y volver. Con
todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y
otra...''

  ``Haz cuenta que las pasó todas'', dijo don
Quijote; ``no andes yendo y viniendo de esa
manera, que no acabarás de pasarlas en un
año.''

  ``¿Cuántas han pasado hasta ahora?'',
dijo Sancho.

  ``Yo ¡qué diablos sé!'', respondió don
Quijote.

  ``He ahí lo que yo dije, que tuviese buena
cuenta; pues, por Dios, que se ha acabado
el cuento, que no hay pasar adelante.''

  ``¿Cómo puede ser eso?'', respondió don
Quijote. ``¿Tan de esencia de la historia es
saber las cabras que han pasado por extenso,
que si se yerra una del número no puedes
seguir adelante con la historia?''

  ``No, señor, en ninguna manera'', respondió
Sancho; ``porque así como yo pregunté a vuestra
merced que me dijese cuántas cabras habían
pasado, y me respondió que no sabía, en aquel
mismo instante se me fue a mí de la memoria
cuanto me quedaba por decir, y a fe que
era de mucha virtud y contento.''

  ``¿De modo'', dijo don Quijote, ``que ya la
historia es acabada?''

  ``Tan acabada es como mi madre'', dijo
Sancho.

  ``Dígote de verdad'', respondió don Quijote,
``que tú has contado una de las más nuevas
consejas, cuento o historia, que nadie pudo
pensar en el mundo, y que tal modo de contarla,
ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá
visto en toda la vida, aunque no esperaba yo
otra cosa de tu buen discurso; mas no me
maravillo, pues quizá estos golpes, que no
cesan, te deben de tener turbado el
entendimiento.''

  ``Todo puede ser'', respondió Sancho; ``mas
yo sé que en lo de mi cuento no hay más que
decir, que allí se acaba do comienza el yerro
de la cuenta del pasaje de las cabras.''

  ``Acabe norabuena donde quisiere'', dijo
don Quijote, ``y veamos si se puede mover
Rocinante.''

  Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar
saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien
atado.

  En esto parece ser, o que el frío de la
mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese
cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese
cosa natural, que es lo que más se debe creer,
a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo
que otro no pudiera hacer por él. Mas era
tanto el miedo que había entrado en su corazón,
que no osaba apartarse un negro de uña de su
amo; pues pensar de no hacer lo que tenía
gana, tampoco era posible, y, así, lo que hizo,
por bien de paz, fue soltar la mano derecha,
que tenía asida al arzón trasero, con la cual,
bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la
lazada corrediza con que los calzones se
sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en
quitándosela, dieron luego abajo, y se le quedaron
como grillos. Tras esto, alzó la camisa lo mejor
que pudo, y echó al aire entrambas posaderas,
que no eran muy pequeñas. Hecho esto, que
él pensó que era lo más que tenía que hacer
para salir de aquel terrible aprieto y angustia,
le sobrevino otra mayor, que fue que le
pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito
y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a
encoger los hombros, recogiendo en sí el
aliento todo cuanto podía. Pero, con todas
estas diligencias, fue tan desdichado, que, al
cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido,
bien diferente de aquel que a él le ponía
tanto miedo. Oyólo don Quijote, y dijo:

  ``¿Qué rumor es ése, Sancho?''

  ``No sé, señor'', respondió él; ``alguna cosa
nueva debe de ser, que las aventuras y
desventuras nunca comienzan por poco.''

  Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle
tan bien, que, sin más ruido ni alboroto que el
pasado, se halló libre de la carga que tanta
pesadumbre le había dado. Mas como don Quijote
tenía el sentido del olfato tan vivo como
el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y
cosido con él, que casi por línea recta subían
los vapores hacia arriba, no se pudo excusar de
que algunos no llegasen a sus narices, y apenas
hubieron llegado, cuando él fue al socorro
apretándolas entre los dos dedos, y, con tono
algo gangoso, dijo:

  ``Paréceme, Sancho, que tienes mucho
miedo.''

  ``Sí tengo'', respondió Sancho; ``mas ¿en qué
lo echa de ver vuestra merced ahora más que
nunca?''

  ``En que ahora más que nunca hueles, y no a
ámbar'', respondió don Quijote.

  ``Bien podrá ser'', dijo Sancho; ``mas yo no
tengo la culpa, sino vuestra merced, que me
trae a deshoras y por estos no acostumbrados
pasos.''

  ``Retírate tres o cuatro allá, amigo'', dijo don
Quijote --todo esto sin quitarse los dedos de
las narices--; ``y desde aquí adelante ten más
cuenta con tu persona, y con lo que debes a la
mía, que la mucha conversación que tengo
contigo ha engendrado este menosprecio.''

  ``Apostaré'', replicó Sancho, ``que piensa
vuestra merced que yo he hecho de mi persona
alguna cosa que no deba.''

  ``Peor es menearlo, amigo Sancho'',
respondió don Quijote.

  En estos coloquios y otros semejantes
pasaron la noche amo y mozo. Mas viendo Sancho
que a más andar se venía la mañana, con
mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los
calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque
él de suyo no era nada brioso, parece que se
resintió, y comenzó a dar manotadas, porque
corvetas, con perdón suyo, no las sabía hacer.
Viendo, pues, don Quijote que ya Rocinante
se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó que
lo era de que acometiese aquella temerosa
aventura. Acabó en esto de descubrirse el alba
y de parecer distintamente las cosas, y vio don
Quijote que estaba entre unos árboles altos, que
ellos eran castaños, que hacen la sombra
muy oscura; sintió también que el golpear no
cesaba, pero no vio quién lo podía causar. Y,
así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas
a Rocinante, y, tornando a despedirse de Sancho,
le mandó que allí le aguardase tres días
a lo más largo, como ya otra vez se lo había
dicho, y que si al cabo de ellos no hubiese vuelto,
tuviese por cierto que Dios había sido servido
de que en aquella peligrosa aventura se le
acabasen sus días. Tornóle a referir el recado y
embajada que había de llevar de su parte a su
señora Dulcinea, y que en lo que tocaba a la
paga de sus servicios no tuviese pena, porque
él había dejado hecho su testamento antes que
saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado
de todo lo tocante a su salario, rata por
cantidad, del tiempo que hubiese servido; pero
que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y
salvo y sin cautela, se podía tener por muy
más que cierta la prometida ínsula.

  De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de
nuevo las lastimeras razones de su buen señor,
y determinó de no dejarle hasta el último
tránsito y fin de aquel negocio.

  De estas lágrimas y determinación tan honrada
de Sancho Panza, saca el autor de esta historia
que debía de ser bien nacido, y, por lo menos,
cristiano viejo; cuyo sentimiento enterneció
algo a su amo, pero no tanto que mostrase
flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor que
pudo, comenzó a caminar hacia la parte por
donde le pareció que el ruido del agua y del
golpear venía. Seguíale Sancho a pie, llevando,
como tenía de costumbre, del cabestro a su
jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y
adversas fortunas. Y, habiendo andado una
buena pieza por entre aquellos castaños y árboles
sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de
unas altas peñas se hacía, de las cuales se
precipitaba un grandísimo golpe de agua. Al pie
de las peñas estaban unas casas mal hechas,
que más parecían ruinas de edificios que casas,
de entre las cuales advirtieron que salía el
ruido y estruendo de aquel golpear, que aún no
cesaba.

  Alborotóse Rocinante con el estruendo del
agua y de los golpes, y, sosegándole don Quijote,
se fue llegando poco a poco a las casas,
encomendándose de todo corazón a su señora,
suplicándole que en aquella temerosa jornada
y empresa le favoreciese, y, de camino, se
encomendaba también a Dios, que no le olvidase.
No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba
cuanto podía el cuello y la vista por entre
las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo
que tan suspenso y medroso le tenía.

  Otros cien pasos serían los que anduvieron,
cuando, al doblar de una punta, pareció
descubierta y patente la misma causa, sin que
pudiese ser otra, de aquel horrísono y para
ellos espantable ruido, que tan suspensos y
medrosos toda la noche los había tenido. Y
eran --si no lo has, oh lector, por pesadumbre
y enojo--, seis mazos de batán, que con
sus alternativos golpes aquel estruendo
formaban.

  Cuando don Quijote vio lo que era,
enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle
Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre
el pecho, con muestras de estar corrido. Miró
también don Quijote a Sancho, y viole que
tenía los carrillos hinchados y la boca llena de
risa, con evidentes señales de querer reventar
con ella, y no pudo su melancolía tanto con
él, que a la vista de Sancho pudiese dejar de
reírse; y como vio Sancho que su amo había
comenzado, soltó la presa de manera, que tuvo
necesidad de apretarse las ijadas con los
puños por no reventar riendo. Cuatro veces
sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el
mismo ímpetu que primero; de lo cual ya se
daba al diablo don Quijote, y más cuando le
oyó decir, como por modo de fisga: ``Has de
saber, ¡oh, Sancho amigo!, que yo nací, por
querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro
para resucitar en ella la dorada, o de oro. Yo
soy aquel para quien están guardados los
peligros, las hazañas grandes, los valerosos
fechos''; y por aquí fue repitiendo todas o las
más razones, que don Quijote dijo la vez
primera que oyeron los temerosos golpes.

  Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía
burla de él, se corrió y enojó en tanta manera,
que alzó el lanzón y le asentó dos palos tales,
que si, como los recibió en las espaldas, los
recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle
el salario, si no fuera a sus herederos. Viendo
Sancho que sacaba tan malas veras de sus
burlas, con temor de que su amo no pasase
adelante en ellas, con mucha humildad le dijo:

  ``Sosiéguese vuestra merced, que por Dios
que me burlo.''

  ``Pues porque os burláis, no me burlo yo'',
respondió don Quijote. ``Venid acá, señor
alegre: ¿paréceos a vos que si como éstos fueron
mazos de batán, fueran otra peligrosa
aventura, no había yo mostrado el ánimo que
convenía para emprenderla y acabarla? ¿Estoy yo
obligado, a dicha, siendo, como soy, caballero,
a conocer y distinguir los sones, y saber
cuáles son de batán o no? Y más, que podría
ser, como es verdad, que no los he visto en mi
vida, como vos los habréis visto, como villano
ruin que sois, criado y nacido entre ellos.
Si no, haced vos que estos seis mazos se
vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a las
barbas uno a uno, o todos juntos, y cuando yo
no diere con todos patas arriba, haced de mí la
burla que quisiereis.''

  ``No haya más, señor mío'', replicó Sancho,
``que yo confieso que he andado algo risueño
en demasía. Pero dígame vuestra merced,
ahora que estamos en paz --así Dios le saque
de todas las aventuras que le sucedieren tan
sano y salvo como le ha sacado de esta--, ¿no
ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el
gran miedo que hemos tenido?; a lo menos
el que yo tuve, que de vuestra merced ya yo
sé que no le conoce, ni sabe qué es temor ni
espanto.''

  ``No niego yo'', respondió don Quijote, ``que
lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de
risa; pero no es digna de contarse, que no son
todas las personas tan discretas que sepan
poner en su punto las cosas.''

  ``A lo menos'', respondió Sancho, ``supo
vuestra merced poner en su punto el lanzón,
apuntándome a la cabeza y dándome en las
espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que
puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá
en la colada; que yo he oído decir: «ése te
quiere bien, que te hace llorar»; y más, que
suelen los principales señores, tras una mala
palabra que dicen a un criado, darle luego unas
calzas, aunque no sé lo que le suelen dar tras
haberle dado de palos, si ya no es que los
caballeros andantes dan, tras palos, ínsulas o
reinos en tierra firme.''

  ``Tal podría correr el dado'', dijo don
Quijote, ``que todo lo que dices viniese a ser
verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto
y sabes que los primeros movimientos no son
en mano del hombre; y está advertido de aquí
adelante en una cosa, para que te abstengas y
reportes en el hablar demasiado conmigo; que
en cuantos libros de caballerías he leído, que
son infinitos, jamás he hallado que ningún
escudero hablase tanto con su señor como tú
con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran
falta, tuya y mía: tuya, en que me estimas en
poco; mía, en que no me dejo estimar en más.
Sí, que Gandalín, escudero de Amadís de Gaula,
conde fue de la Insula Firme. Y se lee de él
que siempre hablaba a su señor con la gorra
en la mano, inclinada la cabeza y doblado el
cuerpo, \more turquesco/. Pues ¿qué diremos
de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue
tan callado, que para declararnos la excelencia
de su maravilloso silencio, sola una vez se
nombra su nombre en toda aquella tan grande
como verdadera historia? De todo lo que he
dicho has de inferir, Sancho, que es menester
hacer diferencia de amo a mozo, de señor a
criado y de caballero a escudero. Así que
desde hoy en adelante nos hemos de tratar con
más respeto, sin darnos cordelejo, porque de
cualquiera manera que yo me enoje con vos,
ha de ser mal para el cántaro. Las mercedes
y beneficios que yo os he prometido llegarán
a su tiempo; y si no llegaren, el salario a lo
menos no se ha de perder, como ya os he
dicho.''

  ``Está bien cuanto vuestra merced dice'',
dijo Sancho; ``pero querría yo saber, por si
acaso no llegase el tiempo de las mercedes y
fuese necesario acudir al de los salarios,
cuánto ganaba un escudero de un caballero
andante en aquellos tiempos, y si se
concertaban por meses, o por días, como peones de
albañil.''

  ``No creo yo'', respondió don Quijote, ``que
jamás los tales escuderos estuvieron a salario,
sino a merced. Y si yo ahora te le he señalado
a ti en el testamento cerrado que dejé en mi
casa, fue por lo que podía suceder; que aún no
sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos
nuestros la caballería, y no querría que por
pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo.
Porque quiero que sepas, Sancho, que en
él no hay estado más peligroso que el de los
aventureros.''

  ``Así es verdad'', dijo Sancho, ``pues sólo
el ruido de los mazos de un batán pudo
alborotar y desasosegar el corazón de un tan
valeroso andante aventurero como es vuestra
merced. Mas bien puede estar seguro que, de
aquí adelante, no despliegue mis labios para
hacer donaire de las cosas de vuestra merced,
si no fuere para honrarle como a mi amo y
señor natural.''

  ``De esa manera'', replicó don Quijote, ``vivirás
sobre la haz de la tierra, porque, después
de a los padres, a los amos se ha de respetar
como si lo fuesen.''

                 CAPITULO XXI

    \Que trata de la alta aventura y rica
      ganancia del yelmo de Mambrino, con otras
      cosas sucedidas a nuestro invencible
      caballero./

  En esto comenzó a llover un poco, y quisiera
Sancho que se entraran en el molino de los
batanes. Mas habíales cobrado tal aborrecimiento
don Quijote por la pesada burla, que en
ninguna manera quiso entrar dentro; y, así,
torciendo el camino a la derecha mano, dieron
en otro como el que habían llevado el día de
antes.

  De allí a poco descubrió don Quijote un
hombre a caballo, que traía en la cabeza una
cosa que relumbraba como si fuera de oro, y
aun él apenas le hubo visto, cuando se volvió
a Sancho y le dijo:

  ``Paréceme, Sancho, que no hay refrán que
no sea verdadero, porque todos son sentencias
sacadas de la misma experiencia, madre de
las ciencias todas, especialmente aquel que
dice: «donde una puerta se cierra, otra se abre».
Dígolo porque si anoche nos cerró la ventura
la puerta de la que buscábamos, engañándonos
con los batanes, ahora nos abre de par en par
otra para otra mejor y más cierta aventura;
que, si yo no acertare a entrar por ella, mía
será la culpa, sin que la pueda dar a la poca
noticia de batanes, ni a la oscuridad de la
noche. Digo esto porque, si no me engaño, hacia
nosotros viene uno que trae en su cabeza
puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo
hice el juramento que sabes.''

  ``Mire vuestra merced bien lo que dice, y
mejor lo que hace'', dijo Sancho; ``que no
querría que fuesen otros batanes que nos
acabasen de abatanar y aporrear el
sentido.''

  ``¡Válgate el diablo por hombre!'', replicó don
Quijote. ``¿Qué va de yelmo a batanes?''

  ``No sé nada'', respondió Sancho; ``mas a fe
que si yo pudiera hablar tanto como solía, que
quizá diera tales razones, que vuestra merced
viera que se engañaba en lo que dice.''

  ``¿Cómo me puedo engañar en lo que digo,
traidor escrupuloso?'', dijo don Quijote. ``Dime,
¿no ves aquel caballero que hacia nosotros
viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae
puesto en la cabeza un yelmo de oro?''

  ``Lo que yo veo y columbro'', respondió
Sancho, ``no es sino un hombre sobre un asno,
pardo como el mío, que trae sobre la cabeza
una cosa que relumbra.''

  ``Pues ése es el yelmo de Mambrino'', dijo
don Quijote. ``Apártate a una parte y déjame
con él a solas; verás cuán sin hablar palabra,
por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura
y queda por mío el yelmo que tanto he
deseado.''

  ``Yo me tengo en cuidado el apartarme'',
replicó Sancho; ``mas quiera Dios, torno a
decir, que orégano sea, y no batanes.''

  ``Ya os he dicho, hermano, que no me
mentéis, ni por pienso, más eso de los batanes'',
dijo don Quijote, ``que voto..., y no digo más,
que os batanee el alma.''

  Calló Sancho, con temor que su amo no
cumpliese el voto que le había echado, redondo
como una bola.

  Es, pues, el caso que el yelmo y el caballo
y caballero que don Quijote veía, era esto:
que en aquel contorno había dos lugares, el uno
tan pequeño que ni tenía botica ni barbero, y
el otro, que estaba junto a él, sí; y, así,
el barbero del mayor servía al menor, en el
cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse
y otro de hacerse la barba, para lo cual venía
el barbero y traía una bacía de azófar, y quiso
la suerte que, al tiempo que venía, comenzó
a llover, y porque no se le manchase el sombrero,
que debía de ser nuevo, se puso la bacía
sobre la cabeza, y, como estaba limpia, desde
media legua relumbraba. Venía sobre un asno
pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la
ocasión que a don Quijote le pareció caballo
rucio rodado, y caballero y yelmo de oro;
que todas las cosas que veía con mucha
facilidad las acomodaba a sus desvariadas
caballerías y malandantes pensamientos. Y cuando él
vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin
ponerse con él en razones, a todo correr de
Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando
intención de pasarle de parte a parte; mas
cuando a él llegaba, sin detener la furia de su
carrera, le dijo:

  ``¡Defiéndete, cautiva criatura, o entrégame
de tu voluntad lo que con tanta razón se me
debe!''

  El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo,
vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo
otro remedio, para poder guardarse del golpe
de la lanza, sino fue el dejarse caer del asno
abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando se
levantó más ligero que un gamo, y comenzó a
correr por aquel llano, que no le alcanzara el
viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la cual
se contentó don Quijote, y dijo que el pagano
había andado discreto, y que había imitado al
castor, el cual, viéndose acosado de los
cazadores, se taraza y harpa con los dientes
aquello por lo que él, por distinto natural, sabe
que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase
el yelmo, el cual, tomándola en las manos,
dijo:

  ``¡Por Dios que la bacía es buena, y que vale
un real de a ocho como un maravedí!''

  Y dándosela a su amo, se la puso luego en
la cabeza, rodeándola a una parte y a otra,
buscándole el encaje, y como no se le
hallaba, dijo:

  ``Sin duda que el pagano a cuya medida se
forjó primero esta famosa celada, debía de
tener grandísima cabeza, y lo peor de ello es que
le falta la mitad.''

  Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada,
no pudo tener la risa; mas vínosele a las
mientes la cólera de su amo, y calló en la
mitad de ella.

  ``¿De qué te ríes, Sancho?'', dijo don
Quijote.

  ``Ríome'', respondió él, ``de considerar la
gran cabeza que tenía el pagano dueño de este
almete, que no semeja sino una bacía de
barbero pintiparada.''

  ``¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta
famosa pieza de este encantado yelmo, por algún
extraño accidente debió de venir a manos de
quien no supo conocer ni estimar su valor, y,
sin saber lo que hacía, viéndola de oro
purísimo, debió de fundir la otra mitad para
aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo ésta
que parece bacía de barbero, como tú dices;
pero sea lo que fuere, que para mí que la
conozco no hace al caso su transmutación; que
yo la aderezaré en el primer lugar donde haya
herrero, y de suerte que no le haga ventaja, ni
aun le llegue, la que hizo y forjó el Dios de las
herrerías para el Dios de las batallas, y en
este entretanto la traeré como pudiere, que más
vale algo que no nada, cuanto más que bien
será bastante para defenderme de alguna
pedrada.''

  ``Eso será'', dijo Sancho, ``si no se tira con
honda, como se tiraron en la pelea de los
dos ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra
merced las muelas, y le rompieron el alcuza
donde venía aquel benditísimo brebaje que
me hizo vomitar las asaduras.''

  ``No me da mucha pena el haberle perdido,
que ya sabes tú, Sancho'', dijo don Quijote,
``que yo tengo la receta en la memoria.''

  ``También la tengo yo'', respondió Sancho.
``Pero si yo le hiciere ni le probare más en mi
vida, aquí sea mi hora; cuanto más, que no
pienso ponerme en ocasión de haberle menester,
porque pienso guardarme con todos mis
cinco sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie.
De lo del ser otra vez manteado no digo nada,
que semejantes desgracias mal se pueden
prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa
sino encoger los hombros, detener el aliento,
cerrar los ojos y dejarse ir por donde la
suerte y la manta nos llevare.''

  ``Mal cristiano eres, Sancho'', dijo, oyendo
esto, don Quijote, ``porque nunca olvidas la
injuria que una vez te han hecho; pues sábete
que es de pechos nobles y generosos no hacer
caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué
costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no
se te olvide aquella burla? Que, bien apurada
la cosa, burla fue y pasatiempo; que a no
entenderlo yo así, ya yo hubiera vuelto
allá y hubiera hecho en tu venganza más daño
que el que hicieron los griegos por la robada
Elena. La cual si fuera en este tiempo, o mi
Dulcinea fuera en aquél, pudiera estar segura
que no tuviera tanta fama de hermosa como
tiene.''

  Y aquí dio un suspiro, y le puso en las
nubes. Y dijo Sancho:

  ``Pase por burlas, pues la venganza no
puede pasar en veras; pero yo sé de qué calidad
fueron las veras y las burlas, y sé también
que no se me caerán de la memoria, como nunca
se quitarán de las espaldas. Pero dejando
esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos
de este caballo rucio rodado, que parece asno
pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino
que vuestra merced derribó; que, según él
puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego,
no lleva pergenio de volver por él jamás,
y ¡para mis barbas, si no es bueno el rucio!''

  ``Nunca yo acostumbro'', dijo don Quijote,
``despojar a los que venzo, ni es uso de caballería
quitarles los caballos y dejarlos a pie;
si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido
en la pendencia el suyo; que, en tal caso,
lícito es tomar el del vencido, como ganado en
guerra lícita. Así que, Sancho, deja ese caballo
o asno, o lo que tú quisieres que sea; que,
como su dueño nos vea alongados de aquí,
volverá por él.''

  ``Dios sabe si quisiera llevarle'', replicó
Sancho, ``o, por lo menos, trocarle con este mío,
que no me parece tan bueno. Verdaderamente
que son estrechas las leyes de caballería, pues
no se extienden a dejar trocar un asno por
otro, y querría saber si podría trocar los
aparejos siquiera.''

  ``En eso no estoy muy cierto'', respondió
don Quijote; ``y en caso de duda, hasta estar
mejor informado, digo que los trueques, si es
que tienes de ellos necesidad extrema.''

  ``Tan extrema es'', respondió Sancho, ``que
si fueran para mi misma persona, no los
hubiera menester más.''

  Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo
\mutacio caparum/, y puso su jumento a las
mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y
quinto.

  Hecho esto, almorzaron de las sobras del
real que del acémila despojaron, bebieron del
agua del arroyo de los batanes, sin volver la
cara a mirarlos: tal era el aborrecimiento que
les tenían, por el miedo en que les habían
puesto. Cortada, pues, la cólera, y aun la
melancolía, subieron a caballo, y sin tomar
determinado camino, por ser muy de caballeros
andantes el no tomar ninguno cierto, se pusieron
a caminar por donde la voluntad de Rocinante
quiso, que se llevaba tras sí la de su amo,
y aun la del asno, que siempre le seguía por
dondequiera que guiaba, en buen amor y
compañía. Con todo esto, volvieron al camino
real, y siguieron por él a la ventura, sin otro
designio alguno.

  Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho
a su amo:

  ``Señor, ¿quiere vuestra merced darme
licencia que departa un poco con él? Que
después que me puso aquel áspero mandamiento
del silencio se me han podrido más de cuatro
cosas en el estómago, y una sola que ahora
tengo en el pico de la lengua no querría que se
mal lograse.''

  ``Dila'', dijo don Quijote; ``y sé breve en
tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si
es largo.''

  ``Digo, pues, señor'', respondió Sancho, ``que
de algunos días a esta parte he considerado
cuán poco se gana y granjea de andar
buscando estas aventuras que vuestra merced
busca por estos desiertos y encrucijadas de
caminos, donde ya que se venzan y acaben las
más peligrosas, no hay quien las vea ni sepa, y
así, se han de quedar en perpetuo silencio
y en perjuicio de la intención de vuestra
merced y de lo que ellas merecen. Y así, me
parece que sería mejor, salvo el mejor parecer
de vuestra merced, que nos fuésemos a servir
a algún emperador, o a otro príncipe grande
que tenga alguna guerra, en cuyo servicio
vuestra merced muestre el valor de su
persona, sus grandes fuerzas y mayor
entendimiento; que visto esto del señor a quien
sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar a
cada cual según sus méritos, y allí no faltará
quien ponga en escrito las hazañas de vuestra
merced, para perpetua memoria. De las mías
no digo nada, pues no han de salir de los límites
escuderiles; aunque sé decir que si se usa en
la caballería escribir hazañas de escuderos,
que no pienso que se han de quedar las mías
entre renglones.''

  ``No dices mal, Sancho'', respondió don
Quijote; ``mas antes que se llegue a ese término
es menester andar por el mundo, como en
aprobación, buscando las aventuras, para que,
acabando algunas, se cobre nombre y fama tal,
que cuando se fuere a la corte de algún gran
monarca ya sea el caballero conocido por sus
obras, y que apenas le hayan visto entrar los
muchachos por la puerta de la ciudad,
cuando todos le sigan y rodeen, dando voces,
diciendo: «Este es el caballero del Sol», o de la
Sierpe, o de otra insignia alguna, debajo de
la cual hubiere acabado grandes hazañas. «Este
es, dirán, el que venció en singular batalla al
gigantazo Brocabruno de la Gran Fuerza; el
que desencantó al gran Mameluco de Persia
del largo encantamiento en que había estado
casi novecientos años.» Así que, de mano en
mano, irán pregonando sus hechos, y luego,
al alboroto de los muchachos y de la demás
gente, se parará a las fenestras de su real
palacio el rey de aquel reino; y, así como vea
al caballero, conociéndole por las armas o por
la empresa del escudo, forzosamente ha de
decir: «¡Ea, sus; salgan mis caballeros, cuantos
en mi corte están, a recibir a la flor de la
caballería, que allí viene!» A cuyo mandamiento
saldrán todos, y él llegará hasta la mitad de
la escalera, y le abrazará estrechísimamente,
y le dará paz, besándole en el rostro, y luego
le llevará por la mano al aposento de la
señora reina, adonde el caballero la hallará
con la infanta su hija, que ha de ser una de
las más fermosas y acabadas doncellas que
en gran parte de lo descubierto de la tierra a
duras penas se pueda hallar. Sucederá tras
esto, luego en continente, que ella ponga los
ojos en el caballero, y él en los de ella, y cada
uno parezca al otro cosa más divina que
humana, y, sin saber cómo ni cómo no, han
de quedar presos y enlazados en la intrincable
red amorosa, y con gran cuita en sus corazones,
por no saber cómo se han de fablar para descubrir
sus ansias y sentimientos. Desde allí le
llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio,
ricamente aderezado, donde, habiéndole quitado
las armas, le traerán un rico manto de
escarlata con que se cubra, y, si bien pareció
armado, tan bien y mejor ha de parecer en
farseto.

  ``Venida la noche, cenará con el rey, reina
e infanta, donde nunca quitará los ojos
de ella, mirándola a furto de los circunstantes, y
ella hará lo mismo con la misma sagacidad,
porque, como tengo dicho, es muy discreta
doncella. Levantarse han las tablas, y entrará
a deshora por la puerta de la sala un feo y
pequeño enano con una fermosa dueña, que
entre dos gigantes, detrás del enano viene, con
cierta aventura hecha por un antiquísimo
sabio, que el que la acabare será tenido por el
mejor caballero del mundo. Mandará luego
el rey que todos los que están presentes la
prueben, y ninguno le dará fin y cima sino
el caballero huésped, en mucho pro de su
fama, de lo cual quedará contentísima la
infanta, y se tendrá por contenta y pagada
además por haber puesto y colocado sus
pensamientos en tan alta parte. Y lo bueno es que
este rey o príncipe, o lo que es, tiene una muy
reñida guerra con otro tan poderoso como él,
y el caballero huésped le pide --al cabo de
algunos días que ha estado en su corte--,
licencia para ir a servirle en aquella guerra
dicha. Darásela el rey de muy buen talante, y el
caballero le besará cortésmente las manos por
la merced que le face.

  ``Y aquella noche se despedirá de su señora
la infanta por las rejas de un jardín, que cae en
el aposento donde ella duerme, por las cuales
ya otras muchas veces la había fablado, siendo
medianera y sabedora de todo una doncella
de quien la infanta mucho se fiaba. Suspirará
él, desmayaráse ella, traerá agua la
doncella, acuitaráse mucho porque viene
la mañana y no querría que fuesen descubiertos,
por la honra de su señora. Finalmente,
la infanta volverá en sí, y dará sus blancas
manos por la reja al caballero, el cual se las
besará mil y mil veces, y se las bañará en
lágrimas. Quedará concertado entre los dos del
modo que se han de hacer saber sus buenos
o malos sucesos, y rogarále la princesa que
se detenga lo menos que pudiere; prometérselo
ha él con muchos juramentos; tórnale a besar
las manos, y despídese con tanto sentimiento,
que estará a poco por acabar la vida; vase
desde allí a su aposento, échase sobre su
lecho, no puede dormir del dolor de la partida,
madruga muy de mañana; vase a despedir
del rey, y de la reina, y de la infanta;
dícenle, habiéndose despedido de los dos, que la
señora infanta está mal dispuesta y que no
puede recibir visita; piensa el caballero que es
de pena de su partida, traspásasele el corazón,
y falta poco de no dar indicio manifiesto
de su pena; está la doncella medianera delante;
halo de notar todo, váselo a decir a su señora,
la cual la recibe con lágrimas, y le dice que
una de las mayores penas que tiene es no saber
quién sea su caballero, y si es de linaje de
reyes, o no; asegúrala la doncella que no puede
caber tanta cortesía, gentileza y valentía
como la de su caballero sino en sujeto real y
grave; consuélase con esto la cuitada:
procura consolarse por no dar mal indicio de sí a
sus padres, y a cabo de dos días sale en público.
Ya se es ido el caballero, pelea en la guerra,
vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades,
triunfa de muchas batallas; vuelve a la
corte, ve a su señora por donde suele,
conciértase que la pida a su padre por mujer en
pago de sus servicios; no se la quiere dar el
rey, porque no sabe quién es; pero, con todo
esto, o robada o de otra cualquier suerte que
sea, la infanta viene a ser su esposa, y su padre
lo viene a tener a gran ventura, porque se vino
a averiguar que el tal caballero es hijo de un
valeroso rey de no sé qué reino, porque creo
que no debe de estar en el mapa. Muérese el
padre, hereda la infanta, queda rey el
caballero, en dos palabras. Aquí entra luego el
hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos
que le ayudaron a subir a tan alto estado.
Casa a su escudero con una doncella de la
infanta, que será, sin duda, la que fue tercera
en sus amores, que es hija de un duque muy
principal.''

  ``¡Eso pido, y barras derechas!'', dijo
Sancho; ``a eso me atengo, porque todo al pie
de la letra ha de suceder por vuestra merced,
llamándose \el Caballero de la Triste Figura/.''

  ``No lo dudes, Sancho'', replicó don Quijote,
``porque del mismo modo, y por los mismos
pasos que esto he contado, suben y
han subido los caballeros andantes a ser reyes
y emperadores. Sólo falta ahora mirar qué
rey de los cristianos o de los paganos tenga
guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá
para pensar esto, pues, como te tengo dicho,
primero se ha de cobrar fama por otras partes que
se acuda a la corte. También me falta otra cosa:
que, puesto caso que se halle rey con guerra y
con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama
increíble por todo el universo, no sé yo cómo
se podía hallar que yo sea de linaje de reyes, o,
por lo menos, primo segundo de emperador;
porque no me querrá el rey dar a su hija por
mujer, si no está primero muy enterado en esto,
aunque más lo merezcan mis famosos hechos.
Así que, por esta falta, temo perder lo que mi
brazo tiene bien merecido. Bien es verdad que
yo soy hijodalgo de solar conocido, de
posesión y propiedad, y de devengar quinientos
sueldos, y podría ser que el sabio que
escribiese mi historia deslindase de tal manera
mi parentela y descendencia, que me hallase
quinto o sexto nieto de rey. Porque te hago
saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes
en el mundo: unos que traen y derivan su
descendencia de príncipes y monarcas, a quien
poco a poco el tiempo ha deshecho, y han
acabado en punta, como pirámide puesta al
revés; otros tuvieron principio de gente
baja, y van subiendo de grado en grado, hasta
llegar a ser grandes señores. De manera que
está la diferencia en que unos fueron, que ya
no son, y otros son, que ya no fueron; y
podría ser yo de estos que, después de averiguado,
hubiese sido mi principio grande y famoso, con
lo cual se debía de contentar el rey mi suegro,
que hubiere de ser; y cuando no, la infanta
me ha de querer de manera, que a pesar de
su padre, aunque claramente sepa que soy
hijo de un azacán, me ha de admitir por señor
y por esposo; y si no, aquí entra el robarla
y llevarla donde más gusto me diere, que el
tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de
sus padres.''

  ``Ahí entra bien también'', dijo Sancho, ``lo
que algunos desalmados dicen: «no pidas de
grado, lo que puedes tomar por fuerza»,
aunque mejor cuadra decir: «más vale salto de
mata, que ruego de hombres buenos». Dígolo
porque, si el señor rey, suegro de vuestra
merced, no se quisiere domeñar a entregarle a
mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra
merced dice, robarla y trasponerla. Pero está el
daño que, en tanto que se hagan las paces
y se goce pacíficamente del reino, el pobre
escudero se podrá estar a diente en esto de las
mercedes; si ya no es que la doncella tercera
que ha de ser su mujer, se sale con la infanta,
y él pasa con ella su mala ventura, hasta
que el cielo ordene otra cosa; porque bien
podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por
legítima esposa.''

  ``Eso no hay quien la quite'', dijo don
Quijote.

  ``Pues como eso sea'', respondió Sancho,
``no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar
correr la suerte por donde mejor lo
encaminare.''

  ``Hágalo Dios'', respondió don Quijote,
``como yo deseo y tú, Sancho, has menester,
y ruin sea quien por ruin se tiene.''

  ``Sea par Dios'', dijo Sancho; ``que yo
cristiano viejo soy, y para ser conde esto me
basta.''

  ``Y aun te sobra'', dijo don Quijote; ``y cuando
no lo fueras, no hacía nada al caso, porque
siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza,
sin que la compres ni me sirvas con nada.
Porque en haciéndote conde, cátate ahí
caballero, y digan lo que dijeren, que a buena fe
que te han de llamar señoría, mal que les pese.''

  ``Y ¡montas que no sabría yo autorizar el
litado!'', dijo Sancho.

  ``\Dictado/ has de decir, que no \litado/'', dijo
su amo.

  ``Sea así'', respondió Sancho Panza. ``Digo
que le sabría bien acomodar, porque por vida
mía que un tiempo fui muñidor de una cofradía,
y que me asentaba tan bien la ropa de
muñidor, que decían todos que tenía
presencia para poder ser prioste de la misma
cofradía. Pues ¿qué será cuando me ponga un
ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de
perlas, a uso de conde extranjero? Para mí
tengo que me han de venir a ver de cien
leguas.''

  ``Bien parecerás'', dijo don Quijote; ``pero
será menester que te rapes las barbas a
menudo; que, según las tienes de espesas,
aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a
navaja cada dos días, por lo menos, a tiro de
escopeta se echará de ver lo que eres.''

  ``¿Qué hay más'', dijo Sancho, ``sino tomar
un barbero y tenerle asalariado en casa.
Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras
mí, como caballerizo de grande.''

  ``Pues ¿cómo sabes tú'', preguntó don Quijote,
``que los grandes llevan detrás de sí a
sus caballerizos?''

  ``Yo se lo diré'', respondió Sancho. ``Los
años pasados estuve un mes en la corte, y
allí vi que, paseándose un señor muy pequeño,
que decían que era muy grande, un hombre
le seguía a caballo a todas las vueltas que
daba, que no parecía sino que era su rabo.
Pregunté que cómo aquel hombre no se
juntaba con el otro, sino que siempre andaba
tras de él. Respondiéronme que era su caballerizo,
y que era uso de grandes llevar tras sí a los
tales. Desde entonces lo sé tan bien, que
nunca se me ha olvidado.''

  ``Digo que tienes razón'', dijo don Quijote,
``y que así puedes tú llevar a tu barbero; que
los usos no vinieron todos juntos ni se
inventaron a una, y puedes ser tú el primero conde
que lleve tras sí su barbero; y aun es de más
confianza el hacer la barba que ensillar un
caballo.''

  ``Quédese eso del barbero a mi cargo'',
dijo Sancho, ``y al de vuestra merced se quede
el procurar venir a ser rey y el hacerme
conde.''

  ``Así será'', respondió don Quijote.

  Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en
el siguiente capítulo.

                CAPITULO XXII

    \De la libertad que dio don Quijote a muchos
      desdichados que, mal de su grado, los
      llevaban donde no quisieran ir./

  Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo
y manchego en esta gravísima, altisonante,
mínima, dulce e imaginada historia, que
después que entre el famoso don Quijote de
la Mancha y Sancho Panza su escudero pasaron
aquellas razones, que en el fin del capítulo
veinte y uno quedan referidas, que don Quijote
alzó los ojos y vio que por el camino que
llevaba venían hasta doce hombres a pie,
ensartados como cuentas en una gran cadena de
hierro por los cuellos, y todos con esposas a
las manos; venían asimismo con ellos dos
hombres de a caballo y dos de a pie; los de a
caballo con escopetas de rueda, y los de a pie
con dardos y espadas, y que así como Sancho
Panza los vio, dijo:

  ``Esta es cadena de galeotes: gente forzada
del rey, que va a las galeras.''

  ``¿Cómo gente forzada?'', preguntó don
Quijote. ``¿Es posible que el rey haga fuerza a
ninguna gente?''

  ``No digo eso'', respondió Sancho, ``sino que
es gente que por sus delitos va condenada a
servir al rey en las galeras, de por fuerza.''

  ``En resolución'', replicó don Quijote, ``como
quiera que ello sea, esta gente, aunque los
llevan, van de por fuerza y no de su voluntad.''

  ``Así es'', dijo Sancho.

  ``Pues de esa manera'', dijo su amo, ``aquí
encaja la ejecución de mi oficio: desfacer
fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.''

  ``Advierta vuestra merced'', dijo Sancho,
``que la justicia, que es el mismo rey, no hace
fuerza ni agravio a semejante gente, sino que
los castiga en pena de sus delitos.''

  Llegó en esto la cadena de los galeotes, y
don Quijote, con muy corteses razones, pidió
a los que iban en su guarda fuesen servidos
de informarle y decirle la causa, o causas,
porque llevaban aquella gente de aquella
manera.

  Una de las guardas de a caballo respondió
que eran galeotes, gente de su majestad que
iba a galeras, y que no había más que decir, ni
él tenía más que saber.

  ``Con todo eso'', replicó don Quijote, ''querría
saber de cada uno de ellos, en particular, la
causa de su desgracia.''

  Añadió a éstas otras tales y tan comedidas
razones para moverlos a que le dijesen lo que
deseaba, que la otra guarda de a caballo le
dijo:

  ``Aunque llevamos aquí el registro y la fe de
las sentencias de cada uno de estos malaventurados,
no es tiempo éste de detenerles a sacarlas
ni a leerlas; vuestra merced llegue y se lo
pregunte a ellos mismos, que ellos lo dirán
si quisieren; que sí querrán, porque es gente
que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.''

  Con esta licencia, que don Quijote se tomara
aunque no se la dieran, se llegó a la cadena y
al primero le preguntó que por qué pecados
iba de tan mala guisa; él le respondió que
por enamorado iba de aquella manera.

  ``¿Por eso no más?'', replicó don Quijote.
``¡Pues si por enamorados echan a galeras, días
ha que pudiera yo estar bogando en ellas!''

  ``No son los amores como los que vuestra
merced piensa'', dijo el galeote; ``que los míos
fueron que quise tanto a una canasta de colar
atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo
tan fuertemente, que, a no quitármela la justicia
por fuerza, aún hasta ahora no la hubiera
dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no
hubo lugar de tormento; concluyóse la causa,
acomodáronme las espaldas con ciento, y por
añadidura tres precisos de gurapas, y acabóse
la obra.''

  ``¿Qué son \gurapas/?'', preguntó don Quijote.

  ``\Gurapas/ son \galeras/'', respondió el galeote.

  El cual era un mozo de hasta edad de veinte
y cuatro años, y dijo que era natural de
Piedrahita.

  Lo mismo preguntó don Quijote al segundo,
el cual no respondió palabra, según iba
de triste y melancólico; mas respondió por
él el primero, y dijo:

  ``Este, señor, va por canario; digo, por
músico y cantor.''

  ``Pues ¿cómo?'', repitió don Quijote, ``¿por
músicos y cantores van también a galeras?''

  ``Sí, señor'', respondió el galeote; ``que no hay
peor cosa que cantar en el ansia.''

  ``Antes he yo oído decir'', dijo don Quijote,
``que quien canta, sus males espanta.''

  ``Acá es al revés'', dijo el galeote; ``que
quien canta una vez, llora toda la vida.''

  ``No lo entiendo'', dijo don Quijote.

  Mas una de las guardas le dijo:

  ``Señor caballero: cantar en el ansia se dice,
entre esta gente \non santa/, confesar en el
tormento. A este pecador le dieron tormento y
confesó su delito, que era ser cuatrero, que
es ser ladrón de bestias, y por haber confesado
le condenaron por seis años a galeras, amén de
doscientos azotes que ya lleva en las espaldas.
Y va siempre pensativo y triste, porque
los demás ladrones que allá quedan y aquí
van, le maltratan y aniquilan, y escarnecen y
tienen en poco, porque confesó y no tuvo
ánimo de decir nones; porque dicen ellos que
tantas letras tiene un \no/ como un \sí/, y que harta
ventura tiene un delincuente que está en su
lengua su vida o su muerte, y no en la de los
testigos y probanzas; y para mí tengo que no
van muy fuera de camino.''

  ``Y yo lo entiendo así'', respondió don
Quijote.

  El cual, pasando al tercero, preguntó lo
que a los otros; el cual, de presto y con mucho
desenfado, respondió y dijo:

  ``Yo voy por cinco años a las señoras
gurapas por faltarme diez ducados.''

  ``Yo daré veinte de muy buena gana'', dijo
don Quijote, ``por libraros de esa pesadumbre.''

  ``Eso me parece'', respondió el galeote,
``como quien tiene dineros en mitad del golfo
y se está muriendo de hambre, sin tener adonde
comprar lo que ha menester. Dígolo porque,
si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados
que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera
untado con ellos la péndola del escribano y
avivado el ingenio del procurador, de manera
que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover,
de Toledo, y no en este camino, atraillado
como galgo; pero Dios es grande: paciencia,
y basta.''

  Pasó don Quijote al cuarto, que era un
hombre de venerable rostro, con una barba
blanca que le pasaba del pecho, el cual,
oyéndose preguntar la causa porque allí venía,
comenzó a llorar, y no respondió palabra;
mas el quinto condenado le sirvió de lengua,
y dijo:

  ``Este hombre honrado va por cuatro años a
galeras, habiendo paseado las acostumbradas
vestido en pompa y a caballo.''

  ``Eso es'', dijo Sancho Panza, ``a lo que a
mí me parece, haber salido a la vergüenza.''

  ``Así es'', replicó el galeote; ``y la culpa
porque le dieron esta pena es por haber sido
corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo. En
efecto, quiero decir que este caballero va por
alcahuete, y por tener asimismo sus puntas
y collar de hechicero.''

  ``A no haberle añadido esas puntas y collar'',
dijo don Quijote, ``por solamente el alcahuete
limpio no merecía él ir a bogar en las galeras,
sino a mandarlas y a ser general de ellas, porque
no es así como quiera el oficio de alcahuete;
que es oficio de discretos y necesarísimo en
la república bien ordenada, y que no le debía
ejercer sino gente muy bien nacida, y aun había
de haber veedor y examinador de los tales, como
le hay de los demás oficios, con número
deputado y conocido, como corredores de lonja, y
de esta manera se excusarían muchos males que
se causan por andar este oficio y ejercicio
entre gente idiota y de poco entendimiento,  como
son mujercillas de poco más a menos,
pajecillos y truhanes de pocos años y de poca
experiencia, que a la más necesaria ocasión, y
cuando es menester dar una traza que importe,
se les hielan las migas entre la boca y la mano,
y no saben cuál es su mano derecha. Quisiera
pasar adelante y dar las razones por que convenía
hacer elección de los que en la república
habían de tener tan necesario oficio; pero
no es el lugar acomodado para ello: algún día
lo diré a quien lo pueda proveer y remediar.
Sólo digo ahora que la pena que me ha causado
ver estas blancas canas y este rostro venerable
en tanta fatiga por alcahuete, me la ha quitado
el adjunto de ser hechicero; aunque bien sé
que no hay hechizos en el mundo que puedan
mover y forzar la voluntad, como algunos simples
piensan; que es libre nuestro albedrío, y no
hay hierba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen
hacer algunas mujercillas simples y algunos
embusteros bellacos, es algunas mixturas y
venenos con que vuelven locos a los hombres,
dando a entender que tienen fuerza para hacer
querer bien, siendo, como digo, cosa imposible
forzar la voluntad.''

  ``Así es'', dijo el buen viejo, ``y en verdad,
señor, que en lo de hechicero que no tuve
culpa; en lo de alcahuete no lo pude negar. Pero
nunca pensé que hacía mal en ello, que toda
mi intención era que todo el mundo se holgase
y viviese en paz y quietud sin pendencias
ni penas; pero no me aprovechó nada este
buen deseo para dejar de ir adonde no
espero volver, según me cargan los años y un
mal de orina que llevo, que no me deja reposar
un rato.''

  Y aquí tornó a su llanto como de primero, y
túvole Sancho tanta compasión, que sacó un
real de a cuatro del seno y se le dio de limosna.
Pasó adelante don Quijote y preguntó a otro
su delito, el cual respondió con no menos, sino
con mucha más gallardía que el pasado:

  ``Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente
con dos primas hermanas mías, y con
otras dos hermanas que no lo eran mías;
finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó
de la burla crecer la parentela tan intricadamente,
que no hay diablo que la declare.
Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros,
veíame a pique de perder los tragaderos;
sentenciáronme a galeras por seis años,
consentí: castigo es de mi culpa; mozo soy, dure
la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra
merced, señor caballero, lleva alguna cosa con
que socorrer a estos pobretes, Dios se lo
pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la
tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras
oraciones por la vida y salud de vuestra
merced, que sea tan larga y tan buena como su
buena presencia merece.''

  Este iba en hábito de estudiante, y dijo una
de las guardas que era muy grande hablador y
muy gentil latino.

  Tras todos éstos venía un hombre de muy
buen parecer, de edad de treinta años, sino
que al mirar metía el un ojo en el otro un poco.
Venía diferentemente atado que los demás,
porque traía una cadena al pie, tan grande, que
se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas
a la garganta, la una en la cadena, y la otra
de las que llaman guarda-amigo o pie-de-amigo,
de la cual descendían dos hierros que llegaban
a la cintura, en los cuales se asían dos
esposas, donde llevaba las manos, cerradas con
un grueso candado, de manera que ni con las
manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la
cabeza a llegar a las manos. Preguntó don
Quijote que cómo iba aquel hombre con tantas
prisiones más que los otros. Respondióle la
guarda: porque tenía aquél solo más delitos
que todos los otros juntos, y que era tan
atrevido y tan grande bellaco, que aunque le
llevaban de aquella manera, no iban seguros de él,
sino que temían que se les había de huir.

  ``¿Qué delitos puede tener'', dijo don
Quijote, ``si no han merecido más pena que
echarle a las galeras?''

  ``Va por diez años'', replicó la guarda, ``que
es como muerte civil. No se quiera saber
más sino que este buen hombre es el famoso
Ginés de Pasamonte, que por otro nombre llaman
Ginesillo de Parapilla.''

  ``Señor comisario'', dijo entonces el galeote,
''váyase poco a poco, y no andemos ahora a
deslindar nombres y sobrenombres; Ginés me
llamo, y no Ginesillo, y Pasamonte es mi
alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice; y cada
uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará
poco.''

  ``Hable con menos tono'', replicó el comisario,
``señor ladrón de más de la marca, si no
quiere que le haga callar, mal que le pese.''

  ``Bien parece'', respondió el galeote, ``que va
el hombre como Dios es servido; pero algún
día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de
Parapilla o no.''

  ``Pues ¿no te llaman así, embustero?'',
dijo la guarda.

  ``Sí llaman'', respondió Ginés; ``mas yo haré
que no me lo llamen, o me las pelaría donde
yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si
tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con
Dios, que ya enfada con tanto querer saber
vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que
yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está
escrita por estos pulgares.''

  ``Dice verdad'', dijo el comisario; ``que él
mismo ha escrito su historia, que no hay más,
y deja empeñado el libro en la cárcel en
doscientos reales.''

  ``Y le pienso quitar'', dijo Ginés, ``si quedara
en doscientos ducados.''

  ``¿Tan bueno es?'', dijo don Quijote.

  ``Es tan bueno'', respondió Ginés, ``que mal
año para \Lazarillo de Tormes/ y para todos
cuantos de aquel género se han escrito o
escribieren. Lo que le sé decir a voacé es que trata
verdades, y que son verdades tan lindas y tan
donosas, que no puede haber mentiras que se
le igualen.''

  ``Y ¿cómo se intitula el libro?'', preguntó don
Quijote.

  ``\La vida de Ginés de Pasamonte/'', respondió
él mismo.

  ``Y ¿está acabado?'', preguntó don Quijote.

  ``¿Cómo puede estar acabado'', respondió él,
``si aún no está acabada mi vida? Lo que está
escrito es desde mi nacimiento hasta el punto
que esta última vez me han echado en galeras.''

  ``Luego ¿otra vez habéis estado en ellas?'',
dijo don Quijote.

  ``Para servir a Dios y al rey, otra vez he
estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el
bizcocho y el corbacho'', respondió Ginés; ``y no me
pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré
lugar de acabar mi libro; que me quedan
muchas cosas que decir, y en las galeras de
España hay más sosiego de aquel que sería
menester, aunque no es menester mucho más para
lo que yo tengo de escribir, porque me lo sé
de coro.''

  ``Hábil pareces'', dijo don Quijote.

  ``Y desdichado'', respondió Ginés, ``porque
siempre las desdichas persiguen al buen
ingenio.''

  ``Persiguen a los bellacos'', dijo el comisario.

  ``Ya le he dicho, señor comisario'',
respondió Pasamonte, ``que se vaya poco a poco;
que aquellos señores no le dieron esa vara
para que maltratase a los pobretes que aquí
vamos, sino para que nos guiase y llevase
adonde Su Majestad manda. Si no, ¡por vida
de..., basta!; que podría ser que saliesen algún
día en la colada las manchas que se hicieron
en la venta; y todo el mundo calle, y viva bien,
y hable mejor, y caminemos, que ya es mucho
regodeo éste.''

  Alzó la vara en alto el comisario para dar
a Pasamonte, en respuesta de sus amenazas,
mas don Quijote se puso en medio y le rogó
que no le maltratase, pues no era mucho que
quien llevaba tan atadas las manos tuviese
algún tanto suelta la lengua; y, volviéndose a
todos los de la cadena, dijo:

  ``De todo cuanto me habéis dicho, hermanos
carísimos, he sacado en limpio que, aunque os
han castigado por vuestras culpas, las penas
que vais a padecer no os dan mucho gusto, y
que vais a ellas muy de mala gana y muy contra
vuestra voluntad, y que podría ser que el
poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la
falta de dineros de éste, el poco favor del otro, y,
finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese
sido causa de vuestra perdición y de no haber
salido con la justicia que de vuestra parte
teníais. Todo lo cual se me representa a mí ahora
en la memoria, de manera que me está diciendo,
persuadiendo y aun forzando, que muestre
con vosotros el efecto para que el cielo me arrojó
al mundo y me hizo profesar en él la orden de
caballería que profeso, y el voto que en ella
hice de favorecer a los menesterosos y opresos
de los mayores. Pero, porque sé que una de
las partes de la prudencia es que lo que se
puede hacer por bien no se haga por mal, quiero
rogar a estos señores guardianes y comisario
sean servidos de desataros y dejaros ir en paz;
que no faltarán otros que sirvan al rey en
mejores ocasiones, porque me parece duro caso
hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo
libres. Cuanto más, señores guardas'', añadió
don Quijote, ``que estos pobres no han cometido
nada contra vosotros; allá se lo haya cada
uno con su pecado. Dios hay en el cielo, que no
se descuida de castigar al malo ni de premiar
al bueno, y no es bien que los hombres honrados
sean verdugos de los otros hombres, no
yéndoles nada en ello. Pido esto con esta
mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo
cumplís, algo que agradeceros; y cuando de grado
no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el
valor de mi brazo, harán que lo hagáis por
fuerza.''

  ``¡Donosa majadería!'', respondió el comisario.
``¡Bueno está el donaire con que ha salido
a cabo de rato! Los forzados del rey quiere que
le dejemos, como si tuviéramos autoridad para
soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo.
¡Váyase vuestra merced, señor, norabuena su
camino adelante, y enderécese ese bacín que
trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies
al gato!''

  ``¡Vos sois el gato y el rato y el bellaco!'',
respondió don Quijote. Y, diciendo y haciendo,
arremetió con él tan presto, que, sin que tuviese
lugar de ponerse en defensa, dio con él en
el suelo, malherido de una lanzada; y avínole
bien, que éste era el de la escopeta. Las demás
guardas quedaron atónitas y suspensas del no
esperado acontecimiento; pero, volviendo sobre
sí, pusieron mano a sus espadas los de a caballo,
y los de a pie a sus dardos, y arremetieron
a don Quijote, que con mucho sosiego los
aguardaba; y sin duda lo pasara mal si los
galeotes, viendo la ocasión que se les ofrecía de
alcanzar libertad, no la procuraran, procurando
romper la cadena donde venían ensartados.
Fue la revuelta de manera que las guardas,
ya por acudir a los galeotes que se
desataban, ya por acometer a don Quijote que
los acometía, no hicieron cosa que fuese de
provecho. Ayudó Sancho, por su parte, a la
soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el
primero que saltó en la campaña, libre y
desembarazado, y, arremetiendo al comisario caído,
le quitó la espada y la escopeta, con la cual,
apuntando al uno y señalando al otro, sin
dispararla jamás, no quedó guarda en todo el
campo, porque se fueron huyendo, así de la
escopeta de Pasamonte como de las muchas
pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.

  Entristecióse mucho Sancho de este suceso,
porque se le representó que los que iban
huyendo habían de dar noticia del caso a la
Santa Hermandad, la cual, a campana herida,
saldría a buscar los delincuentes, y así se lo
dijo a su amo, y le rogó que luego de allí se
partiesen, y se emboscasen en la sierra, que
estaba cerca.

  ``Bien está eso'', dijo don Quijote; ``pero yo
sé lo que ahora conviene que se haga.''

  Y llamando a todos los galeotes, que andaban
alborotados y habían despojado al comisario
hasta dejarle en cueros, se le pusieron
todos a la redonda para ver lo que les mandaba;
y así les dijo:

  ``De gente bien nacida es agradecer los
beneficios que reciben, y uno de los pecados que
más a Dios ofende es la ingratitud. Dígolo
porque ya habéis visto, señores, con manifiesta
experiencia, el que de mí habéis recibido, en
pago del cual querría, y es mi voluntad, que,
cargados de esa cadena que quité de vuestros
cuellos, luego os pongáis en camino y vais a
la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante
la señora Dulcinea del Toboso, y le digáis que
su caballero, el de la Triste Figura, se le envía
a encomendar, y le contéis punto por punto
todos los que ha tenido esta famosa aventura,
hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho
esto, os podréis ir donde quisiereis, a la
buena ventura.''

  Respondió por todos Ginés de Pasamonte,
y dijo:

  ``Lo que vuestra merced nos manda, señor y
libertador nuestro, es imposible de toda
imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir
juntos por los caminos, sino solos y divididos,
y cada uno, por su parte, procurando meterse
en las entrañas de la tierra por no ser hallado
de la Santa Hermandad, que, sin duda alguna,
ha de salir en nuestra busca. Lo que vuestra
merced puede hacer, y es justo que haga, es
mudar ese servicio y montazgo de la señora
Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de
avemarías y credos, que nosotros diremos por la
intención de vuestra merced, y ésta es cosa que
se podrá cumplir de noche y de día huyendo
o reposando, en paz o en guerra; pero pensar
que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto,
digo, a tomar nuestra cadena, y a ponernos en
camino del Toboso, es pensar que es ahora de
noche, que aún no son las diez del día, y es
pedir a nosotros eso como pedir peras al olmo.''

  ``Pues, ¡voto a tal'', dijo don Quijote, ya
puesto en cólera, ``don hijo de la puta, don
Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que
habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con
toda la cadena a cuestas!''

  Pasamonte, que no era nada bien sufrido,
estando ya enterado que don Quijote no era muy
cuerdo, pues tal disparate había acometido
como el de querer darles libertad, viéndose
tratar de aquella manera, hizo del ojo a los
compañeros, y, apartándose a parte, comenzaron a
llover tantas piedras sobre don Quijote, que
no se daba manos a cubrirse con la rodela, y
el pobre de Rocinante no hacía más caso de la
espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho
se puso tras su asno, y con él se defendía de la
nube y pedrisco que sobre entrambos llovía.
No se pudo escudar tan bien don Quijote que
no le acertasen no sé cuantos guijarros en el
cuerpo, con tanta fuerza, que dieron con él en
el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue
sobre él el estudiante, y le quitó la bacía de la
cabeza, y diole con ella tres o cuatro golpes en
las espaldas y otros tantos en la tierra, con que
la hizo pedazos. Quitáronle una ropilla que
traía sobre las armas, y las medias calzas le
querían quitar, si las grebas no lo estorbaran.
A Sancho le quitaron el gabán, y dejándole
en pelota, repartiendo entre sí los demás
despojos de la batalla, se fueron cada uno por
su parte, con más cuidado de escaparse de la
Hermandad que temían que de cargarse de la
cadena e ir a presentarse ante la señora
Dulcinea del Toboso.

  Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho
y don Quijote; el jumento, cabizbajo y
pensativo, sacudiendo de cuando en cuando
las orejas, pensando que aún no había cesado
la borrasca de las piedras que le perseguían
los oídos; Rocinante, tendido junto a su amo,
que también vino al suelo de otra pedrada;
Sancho en pelota y temeroso de la Santa
Hermandad; don Quijote, mohinísimo de verse
tan malparado por los mismos a quien tanto
bien había hecho.

                CAPITULO XXIII

    \De lo que le aconteció al famoso don Quijote
      en Sierra Morena, que fue una de las más
      raras aventuras que en esta verdadera
      historia se cuentan./

  Viéndose tan malparado don Quijote, dijo
a su escudero:

  ``Siempre, Sancho, lo he oído decir: que el
hacer bien a villanos es echar agua en la mar.
Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo
hubiera excusado esta pesadumbre; pero ya
está hecho; paciencia, y escarmentar para desde
aquí adelante.''

  ``Así escarmentará vuestra merced'',
respondió Sancho, ``como yo soy turco; pero, pues
dice que si me hubiera creído se hubiera
excusado este daño, créame ahora y excusará otro
mayor, porque le hago saber que con la Santa
Hermandad no hay usar de caballerías; que no
se le da a ella por cuantos caballeros andantes
hay dos maravedís, y sepa que ya me parece
que sus saetas me zumban por los oídos.''

  ``Naturalmente eres cobarde, Sancho'', dijo
don Quijote; ``pero porque no digas que soy
contumaz y que jamás hago lo que me aconsejas,
por esta vez quiero tomar tu consejo y
apartarme de la furia que tanto temes; mas ha
de ser con una condición: que jamás, en vida
ni en muerte, has de decir a nadie que yo me
retiré y aparté de este peligro de miedo, sino por
complacer a tus ruegos; que si otra cosa dijeres,
mentirás en ello, y desde ahora para entonces,
y desde entonces para ahora, te desmiento,
y digo que mientes y mentirás todas las veces
que lo pensares o lo dijeres. Y no me repliques
más; que en sólo pensar que me aparto y retiro
de algún peligro, especialmente de este que
parece que lleva algún es, no es, de sombra de
miedo, estoy ya para quedarme, y para aguardar
aquí solo, no solamente a la Santa Hermandad
que dices y temes, sino a los hermanos
de los doce tribus de Israel, y a los siete
Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a
todos los hermanos y hermandades que hay en
el mundo.''

  ``Señor'', respondió Sancho, ``que el retirar
no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el
peligro sobrepuja a la esperanza; y de sabios
es guardarse hoy para mañana, y no aventurarse
todo en un día. Y sepa que, aunque zafio y
villano, todavía se me alcanza algo de esto que
llaman buen gobierno; así que no se arrepienta de
haber tomado mi consejo, sino suba en Rocinante
si puede, o si no, yo le ayudaré, y sígame,
que el caletre me dice que hemos menester ahora
más los pies que las manos.''

  Subió don Quijote sin replicarle más palabra,
y, guiando Sancho sobre su asno, se entraron
por una parte de Sierra Morena, que allí
junto estaba, llevando Sancho intención de
atravesarla toda, e ir a salir al Viso, o a
Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días
por aquellas asperezas, por no ser hallados si
la Hermandad los buscase. Animóle a esto
haber visto que de la refriega de los galeotes se
había escapado libre la despensa que sobre su
asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según
fue lo que llevaron y buscaron los galeotes.

  Así como don Quijote entró por aquellas
montañas, se le alegró el corazón, pareciéndole
aquellos lugares acomodados para las aventuras
que buscaba. Reducíansele a la memoria
los maravillosos acaecimientos que en semejantes
soledades y asperezas habían sucedido a
caballeros andantes. Iba pensando en estas
cosas, tan embebecido y transportado en ellas,
que de ninguna otra se acordaba. Ni Sancho
llevaba otro cuidado, después que le pareció
que caminaba por parte segura, sino de satisfacer
su estomago con los relieves que del despojo
clerical habían quedado, y así, iba tras su
amo sentado a la mujeriega sobre su
jumento, sacando de un costal y embaulando
en su panza, y no se le diera por hallar otra
ventura, entretanto que iba de aquella manera,
un ardite.

  En esto alzó los ojos y vio que su amo estaba
parado, procurando con la punta del lanzón
alzar no sé qué bulto que estaba caído en el
suelo, por lo cual se dio prisa a llegar a
ayudarle, si fuese menester; y cuando llegó
fue a tiempo que alzaba con la punta del
lanzón un cojín y una maleta asida a él, medio
podridos, o podridos del todo, y deshechos; mas
pesaba tanto, que fue necesario que Sancho
se apease a tomarlos, y mandóle su amo
que viese lo que en la maleta venía.

  Hízolo con mucha presteza Sancho, y aunque
la maleta venía cerrada con una cadena y su
candado, por lo roto y podrido de ella vio lo que
en ella había, que eran cuatro camisas de
delgada holanda, y otras cosas de lienzo no menos
curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló
un buen montoncillo de escudos de oro, y así
como los vio dijo:

  ``¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha
deparado una aventura que sea de provecho!''

  Y, buscando más, halló un librillo de memoria
ricamente guarnecido. Este le pidió don
Quijote, y mandóle que guardase el dinero y lo
tomase para él. Besóle las manos Sancho por
la merced, y, desvalijando a la valija de su
lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo
lo cual visto por don Quijote, dijo:

  ``Paréceme, Sancho, y no es posible que sea
otra cosa, que algún caminante descaminado
debió de pasar por esta sierra, y, salteándole
malandrines, le debieron de matar y le trajeron
a enterrar en esta tan escondida parte.''

  ``No puede ser eso'', respondió Sancho,
``porque si fueran ladrones, no se dejaran aquí
este dinero.''

  ``Verdad dices'', dijo don Quijote, ``y así, no
adivino ni doy en lo que esto pueda ser; mas
espérate, veremos si en este librillo de memoria
hay alguna cosa escrita por donde podamos
rastrear y venir en conocimiento de lo que
deseamos.''

  Abrióle, y lo primero que halló en él, escrito
como en borrador, aunque de muy buena letra,
fue un soneto, que, leyéndole alto, porque
Sancho también lo oyese, vio que decía de esta
manera:

       O le falta al Amor conocimiento,
     o le sobra crueldad, o no es mi pena
     igual a la ocasión que me condena
     al género más duro de tormento.

       Pero si Amor es dios, es argumento
     que nada ignora, y es razón muy buena
     que un dios no sea cruel; pues ¿quién ordena
     el terrible dolor que adoro y siento?

       Si digo que sois vos, Fili, no acierto,
     que tanto mal en tanto bien no cabe,
     ni me viene del cielo esta ruina.

       Presto habré de morir, que es lo más cierto;
     que al mal de quien la causa no se sabe
     milagro es acertar la medicina.

  ``Por esa trova'', dijo Sancho, ``no se puede
saber nada, si ya no es que por ese hilo que
está ahí se saque el ovillo de todo.''

  ``¿Qué hilo está aquí?'', dijo don Quijote.

  ``Paréceme'', dijo Sancho, ``que vuestra
merced nombró ahí \Hilo/.''

  ``No dije sino \Fili/'', respondió don Quijote,
``y éste, sin duda, es el nombre de la dama de
quien se queja el autor de este soneto; y a fe
que debe de ser razonable poeta, o yo sé poco
del arte.''

  ``Luego ¿también'', dijo Sancho, ``se le
entiende a vuestra merced de trovas?''

  ``Y más de lo que tú piensas'', respondió don
Quijote, ``y veráslo cuando lleves una carta,
escrita en verso de arriba abajo, a mi señora
Dulcinea del Toboso; porque quiero que sepas,
Sancho, que todos o los más caballeros andantes
de la edad pasada eran grandes trovadores
y grandes músicos; que estas dos habilidades,
o gracias, por mejor decir, son anejas a los
enamorados andantes. Verdad es que las
coplas de los pasados caballeros tienen más
de espíritu que de primor.''

  ``Lea más vuestra merced'', dijo Sancho;
``que ya hallará algo que nos satisfaga.''

  Volvió la hoja don Quijote, y dijo:

  ``Esto es prosa, y parece carta.''

  ``¿Carta misiva, señor?'', preguntó Sancho.

  ``En el principio no parece sino de amores'',
respondió don Quijote.

  ``Pues lea vuestra merced alto'', dijo Sancho,
``que gusto mucho de estas cosas de amores.''

  ``Que me place'', dijo don Quijote.

  Y leyéndola alto, como Sancho se lo había
rogado, vio que decía de esta manera:

  ``Tu falsa promesa y mi cierta desventura
me llevan a parte donde antes volverán a tus
oídos las nuevas de mi muerte que las razones
de mis quejas. Desechásteme, ¡oh ingrata!,
por quien tiene más, no por quien vale más
que yo; mas si la virtud fuera riqueza que se
estimara, no envidiara yo dichas ajenas, ni
llorara desdichas propias. Lo que levantó tu
hermosura han derribado tus obras: por ella
entendí que eras ángel, y por ellas conozco que
eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi
guerra, y haga el cielo que los engaños de tu
esposo estén siempre encubiertos, porque tú no
quedes arrepentida de lo que hiciste y yo no
tome venganza de lo que no deseo.''

  Acabando de leer la carta, dijo don
Quijote:

  ``Menos por ésta que por los versos se puede
sacar más de que quien la escribió es algún
desdeñado amante.''

  Y, hojeando casi todo el librillo, halló otros
versos y cartas, que algunos pudo leer y otros
no; pero lo que todos contenían eran quejas,
lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores,
favores y desdenes, solemnizados los unos y
llorados los otros.

  En tanto que don Quijote pasaba el libro,
pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en
toda ella, ni en el cojín, que no buscase,
escudriñase e inquiriese, ni costura que no
deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase,
porque no se quedase nada por diligencia ni
mal recado: tal golosina habían despertado en él
los hallados escudos, que pasaban de ciento.
Y aunque no halló más de lo hallado, dio por
bien empleados los vuelos de la manta, el
vomitar del brebaje, las bendiciones de las
estacas, las puñadas del arriero, la falta de las
alforjas, el robo del gabán, y toda la hambre,
sed y cansancio que había pasado en servicio
de su buen señor, pareciéndole que estaba
más que rebién pagado con la merced recibida
de la entrega del hallazgo.

  Con gran deseo quedó el Caballero de la
Triste Figura de saber quién fuese el dueño
de la maleta, conjeturando por el soneto y
carta, por el dinero en oro y por las tan
buenas camisas, que debía de ser de algún
principal enamorado, a quien desdenes y malos
tratamientos de su dama debían de haber
conducido a algún desesperado término. Pero como
por aquel lugar inhabitable y escabroso no
parecía persona alguna de quien poder informarse,
no se curó de más que de pasar adelante,
sin llevar otro camino que aquel que
Rocinante quería, que era por donde él podía
caminar, siempre con imaginación que no podía
faltar por aquellas malezas alguna extraña
aventura.

  Yendo, pues, con este pensamiento, vio que
por cima de una montañuela que delante de
los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre
de risco en risco y de mata en mata con extraña
ligereza. Figurósele que iba desnudo, la barba
negra y espesa, los cabellos muchos y rebultados,
los pies descalzos y las piernas sin cosa
alguna; los muslos cubrían unos calzones, al
parecer, de terciopelo leonado, mas tan hechos
pedazos, que por muchas partes se le descubrían
las carnes. Traía la cabeza descubierta,
y, aunque pasó con la ligereza que se ha dicho,
todas estas menudencias miró y notó el Caballero
de la Triste Figura; y, aunque lo procuró,
no pudo seguirle, porque no era dado a la
debilidad de Rocinante andar por aquellas
asperezas, y más siendo él de suyo pisacorto y
flemático. Luego imaginó don Quijote que
aquél era el dueño del cojín y de la maleta,
y propuso en sí de buscarle, aunque supiese
andar un año por aquellas montañas hasta
hallarle; y así, mandó a Sancho que se
apease del asno y atajase por la una parte de
la montaña, que él iría por la otra, y podría
ser que topasen, con esta diligencia, con aquel
hombre que con tanta prisa se les había
quitado de delante.

  ``No podré hacer eso'', respondió Sancho,
``porque en apartándome de vuestra merced,
luego es conmigo el miedo, que me asalta
con mil géneros de sobresaltos y visiones. Y
sírvale esto que digo de aviso, para que de
aquí adelante no me aparte un dedo de su
presencia.''

  ``Así será'', dijo el de la Triste Figura, ``y
yo estoy muy contento de que te quieras valer
de mi ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque
te falte el ánima del cuerpo; y vente ahora tras
mí poco a poco, o como pudieres, y haz de los
ojos linternas; rodearemos esta serrezuela,
quizá toparemos con aquel hombre que vimos, el
cual, sin duda alguna, no es otro que el dueño
de nuestro hallazgo.''

  A lo que Sancho respondió:

  ``Harto mejor sería no buscarle, porque si
le hallamos y acaso fuese el dueño del dinero,
claro está que lo tengo de restituir, y así, fuera
mejor, sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo
yo con buena fe, hasta que por otra vía menos
curiosa y diligente pareciera su verdadero
señor, y quizá fuera a tiempo que lo hubiera
gastado, y entonces el rey me hacía franco.''

  ``Engáñaste en eso, Sancho'', respondió don
Quijote; ``que ya que hemos caído en
sospecha de quién es el dueño, casi delante,
estamos obligados a buscarle y volvérselos; y,
cuando no le buscásemos, la vehemente sospecha
que tenemos de que él lo sea nos pone
ya en tanta culpa como si lo fuese. Así que,
Sancho amigo, no te dé pena el buscarle, por
la que a mí se me quitará si le hallo.''

  Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho
con su acostumbrado jumento. Y, habiendo
rodeado parte de la montaña, hallaron en
un arroyo caída, muerta y medio comida de
perros, y picada de grajos, una mula ensillada
y enfrenada. Todo lo cual confirmó en ellos
más la sospecha de que aquel que huía era
el dueño de la mula y del cojín. Estándola
mirando, oyeron un silbo como de pastor que
guardaba ganado; y a deshora, a su siniestra
mano, parecieron una buena cantidad de cabras,
y tras ellas, por cima de la montaña, pareció
el cabrero que las guardaba, que era un
hombre anciano. Diole voces don Quijote, y
rogóle que bajase donde estaban. El respondió
a gritos que quién les había traído por aquel
lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de
pies de cabras, o de lobos y otras fieras que
por allí andaban. Respondióle Sancho que
bajase, que de todo le darían buena cuenta.
Bajó el cabrero, y, en llegando adonde don
Quijote estaba, dijo:

  ``Apostaré que está mirando la mula de
alquiler que está muerta en esa hondonada; pues a
buena fe que ha ya seis meses que está en
ese lugar. Díganme, ¿han topado por ahí a su
dueño?''

  ``No hemos topado a nadie'', respondió don
Quijote, ``sino a un cojín y a una maletilla que
no lejos de este lugar hallamos.''

  ``También la hallé yo'', respondió el cabrero;
``mas nunca la quise alzar ni llegar a ella,
temeroso de algún desmán, y de que no me la
pidiesen por de hurto; que es el diablo sutil,
y debajo de los pies se levanta allombre
cosa donde tropiece y caiga, sin saber cómo ni
cómo no.''

  ``Eso mismo es lo que yo digo'', respondió
Sancho; ``que también la hallé yo, y no quise
llegar a ella con un tiro de piedra; allí la
dejé, y allí se queda como se estaba, que no
quiero perro con cencerro.''

  ``Decidme, buen hombre'', dijo don Quijote,
``¿sabéis vos quién sea el dueño de estas
prendas?''

  ``Lo que sabré yo decir'', dijo el cabrero, ``es
que habrá al pie de seis meses, poco más a
menos, que llegó a una majada de pastores,
que estará como tres leguas de este lugar, un
mancebo de gentil talle y apostura, caballero
sobre esa misma mula que ahí está muerta,
y con el mismo cojín y maleta que decís
que hallasteis y no tocasteis. Preguntónos que
cuál parte de esta sierra era la más áspera y
escondida. Dijímosle que era ésta donde ahora
estamos, y es así la verdad, porque si entráis
media legua más adentro, quizá no acertaréis
a salir; y estoy maravillado de cómo habéis
podido llegar aquí, porque no hay camino ni
senda que a este lugar encamine.

  ``Digo, pues, que en oyendo nuestra respuesta
el mancebo, volvió las riendas y encaminó
hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos
a todos contentos de su buen talle, y
admirados de su demanda y de la prisa con
que le veíamos caminar y volverse hacia la sierra;
y desde entonces nunca más le vimos, hasta
que desde allí a algunos días salió al camino
a uno de nuestros pastores, y, sin decirle nada,
se llegó a él y le dio muchas puñadas y coces,
y luego se fue a la borrica del hato y le
quitó cuanto pan y queso en ella traía, y con
extraña ligereza, hecho esto, se volvió a
emboscar en la sierra. Como esto supimos
algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi
dos días por lo más cerrado de esta sierra, al
cabo de los cuales le hallamos metido en el
hueco de un grueso y valiente alcornoque. Salió
a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto
el vestido, y el rostro desfigurado y tostado
del sol, de tal suerte, que apenas le conocíamos,
sino que los vestidos, aunque rotos, con
la noticia que de ellos teníamos, nos dieron a
entender que era el que buscábamos.

  ``Saludónos cortésmente, y en pocas y muy
buenas razones nos dijo que no nos maravillásemos
de verle andar de aquella suerte, porque
así le convenía para cumplir cierta penitencia
que por sus muchos pecados le había sido
impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era;
mas nunca lo pudimos acabar con él. Pedímosle
también que cuando hubiese menester el
sustento, sin el cual no podía pasar, nos dijese
dónde le hallaríamos, porque con mucho amor
y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto
tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos,
saliese a pedirlo, y no a quitarlo, a los pastores.
Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón
de los asaltos pasados, y ofreció de pedirlo
de allí adelante por amor de Dios, sin dar
molestia alguna a nadie. En cuanto lo que tocaba
a la estancia de su habitación, dijo que no
tenía otra, que aquella que le ofrecía la
ocasión donde le tomaba la noche, y acabó su
plática con un tan tierno llanto, que bien fuéramos
de piedra los que escuchado le habíamos si
en él no le acompañáramos, considerándole
como le habíamos visto la vez primera, y cual
le veíamos entonces. Porque, como tengo dicho,
era un muy gentil y agraciado mancebo, y en
sus corteses y concertadas razones mostraba ser
bien nacido y muy cortesana persona; que,
puesto que éramos rústicos los que le
escuchábamos, su gentileza era tanta, que bastaba
a darse a conocer a la misma rusticidad.

  ``Y estando en lo mejor de su plática, paró y
enmudecióse; clavó los ojos en el suelo por un
buen espacio, en el cual todos estuvimos
quedos y suspensos, esperando en qué había de
parar aquel embelesamiento, con no poca lástima
de verlo, porque por lo que hacía de abrir
los ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover
pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos
apretando los labios y enarcando las cejas,
fácilmente conocimos que algún accidente de locura
le había sobrevenido. Mas él nos dio a entender
presto ser verdad lo que pensábamos, porque
se levantó con gran furia del suelo donde se
había echado, y arremetió con el primero que
halló junto a sí, con tal denuedo y rabia, que,
si no se le quitáramos, le matara a puñadas y
a bocados; y todo esto hacía diciendo: «¡Ah,
fementido Fernando!; ¡aquí, aquí me pagarás la
sinrazón que me hiciste! Estas manos te
sacarán el corazón donde albergan y tienen
manida todas las maldades juntas, principalmente
la fraude y el engaño.» Y a éstas añadía
otras razones, que todas se encaminaban a decir
mal de aquel Fernando, y a tacharle de traidor
y fementido.

  ``Quitámosele, pues, con no poca pesadumbre,
y él, sin decir más palabra, se apartó
de nosotros y se emboscó corriendo por entre
estos jarales y malezas, de modo, que nos
imposibilitó el seguirle. Por esto conjeturamos
que la locura le venía a tiempos, y que
alguno que se llamaba Fernando le debía
de haber hecho alguna mala obra, tan pesada
cuanto lo mostraba el término a que le había
conducido. Todo lo cual se ha confirmado
después acá con las veces, que han sido muchas,
que él ha salido al camino, unas a pedir a los
pastores le den de lo que llevan para comer, y
otras a quitárselo por fuerza; porque cuando
está con el accidente de la locura, aunque los
pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo
admite, sino que lo toma a puñadas; y cuando
está en su seso, lo pide por amor de Dios,
cortés y comedidamente, y rinde por ello muchas
gracias, y no con falta de lágrimas. Y en
verdad os digo, señores --prosiguió el
cabrero--, que ayer determinamos yo y cuatro
zagales, los dos criados y los dos amigos míos,
de buscarle hasta tanto que le hallemos; y
después de hallado, ya por fuerza, ya por grado,
le hemos de llevar a la villa de Almodóvar,
que está de aquí ocho leguas, y allí le curaremos,
si es que su mal tiene cura, o sabremos
quién es cuando esté en su seso, y si tiene
parientes a quien dar noticia de su desgracia.
Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que
me habéis preguntado, y entended que el dueño
de las prendas que hallasteis es el mismo
que visteis pasar con tanta ligereza como
desnudez''--; que ya le había dicho don Quijote
cómo había visto pasar aquel hombre saltando
por la sierra.

  El cual quedó admirado de lo que al cabrero
había oído, y quedó con más deseo de saber
quién era el desdichado loco, y propuso en sí
lo mismo que ya tenía pensado: de buscarle
por toda la montaña, sin dejar rincón ni cueva
en ella que no mirase, hasta hallarle. Pero
hízolo mejor la suerte de lo que él pensaba ni
esperaba, porque en aquel mismo instante
pareció por entre una quebrada de una sierra,
que salía donde ellos estaban, el mancebo que
buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas
que no podían ser entendidas de cerca, cuanto
más de lejos. Su traje era cual se ha pintado,
sólo que, llegando cerca, vio don Quijote que
un coleto hecho pedazos que sobre sí traía,
era de ámbar, por donde acabó de entender
que persona que tales hábitos traía no debía
de ser de ínfima calidad.

  En llegando el mancebo a ellos, les
saludó con una voz desentonada y bronca, pero
con mucha cortesía. Don Quijote le volvió las
saludes con no menos comedimiento, y, apeándose
de Rocinante, con gentil continente y donaire
le fue a abrazar, y le tuvo un buen espacio
estrechamente entre sus brazos, como si de
luengos tiempos le hubiera conocido. El otro, a
quien podemos llamar \el Roto de la Mala Figura,/
como a don Quijote \el de la Triste/, después
de haberse dejado abrazar, le apartó un
poco de sí, y, puestas sus manos en los hombros
de don Quijote, le estuvo mirando como que
quería ver si le conocía; no menos admirado
quizá de ver la figura, talle y armas de don
Quijote, que don Quijote lo estaba de verle a
él. En resolución, el primero que habló después
del abrazamiento fue el Roto, y dijo lo que se
dirá adelante.

                CAPITULO XXIV

      \Donde se prosigue la aventura de la Sierra
                       Morena./

  Dice la historia que era grandísima la
atención con que don Quijote escuchaba al astroso
Caballero de la Sierra, el cual, prosiguiendo su
plática, dijo:

  ``Por cierto, señor, quienquiera que seáis,
que yo no os conozco, yo os agradezco las
muestras y la cortesía que conmigo habéis usado,
y quisiera yo hallarme en términos que, con
más que la voluntad, pudiera servir la que
habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento
que me habéis hecho; mas no quiere mi suerte
darme otra cosa con que corresponda a las
buenas obras que me hacen, que buenos deseos
de satisfacerlas.''

  ``Los que yo tengo'', respondió don Quijote,
``son de serviros; tanto, que tenía determinado
de no salir de estas sierras hasta hallaros y saber
de vos si el dolor que en la extrañeza de
vuestra vida mostráis tener, se podía hallar
algún género de remedio, y, si fuera menester
buscarle, buscarle con la diligencia posible.
Y cuando vuestra desventura fuera de aquellas
que tienen cerradas las puertas a todo género
de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y
plañirla como mejor pudiera; que todavía es
consuelo en las desgracias hallar quien se duela
de ellas. Y si es que mi buen intento merece
ser agradecido con algún género de cortesía,
yo os suplico, señor, por la mucha que veo que
en vos se encierra, y juntamente os conjuro
por la cosa que en esta vida más habéis amado
o amáis, que me digáis quién sois y la causa
que os ha traído a vivir y a morir entre estas
soledades como bruto animal, pues moráis
entre ellos tan ajeno de vos mismo, cual lo
muestra vuestro traje y persona. Y juro --añadió
don Quijote--, por la orden de caballería
que recibí, aunque indigno y pecador, y por la
profesión de caballero andante, que si en
esto, señor, me complacéis, de serviros con las
veras a que me obliga el ser quien soy, ora
remediando vuestra desgracia, si tiene remedio,
ora ayudándoos a llorarla, como os lo he
prometido.''

  \El Caballero del Bosque/, que de tal manera
oyó hablar al \de la Triste Figura/, no hacía sino
mirarle y remirarle, y tornarle a mirar de arriba
abajo, y después que le hubo bien mirado,
le dijo:

  ``Si tienen algo que darme a comer, por amor
de Dios que me lo den; que después de haber
comido, yo haré todo lo que se me manda, en
agradecimiento de tan buenos deseos como
aquí se me han mostrado.''

  Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero
de su zurrón, con que satisfizo el Roto su
hambre, comiendo lo que le dieron como persona
atontada, tan aprisa, que no daba espacio
de un bocado al otro, pues antes los engullía
que tragaba; y en tanto que comía, ni él ni
los que le miraban hablaban palabra. Como
acabó de comer, les hizo de señas que le
siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó a un
verde pradecillo que a la vuelta de una peña
poco desviada de allí estaba. En llegando a él,
se tendió en el suelo encima de la hierba, y los
demás hicieron lo mismo; y todo esto sin que
ninguno hablase, hasta que el Roto, después
de haberse acomodado en su asiento, dijo:

  ``Si gustáis, señores, que os diga en breves
razones la inmensidad de mis desventuras,
habéisme de prometer de que con ninguna pregunta
ni otra cosa no interrumpiréis el hilo de
mi triste historia, porque en el punto que lo
hagáis, en ése se quedará lo que fuere
contando.''

  Estas razones del Roto trajeron a la
memoria a don Quijote el cuento que le había
contado su escudero, cuando no acertó el número
de las cabras que habían pasado el río, y se
quedó la historia pendiente. Pero volviendo al
Roto, prosiguió diciendo:

  ``Esta prevención que hago es porque
querría pasar brevemente por el cuento de mis
desgracias; que el traerlas a la memoria no me
sirve de otra cosa que añadir otras de nuevo,
y mientras menos me preguntareis, más presto
acabaré yo de decirlas, puesto que no dejaré
por contar cosa alguna que sea de importancia
para no satisfacer del todo a vuestro
deseo.''

  Don Quijote se lo prometió en nombre de
los demás, y él, con este seguro, comenzó de esta
manera:

  ``Mi nombre es Cardenio, mi patria una ciudad
de las mejores de esta Andalucía, mi linaje
noble, mis padres ricos, mi desventura tanta,
que la deben de haber llorado mis padres y sentido
mi linaje, sin poderla aliviar con su riqueza,
que, para remediar desdichas del cielo, poco
suelen valer los bienes de fortuna. Vivía en
esta misma tierra un cielo, donde puso el
amor toda la gloria que yo acertara a desearme.
Tal es la hermosura de Luscinda, doncella
tan noble y tan rica como yo, pero de más
ventura, y de menos firmeza de la que a mis
honrados pensamientos se debía. A esta Luscinda
amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros
años, y ella me quiso a mí con aquella sencillez
y buen ánimo que su poca edad permitía.
Sabían nuestros padres nuestros intentos, y
no les pesaba de ello, porque bien veían que,
cuando pasaran adelante, no podían tener
otro fin que el de casarnos, cosa que casi la
concertaba la igualdad de nuestro linaje y
riquezas. Creció la edad y con ella el amor de
entrambos, que al padre de Luscinda le
pareció que por buenos respetos estaba obligado
a negarme la entrada de su casa; casi imitando
en esto a los padres de aquella Tisbe tan
decantada de los poetas. Y fue esta negación
añadir llama a llama y deseo a deseo, porque,
aunque pusieron silencio a las lenguas, no
le pudieron poner a las plumas, las cuales, con
más libertad que las lenguas, suelen dar a
entender a quien quieren lo que en el alma está
encerrado: que muchas veces la presencia de
la cosa amada turba y enmudece la intención
más determinada y la lengua más atrevida. ¡Ay,
cielos, y cuántos billetes le escribí! ¡Cuán
regaladas y honestas respuestas tuve! ¡Cuántas
canciones compuse y cuántos enamorados versos,
donde el alma declaraba y trasladaba sus
sentimientos, pintaba sus encendidos deseos,
entretenía sus memorias y recreaba su voluntad!
En efecto, viéndome apurado, y que mi alma
se consumía con el deseo de verla, determiné
poner por obra y acabar en un punto lo que
me pareció que más convenía para salir con
mi deseado y merecido premio, y fue el pedírsela
a su padre por legítima esposa, como lo hice.
A lo que el me respondió que me agradecía
la voluntad que mostraba de honrarle
y de querer honrarme con prendas suyas, pero
que siendo mi padre vivo, a él tocaba de justo
derecho hacer aquella demanda, porque, si no,
fuese con mucha voluntad y gusto suyo, no
era Luscinda mujer para tomarse ni darse
a hurto.

  ``Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome
que llevaba razón en lo que decía, y que
mi padre vendría en ello como yo se lo
dijese. Y con este intento, luego, en aquel
mismo instante, fui a decirle a mi padre lo que
deseaba, y al tiempo que entré en un aposento
donde estaba, le hallé con una carta abierta en
la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra,
me la dio, y me dijo: «Por esa carta verás,
Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo
tiene de hacerte merced.» Este duque
Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis de
saber, es un grande de España que tiene su
estado en lo mejor de esta Andalucía. Tomé y leí
la carta, la cual venía tan encarecida, que a mí
mismo me pareció mal si mi padre dejaba de
cumplir lo que en ella se le pedía, que era que
me enviase luego donde él estaba; que quería
que fuese compañero, no criado, de su hijo
el mayor, y que él tomaba a cargo el ponerme
en estado que correspondiese a la estimación
en que me tenía. Leí la carta, y enmudecí
leyéndola, y más cuando oí que mi padre me
decía: «De aquí a dos días te partirás,
Cardenio, a hacer la voluntad del duque, y da
gracias a Dios que te va abriendo camino por
donde alcances lo que yo sé que mereces.»
Añadió a éstas otras razones de padre
consejero.

  ``Llegóse el término de mi partida, hablé una
noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba,
y lo mismo hice a su padre, suplicándole
se entretuviese algunos días y dilatase el
darle estado hasta que yo viese lo que
Ricardo me quería. El me lo prometió, y ella me
lo confirmó con mil juramentos y mil desmayos.
Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba,
fui de él tan bien recibido y tratado, que
desde luego comenzó la envidia a hacer su
oficio, teniéndomela los criados antiguos,
pareciéndoles que las muestras que el duque daba
de hacerme merced habían de ser en perjuicio
suyo. Pero el que más se holgó con mi ida
fue un hijo segundo del duque, llamado
Fernando, mozo gallardo, gentil hombre, liberal
y enamorado, el cual en poco tiempo quiso
que fuese tan su amigo, que daba que decir
a todos; y aunque el mayor me quería bien y
me hacía merced, no llegó al extremo con que
don Fernando me quería y trataba.

  ``Es, pues, el caso, que, como entre los
amigos no hay cosa secreta que no se comunique,
y la privanza que yo tenía con don Fernando
dejaba de serlo por ser amistad, todos sus
pensamientos me declaraba, especialmente
uno enamorado que le traía con un poco de
desasosiego. Quería bien a una labradora,
vasalla de su padre, y ella los tenía muy
ricos, y era tan hermosa, recatada, discreta y
honesta, que nadie que la conocía se
determinaba en cuál de estas cosas tuviese más
excelencia, ni más se aventajase. Estas tan
buenas partes de la hermosa labradora redujeron
a tal término los deseos de don Fernando,
que se determinó, para poder alcanzarlo y
conquistar la entereza de la labradora, darle
palabra de ser su esposo, porque de otra
manera era procurar lo imposible. Yo, obligado
de su amistad, con las mejores razones que
supe y con los más vivos ejemplos que pude,
procuré estorbarle y apartarle de tal propósito.
Pero viendo que no aprovechaba, determiné
de decirle el caso al duque Ricardo, su padre.
Mas don Fernando, como astuto y discreto, se
receló y temió de esto, por parecerle que estaba
yo obligado, en vez de buen criado, a no
tener encubierta cosa que tan en perjuicio de
la honra de mi señor el duque venía; y así, por
divertirme y engañarme, me dijo que no
hallaba otro mejor remedio para poder apartar
de la memoria la hermosura que tan sujeto le
tenía, que el ausentarse por algunos meses, y
que quería que el ausencia fuese que los
dos nos viniésemos en casa de mi padre, con
ocasión que darían al duque, que venía a
ver y a feriar unos muy buenos caballos que en
mi ciudad había, que es madre de los mejores
del mundo.

  ``Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido
de mi afición, aunque su determinación no
fuera tan buena, la aprobara yo por una de las
más acertadas que se podían imaginar, por
ver cuán buena ocasión y coyuntura se me
ofrecía de volver a ver a mi Luscinda. Con
este pensamiento y deseo aprobé su parecer
y esforcé su propósito, diciéndole que lo
pusiese por obra con la brevedad posible,
porque, en efecto, la ausencia hacía su oficio a
pesar de los más firmes pensamientos. Ya,
cuando él me vino a decir esto, según después
se supo, había gozado a la labradora, con título
de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse
a su salvo, temeroso de lo que el duque, su
padre, haría cuando supiese su disparate.

  ``Sucedió, pues, que, como el amor en los
mozos por la mayor parte no lo es, sino
apetito, el cual, como tiene por último fin el
deleite, en llegando a alcanzarle se acaba, y ha
de volver atrás aquello que parecía amor,
porque no puede pasar adelante del término que
le puso naturaleza, el cual término no le puso a
lo que es verdadero amor...; quiero decir, que
así como don Fernando gozó a la labradora,
se le aplacaron sus deseos y se resfriaron sus
ahíncos, y si primero fingía quererse ausentar
por remediarlos, ahora de veras procuraba irse
por no ponerlos en ejecución. Diole el duque
licencia, y mandóme que le acompañase.
Venimos a mi ciudad, recibióle mi padre como
quien era. Vi yo luego a Luscinda, tornaron a
vivir, aunque no habían estado muertos ni
amortiguados, mis deseos, de los cuales di
cuenta, por mi mal, a don Fernando, por
parecerme que, en la ley de la mucha amistad que
mostraba, no le debía encubrir nada. Alabéle
la hermosura, donaire y discreción de
Luscinda de tal manera, que mis alabanzas
movieron en él los deseos de querer ver doncella
de tantas buenas partes adornada. Cumplíselos
yo, por mi corta suerte, enseñándosela
una noche, a la luz de una vela, por una ventana
por donde los dos solíamos hablarnos. Viola
en sayo, tal, que todas las bellezas hasta
entonces por él vistas las puso en olvido.
Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto; y,
finalmente, tan enamorado, cual lo veréis en el
discurso del cuento de mi desventura. Y, para
encenderle más el deseo, que a mí me celaba,
y al cielo a solas descubría, quiso la fortuna
que hallase un día un billete suyo pidiéndome
que la pidiese a su padre por esposa, tan
discreto, tan honesto y tan enamorado, que, en
leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se
encerraban todas las gracias de hermosura y
de entendimiento que en las demás mujeres
del mundo estaban repartidas.

  ``Bien es verdad que quiero confesar ahora
que, puesto que yo veía con cuán justas
causas don Fernando a Luscinda alababa, me
pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca,
y comencé a temer y a recelarme de él, porque
no se pasaba momento donde no quisiese
que tratásemos de Luscinda, y él movía la
plática aunque la trajese por los cabellos,
cosa que despertaba en mí un no sé qué de
celos, no porque yo temiese revés alguno de
la bondad y de la fe de Luscinda, pero, con
todo eso, me hacía temer mi suerte lo mismo
que ella me aseguraba. Procuraba siempre
don Fernando leer los papeles que yo a
Luscinda enviaba y los que ella me respondía,
a título que de la discreción de los dos gustaba
mucho. Acaeció, pues, que habiéndome pedido
Luscinda un libro de caballerías en que leer,
de quien era ella muy aficionada, que era el
de \Amadís de Gaula/...''

  No hubo bien oído don Quijote nombrar
libro de caballerías, cuando dijo:

  ``Con que me dijera vuestra merced al
principio de su historia que su merced de la
señora Luscinda era aficionada a libros de
caballerías, no fuera menester otra exageración
para darme a entender la alteza de su
entendimiento, porque no le tuviera tan bueno como
vos, señor, le habéis pintado, si careciera del
gusto de tan sabrosa leyenda; así que para
conmigo no es menester gastar más palabras
en declararme su hermosura, valor y entendimiento;
que, con sólo haber entendido su afición,
la confirmo por la más hermosa y más discreta
mujer del mundo; y quisiera yo, señor, que
vuestra merced le hubiera enviado, junto con
\Amadís de Gaula/, al bueno de \don Rugel de
Grecia/, que yo sé que gustara la señora
Luscinda mucho de Daraida y Geraya, y de
las discreciones del pastor Darinel, y de
aquellos admirables versos de sus Bucólicas,
cantadas y representadas por él con todo
donaire, discreción y desenvoltura; pero tiempo
podrá venir en que se enmiende esa falta, y
no dura más en hacerse la enmienda de
cuanto quiera vuestra merced ser servido de
venirse conmigo a mi aldea; que allí le podré
dar más de trescientos libros, que son el regalo
de mi alma y el entretenimiento de mi vida,
aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno,
merced a la malicia de malos y envidiosos
encantadores. Y perdóneme vuestra merced el
haber contravenido a lo que prometimos de no
interrumpir su plática, pues en oyendo cosas
de caballerías y de caballeros andantes, así es
en mi mano dejar de hablar en ellos, como lo
es en la de los rayos del sol dejar de calentar,
ni humedecer en los de la luna. Así que, perdón,
y proseguir, que es lo que ahora hace más
al caso.''

  En tanto que don Quijote estaba diciendo lo
que queda dicho, se le había caído a Cardenio
la cabeza sobre el pecho, dando muestras de
estar profundamente pensativo. Y puesto que
dos veces le dijo don Quijote que prosiguiese
su historia, ni alzaba la cabeza, ni respondía
palabra. Pero al cabo de un buen espacio la
levantó, y dijo:

  ``No se me puede quitar del pensamiento, ni
habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien
me dé a entender otra cosa, y sería un
majadero el que lo contrario entendiese o
creyese, sino que aquel bellaconazo del maestro
Elisabat estaba amancebado con la reina
Madásima.''

  ``Eso no, ¡voto a tal!'', respondió con mucha
cólera don Quijote, y arrojóle, como tenía de
costumbre; ``y ésa es una muy gran malicia,
o bellaquería, por mejor decir. La reina
Madásima fue muy principal señora, y no se ha
de presumir que tan alta princesa se había de
amancebar con un sacapotras; y quien lo
contrario entendiere, miente como muy gran
bellaco. Y yo se lo daré a entender a pie o a
caballo, armado o desarmado, de noche o de día,
o como más gusto le diere.''

  Estábale mirando Cardenio muy atentamente,
al cual ya había venido el accidente de su
locura, y no estaba para proseguir su historia,
ni tampoco don Quijote se la oyera, según
le había disgustado lo que de Madásima le había
oído. ¡Extraño caso!, que así volvió por ella
como si verdaderamente fuera su verdadera y
natural señora: tal le tenían sus descomulgados
libros. Digo, pues, que como ya Cardenio
estaba loco, y se oyó tratar de mentís y de
bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle
mal la burla, y alzó un guijarro que halló
junto a sí, y dio con él en los pechos tal
golpe a don Quijote, que le hizo caer de
espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio
parar a su señor, arremetió al loco con el puño
cerrado, y el Roto le recibió de tal suerte, que
con una puñada dio con él a sus pies, y luego
se subió sobre él y le brumó las costillas muy
a su sabor. El cabrero, que le quiso defender,
corrió el mismo peligro. Y después que los
tuvo a todos rendidos y molidos, los dejó y
se fue con gentil sosiego a emboscarse en la
montaña.

  Levantóse Sancho, y con la rabia que tenía
de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió
a tomar la venganza del cabrero, diciéndole
que él tenía la culpa de no haberles avisado
que a aquel hombre le tomaba a tiempos la
locura; que si esto supieran, hubieran estado
sobre aviso para poderse guardar. Respondió
el cabrero que ya lo había dicho, y que si él no
lo había oído, que no era suya la culpa. Replicó
Sancho Panza, y tornó a replicar el cabrero, y
fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y
darse tales puñadas, que si don Quijote no los
pusiera en paz, se hicieran pedazos. Decía
Sancho, asido con el cabrero:

  ``Déjeme vuestra merced, señor Caballero
de la Triste Figura, que en éste que es villano
como yo y no está armado caballero, bien
puedo a mi salvo satisfacerme del agravio que
me ha hecho, peleando con él mano a mano,
como hombre honrado.''

  ``Así es'', dijo don Quijote; ``pero yo sé
que él no tiene ninguna culpa de lo sucedido.''

  Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió
a preguntar al cabrero si sería posible hallar
a Cardenio, porque quedaba con grandísimo
deseo de saber el fin de su historia. Díjole el
cabrero lo que primero le había dicho, que
era no saber de cierto su manida, pero que si
anduviese mucho por aquellos contornos no
dejaría de hallarle, o cuerdo o loco.

                 CAPITULO XXV

    \Que trata de las extrañas cosas que en Sierra
      Morena sucedieron al valiente caballero de
      la Mancha, y de la imitación que hizo a la
      penitencia de Beltenebros./

  Despidióse del cabrero don Quijote, y,
subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a
Sancho que le siguiese, el cual lo hizo con su
jumento de muy mala gana. Ibanse poco a
poco entrando en lo más áspero de la montaña,
y Sancho iba muerto por razonar con su amo,
y deseaba que él comenzase la plática por
no contravenir a lo que le tenía mandado; mas
no pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo:

  ``Señor don Quijote, vuestra merced me
eche su bendición y me dé licencia, que desde
aquí me quiero volver a mi casa, y a mi mujer
y a mis hijos, con los cuales, por lo menos,
hablaré y departiré todo lo que quisiere;
porque querer vuestra merced que vaya con él
por estas soledades de día y de noche, y que
no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme
en vida. Si ya quisiera la suerte que los
animales hablaran, como hablaban en tiempo
de Guisopete, fuera menos mal, porque
departiera yo con mi jumento lo que me
viniera en gana, y con esto pasara mi mala
ventura; que es recia cosa, y que no se puede
llevar en paciencia, andar buscando aventuras
toda la vida, y no hallar sino coces y
manteamientos, ladrillazos y puñadas, y, con todo
esto, nos hemos de coser la boca, sin osar
decir lo que el hombre tiene en su corazón, como
si fuera mudo.''

  ``Ya te entiendo, Sancho'', respondió don
Quijote; ``tú mueres porque te alce el entredicho
que te tengo puesto en la lengua. Dale
por alzado y di lo que quisieres, con condición
que no ha de durar este alzamiento más de
en cuanto anduviéremos por estas sierras.''

  ``Sea así'', dijo Sancho; ``hable yo ahora,
que después Dios sabe lo que será; y comenzando
a gozar de ese salvoconducto, digo que
¿qué le iba a vuestra merced en volver tanto
por aquella reina Magimasa, o como se
llama? O ¿qué hacía al caso que aquel abad
fuese su amigo o no? Que si vuestra merced
pasara con ello, pues no era su juez, bien
creo yo que el loco pasara adelante con su
historia, y se hubieran ahorrado el golpe del
guijarro y las coces, y aun más de seis
torniscones.''

  ``A fe, Sancho'', respondió don Quijote, ``que
si tú supieras, como yo lo sé, cuán honrada y
cuán principal señora era la reina
Madásima, yo sé que dijeras que tuve mucha
paciencia, pues no quebré la boca por donde
tales blasfemias salieron. Porque es muy gran
blasfemia decir ni pensar que una reina esté
amancebada con un cirujano. La verdad del
cuento es que aquel maestro Elisabat, que el
loco dijo, fue un hombre muy prudente y de
muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de
médico a la reina. Pero, pensar que ella era su
amiga es disparate, digno de muy gran
castigo. Y porque veas que Cardenio no supo lo
que dijo, has de advertir que cuando lo dijo
ya estaba sin juicio.''

  ``Eso digo yo'', dijo Sancho; ``que no había
para qué hacer cuenta de las palabras de un
loco, porque si la buena suerte no ayudara a
vuestra merced, y encaminara el guijarro a
la cabeza como le encaminó al pecho, buenos
quedáramos por haber vuelto por aquella mi
señora, que Dios cohonda. Pues ¡montas que
no se librara Cardenio por loco!''

  ``Contra cuerdos y contra locos'', respondió
don Quijote, ``está obligado cualquier
caballero andante a volver por la honra de las
mujeres, cualesquiera que sean; cuanto más por
las reinas de tan alta guisa y pro como fue
la reina Madásima, a quien yo tengo particular
afición por sus buenas partes; porque fuera
de haber sido fermosa, además fue muy prudente
y muy sufrida en sus calamidades, que
las tuvo muchas. Y los consejos y compañía
del maestro Elisabat le fue y le fueron de
mucho provecho y alivio para poder llevar sus
trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí
tomó ocasión el vulgo, ignorante y mal
intencionado, de decir y pensar que ella era su
manceba. ¡Y mienten, digo otra vez, y mentirán
otras doscientas, todos los que tal pensaren
y dijeren!''

  ``Ni yo lo digo ni lo pienso'', respondió Sancho.
``Allá se lo hayan; con su pan se lo coman.
Si fueron amancebados o no, a Dios habrán
dado la cuenta. De mis viñas vengo, no sé
nada; no soy amigo de saber vidas ajenas;
que el que compra y miente, en su bolsa lo
siente. Cuanto más, que desnudo nací, desnudo
me hallo: ni pierdo ni gano. Mas que lo
fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan
que hay tocinos, y no hay estacas. Mas, ¿quién
puede poner puertas al campo? Cuanto más,
que de Dios dijeron.''

  ``¡Válgame Dios'', dijo don Quijote, ``y qué de
necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va
de lo que tratamos a los refranes que enhilas?
Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí
adelante entremétete en espolear a tu asno, y
deja de hacerlo en lo que no te importa. Y
entiende con todos tus cinco sentidos que todo
cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy
puesto en razón y muy conforme a las reglas
de caballería, que las sé mejor que cuantos
caballeros las profesaron en el mundo.''

  ``Señor'', respondió Sancho, ``y ¿es buena
regla de caballería que andemos perdidos por
estas montañas, sin senda ni camino, buscando
a un loco, el cual, después de hallado,
quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que
dejó comenzado, no de su cuento, sino de la
cabeza de vuestra merced y de mis costillas,
acabándonoslas de romper de todo punto?''

  ``¡Calla, te digo otra vez, Sancho!'', dijo don
Quijote; ``porque te hago saber que no sólo
me trae por estas partes el deseo de hallar al
loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas
una hazaña con que he de ganar perpetuo
nombre y fama en todo lo descubierto de la
tierra, y será tal, que he de echar con ella el
sello a todo aquello que puede hacer perfecto
y famoso a un andante caballero.''

  ``Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña?'',
preguntó Sancho Panza.

  ``No'', respondió el de la Triste Figura,
``puesto que de tal manera podía correr el
dado, que echásemos azar en lugar de
encuentro; pero todo ha de estar en tu
diligencia.''

  ``¿En mi diligencia?'', dijo Sancho.

  ``Sí'', dijo don Quijote, ``porque si vuelves
presto de adonde pienso enviarte, presto se
acabará mi pena, y presto comenzará mi
gloria; y porque no es bien que te tenga más
suspenso esperando en lo que han de parar
mis razones, quiero, Sancho, que sepas que el
famoso Amadís de Gaula fue uno de los más
perfectos caballeros andantes. No he dicho
bien, \fue uno/: fue el solo, el primero, el único,
el señor de todos cuantos hubo en su tiempo
en el mundo. ¡Mal año y mal mes para don
Belianís y para todos aquellos que dijeren
que se le igualó en algo, porque se engañan,
juro cierto! Digo, asimismo, que cuando
algún pintor quiere salir famoso en su arte,
procura imitar los originales de los más únicos
pintores que sabe. Y esta misma regla corre
por todos los más oficios o ejercicios de
cuenta que sirven para adorno de las repúblicas.
Y así lo ha de hacer y hace el que quiere
alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando
a Ulises, en cuya persona y trabajos nos
pinta Homero un retrato vivo de prudencia y
de sufrimiento; como también nos mostró Virgilio,
en persona de Eneas, el valor de un hijo
piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido
capitán, no pintándolo ni descubriéndolo
como ellos fueron, sino como habían de
ser, para quedar ejemplo a los venideros
hombres de sus virtudes. De esta misma suerte,
Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los
valientes y enamorados caballeros, a quien
debemos de imitar todos aquellos que debajo
de la bandera de amor y de la caballería
militamos. Siendo, pues, esto así, como lo es,
hallo yo, Sancho amigo, que el caballero
andante que más le imitare, estará más cerca de
alcanzar la perfección de la caballería. Y una
de las cosas en que más este caballero mostró
su prudencia, valor, valentía, sufrimiento,
firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado
de la señora Oriana, a hacer penitencia
en la Peña Pobre, mudado su nombre en
el de Beltenebros, nombre por cierto
significativo y propio para la vida que el de su
voluntad había escogido. Así que me es a mí
más fácil imitarle en esto que no en hender
gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos,
desbaratar ejércitos, fracasar armadas y
deshacer encantamientos. Y pues estos lugares
son tan acomodados para semejantes efectos,
no hay para qué se deje pasar la ocasión,
que ahora con tanta comodidad me ofrece
sus guedejas.''

  ``En efecto'', dijo Sancho, ``¿qué es lo que
vuestra merced quiere hacer en este tan remoto
lugar?''

  ``¿Ya no te he dicho'', respondió don Quijote,
``que quiero imitar a Amadís haciendo aquí del
desesperado, del sandio y del furioso, por
imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando
halló en una fuente las señales de que
Angélica la Bella había cometido vileza con
Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y
arrancó los árboles, enturbió las aguas de las
claras fuentes, mató pastores, destruyó
ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró
yeguas, e hizo otras cien mil insolencias dignas
de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo
no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o
Rotolando --que todos estos tres nombres tenía--,
parte por parte en todas las locuras que hizo,
dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor
pudiere en las que me pareciere ser más
esenciales; y podrá ser que viniese a contentarme
con sola la imitación de Amadís, que sin hacer
locuras de daño, sino de lloros y sentimientos,
alcanzó tanta fama como el que más.''

  ``Paréceme a mí'', dijo Sancho, ``que los
caballeros que lo tal ficieron fueron provocados
y tuvieron causa para hacer esas necedades
y penitencias. Pero vuestra merced, ¿qué
causa tiene para volverse loco, qué dama le ha
desdeñado, o qué señales ha hallado que le
den a entender que la señora Dulcinea del
Toboso ha hecho alguna niñería con moro o
cristiano?''

  ``Ahí está el punto'', respondió don Quijote,
``y ésa es la fineza de mi negocio. Que volverse
loco un caballero andante con causa, ni
grado ni gracias; el toque está desatinar sin
ocasión, y dar a entender a mi dama que si en
seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?
Cuanto más, que harta ocasión tengo en la larga
ausencia que he hecho de la siempre señora mía
Dulcinea del Toboso, que, como ya oíste decir
a aquel pastor de marras, Ambrosio: «quien
está ausente, todos los males tiene y teme».
Así que, Sancho amigo, no gastes tiempo en
aconsejarme que deje tan rara, tan feliz y
tan no vista imitación. Loco soy, loco he de
ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta
de una carta que contigo pienso enviar a mi
señora Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se
le debe, acabarse a mi sandez y mi penitencia;
y si fuere al contrario, seré loco de veras, y
siéndolo, no sentiré nada. Así que, de cualquiera
manera que responda, saldré del conflicto
y trabajo en que me dejares: gozando el bien
que me trajeres, por cuerdo, o no sintiendo el
mal que me aportares, por loco. Pero dime,
Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo de
Mambrino? Que ya vi que le alzaste del suelo
cuando aquel desagradecido le quiso hacer
pedazos; pero no pudo, donde se puede echar de
ver la fineza de su temple.''

  A lo cual respondió Sancho:

  ``¡Vive Dios, señor Caballero de la Triste
Figura, que no puedo sufrir ni llevar en paciencia
algunas cosas que vuestra merced dice!; y
que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto
me dice de caballerías y de alcanzar reinos
e imperios, de dar ínsulas y de hacer otras
mercedes y grandezas, como es uso de caballeros
andantes, que todo debe de ser cosa de
viento y mentira, y todo pastraña, o patraña, o
como lo llamaremos. Porque quien oyere decir
a vuestra merced que una bacía de barbero es
el yelmo de Mambrino, y que no salga de este
error en más de cuatro días, ¿qué ha de pensar
sino que quien tal dice y afirma debe de tener
güero el juicio? La bacía yo la llevo en el
costal toda abollada, y llévola para aderezarla en
mi casa y hacerme la barba en ella, si Dios me
diere tanta gracia que algún día me vea con
mi mujer e hijos.''

  ``Mira, Sancho, por el mismo que denantes
juraste, te juro'', dijo don Quijote, ``que tienes
el más corto entendimiento que tiene ni tuvo
escudero en el mundo. ¿Que es posible que
en cuanto ha que andas conmigo no has echado
de ver que todas las cosas de los caballeros
andantes parecen quimeras, necedades y
desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no
porque sea ello así, sino porque andan entre
nosotros siempre una caterva de encantadores
que todas nuestras cosas mudan y truecan,
y les vuelven según su gusto y según tienen
la gana de favorecernos o destruirnos, y así,
eso que a ti te parece bacía de barbero me
parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le
parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del
sabio que es de mi parte hacer que parezca
bacía a todos lo que real y verdaderamente es
yelmo de Mambrino, a causa que, siendo él de
tanta estima, todo el mundo me perseguirá
por quitármele, pero como ven que no es más
de un bacín de barbero, no se curan de procurarle,
como se mostró bien en el que quiso romperle
y le dejó en el suelo sin llevarle; que a fe
que si le conociera, que nunca él le dejara.
Guárdale, amigo, que por ahora no le he
menester; que antes me tengo de quitar todas
estas armas y quedar desnudo como cuando
nací, si es que me da en voluntad de seguir en
mi penitencia más a Roldán que a Amadís.''

  Llegaron en estas pláticas al pie de una alta
montaña, que casi como peñón tajado estaba
sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría
por su falda un manso arroyuelo, y hacíase
por toda su redondez un prado tan verde y
vicioso, que daba contento a los ojos que le
miraban. Había por allí muchos árboles
silvestres, y algunas plantas y flores que hacían
el lugar apacible. Este sitio escogió el caballero
de la Triste Figura para hacer su penitencia, y
así, en viéndole, comenzó a decir en voz alta,
como si estuviera sin juicio:

  ``Este es el lugar, ¡oh, cielos!, que diputo y
escojo para llorar la desventura en que vosotros
mismos me habéis puesto. Este es el sitio
donde el humor de mis ojos acrecentará las
aguas de este pequeño arroyo, y mis continuos
y profundos suspiros moverán a la continua
las hojas de estos montaraces árboles, en
testimonio y señal de la pena que mi asendereado
corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que
seáis, rústicos dioses, que en este inhabitable
lugar tenéis vuestra morada: oíd las quejas
de este desdichado amante, a quien una luenga
ausencia y unos imaginados celos han traído
a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse
de la dura condición de aquella ingrata y
bella, término y fin de toda humana hermosura!
¡Oh vosotras, napeas y dríadas, que tenéis
por costumbre de habitar en las espesuras de
los montes, así los ligeros y lascivos sátiros,
de quien sois, aunque en vano, amadas, no
perturben jamás vuestro dulce sosiego, que
me ayudéis a lamentar mi desventura, o, a lo
menos, no os canséis de oírla! ¡Oh Dulcinea
del Toboso, día de mi noche, gloria de mi
pena, norte de mis caminos, estrella de mi
ventura, así el cielo te la dé buena en cuanto
acertares a pedirle, que consideres el lugar y
el estado a que tu ausencia me ha conducido,
y que con buen término correspondas al que
a mi fe se le debe! ¡Oh solitarios árboles, que
desde hoy en adelante habéis de hacer compañía
a mi soledad: dad indicio, con el blando
movimiento de vuestras ramas, que no os
desagrade mi presencia! ¡Oh tú, escudero mío,
agradable compañero en más prósperos y
adversos sucesos, toma bien en la memoria lo
que aquí me verás hacer, para que lo cuentes
y recites a la causa total de todo ello!''

  Y diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en
un momento le quitó el freno y la silla, y,
dándole una palmada en las ancas, le dijo:

  ``Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh
caballo tan extremado por tus obras cuan desdichado
por tu suerte! Vete por do quisieres; que
en la frente llevas escrito que no te igualó en
ligereza el Hipogrifo de Astolfo, ni el
nombrado Frontino, que tan caro le costó a
Bradamante.''

  Viendo esto Sancho, dijo:

  ``Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo
de desenalbardar al rucio; que a fe que no
faltaran palmadicas que darle ni cosas que
decirle en su alabanza; pero si él aquí estuviera,
no consintiera yo que nadie le desalbardara,
pues no había para qué; que a él no le
tocaban las generales de enamorado ni de
desesperado, pues no lo estaba su amo, que
era yo, cuando Dios quería. Y, en verdad, señor
Caballero de la Triste Figura, que si es que
mi partida y su locura de vuestra merced va
de veras, que será bien tornar a ensillar a
Rocinante para que supla la falta del rucio,
porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta;
que si la hago a pie, no sé cuándo llegaré ni
cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal
caminante.''

  ``Digo, Sancho'', respondió don Quijote, ``que
sea como tú quisieres, que no me parece mal
tu designio; y digo que de aquí a tres días te
partirás, porque quiero que en este tiempo
veas lo que por ella hago y digo, para que se
lo digas.''

  ``Pues ¿qué más tengo de ver'', dijo Sancho,
``que lo que he visto?''

  ``Bien estás en el cuento'', respondió don
Quijote; ``ahora me falta rasgar las vestiduras,
esparcir las armas, y darme de calabazadas
por estas peñas, con otras cosas de este jaez,
que te han de admirar.''

  ``¡Por amor de Dios!'', dijo Sancho, ``que
mire vuestra merced cómo se da esas calabazadas;
que a tal peña podrá llegar, y en tal
punto, que con la primera se acabase la máquina
de esta penitencia; y sería yo de parecer
que, ya que a vuestra merced le parece que
son aquí necesarias calabazadas y que no se
puede hacer esta obra sin ellas, se
contentase, pues todo esto es fingido y cosa
contrahecha y de burla, se contentase, digo, con
dárselas en el agua, o en alguna cosa blanda,
como algodón, y déjeme a mí el cargo, que
yo diré a mi señora que vuestra merced se las
daba en una punta de peña más dura que la
de un diamante.''

  ``Yo agradezco tu buena intención, amigo
Sancho'', respondió don Quijote; ``mas quiérote
hacer sabidor de que todas estas cosas que
hago no son de burlas, sino muy de veras;
porque de otra manera, sería contravenir a las
órdenes de caballería, que nos mandan que
no digamos mentira alguna, pena de relapsos,
y el hacer una cosa por otra, lo mismo
es que mentir. Así que mis calabazadas
han de ser verdaderas, firmes y valederas,
sin que lleven nada del sofístico ni del
fantástico. Y será necesario que me dejes
algunas hilas para curarme, pues que la
ventura quiso que nos faltase el bálsamo que
perdimos.''

  ``Más fue perder el asno'', respondió Sancho,
``pues se perdieron en él las hilas y todo,
y ruégole a vuestra merced que no se acuerde
más de aquel maldito brebaje, que en sólo
oírle mentar se me revuelve el alma, no
que el estómago. Y más le ruego, que haga
cuenta que son ya pasados los tres días que
me ha dado de término para ver las locuras
que hace, que ya las doy por vistas y por
pasadas, en cosa juzgada, y diré maravillas a mi
señora; y escriba la carta y despácheme
luego, porque tengo gran deseo de volver a
sacar a vuestra merced de este purgatorio donde
le dejo.''

  ``¿Purgatorio le llamas, Sancho?'', dijo don
Quijote; ``mejor hicieras de llamarle infierno,
y aun peor, si hay otra cosa que lo sea.''

  ``\Quien ha infierno/'', respondió Sancho,
``\nula es retencio/, según he oído decir.''

  ``No entiendo qué quiere decir \retencio/'', dijo
don Quijote.

  ``\Retencio/ es'', respondió Sancho, ``que
quien está en el infierno nunca sale de él, ni
puede. Lo cual será al revés en vuestra merced,
o a mí me andarán mal los pies, si es que
llevo espuelas para avivar a Rocinante; y
póngame yo una por una en el Toboso y delante
de mi señora Dulcinea; que yo le diré tales
cosas de las necedades y locuras, que todo es
uno, que vuestra merced ha hecho y queda
haciendo, que la venga a poner más blanda
que un guante, aunque la halle más dura que
un alcornoque; con cuya respuesta, dulce y
melificada, volveré por los aires como brujo,
y sacaré a vuestra merced de este purgatorio,
que parece infierno y no lo es, pues hay esperanza
de salir de él, la cual, como tengo dicho,
no la tienen de salir los que están en el infierno,
ni creo que vuestra merced dirá otra cosa.''

  ``Así es la verdad'', dijo el de la Triste
Figura; ``pero ¿qué haremos para escribir la
carta?''

  ``Y la libranza pollinezca también'', añadió
Sancho.

  ``Todo irá inserto'', dijo don Quijote; ``y
sería bueno, ya que no hay papel, que la
escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas
de árboles o en unas tablitas de cera; aunque
tan dificultoso será hallarse eso ahora como el
papel. Mas ya me ha venido a la memoria
dónde será bien, y aun más que bien, escribirla,
que es en el librillo de memoria que fue de
Cardenio, y tú tendrás cuidado de hacerla
trasladar en papel, de buena letra, en el
primer lugar que hallares donde haya maestro de
escuela de muchachos, o si no, cualquiera
sacristán te la trasladará, y no se la des a
trasladar a ningún escribano, que hacen letra
procesada, que no la entenderá Satanás.''

  ``Pues ¿qué se ha de hacer de la firma?'',
dijo Sancho.

  ``Nunca las cartas de Amadís se firman'',
respondió don Quijote.

  ``Está bien'', respondió Sancho; ``pero la
libranza forzosamente se ha de firmar, y ésa
si se traslada, dirán que la firma es falsa, y
quedaréme sin pollinos.''

  ``La libranza irá en el mismo librillo
firmada, que en viéndola mi sobrina, no pondrá
dificultad en cumplirla. Y en lo que toca a la
carta de amores, pondrás por firma: «Vuestro
hasta la muerte, el Caballero de la Triste
Figura.» Y hará poco al caso que vaya de mano
ajena, porque, a lo que yo me sé acordar, Dulcinea
no sabe escribir ni leer, y en toda su vida
ha visto letra mía, ni carta mía, porque mis
amores y los suyos han sido siempre platónicos,
sin extenderse a más que a un honesto mirar.
Y aun esto tan de cuando en cuando, que
osaré jurar con verdad que en doce años que
ha que la quiero más que a la lumbre de estos
ojos que han de comer la tierra, no la he visto
cuatro veces, y aún podrá ser que de estas cuatro
veces no hubiese ella echado de ver la una que
la miraba: tal es el recato y encerramiento
con que su padre Lorenzo Corchuelo y su madre
Aldonza Nogales la han criado.''

  ``¡Ta, ta!'', dijo Sancho. ``¿Que la hija de
Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del
Toboso, llamada por otro nombre Aldonza
Lorenzo?''

  ``Esa es'', dijo don Quijote, ``y es la que
merece ser señora de todo el universo.''

  ``Bien la conozco'', dijo Sancho, ``y sé decir
que tira tan bien una barra como el más
forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador,
que es moza de chapa, hecha y derecha, y
de pelo en pecho, y que puede sacar la barba
del lodo a cualquier caballero andante, o por
andar, que la tuviere por señora! ¡Oh, hideputa,
qué rejo que tiene y qué voz! Sé decir que se
puso un día encima del campanario del aldea
a llamar unos zagales suyos que andaban en
un barbecho de su padre, y aunque estaban
de allí más de media legua, así la oyeron
como si estuvieran al pie de la torre; y lo
mejor que tiene es que no es nada melindrosa,
porque tiene mucho de cortesana: con todos se
burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora
digo, señor Caballero de la Triste Figura, que
no solamente puede y debe vuestra merced
hacer locuras por ella, sino que con justo título
puede desesperarse, y ahorcarse; que nadie
habrá que lo sepa que no diga que hizo
demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo.
Y querría ya verme en camino sólo por verla,
que ha muchos días que no la veo, y debe de
estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de
las mujeres andar siempre al campo, al sol y
al aire. Y confieso a vuestra merced una
verdad, señor don Quijote: que hasta aquí he
estado en una grande ignorancia; que pensaba
bien y fielmente que la señora Dulcinea debía
de ser alguna princesa de quien vuestra
merced estaba enamorado, o alguna persona tal,
que mereciese los ricos presentes que vuestra
merced le ha enviado, así el del Vizcaíno
como el de los galeotes, y otros muchos que
deben ser, según deben de ser muchas las
victorias que vuestra merced ha ganado y ganó
en el tiempo que yo aún no era su escudero.
Pero bien considerado, ¿qué se le ha de dar a
la señora Aldonza Lorenzo, digo, a la señora
Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a hincar
de rodillas delante de ella los vencidos que
vuestra merced le envía y ha de enviar?
Porque podría ser que al tiempo que ellos
llegasen estuviese ella rastrillando lino, o
trillando en las eras, y ellos se corriesen de
verla, y ella se riese y enfadase del
presente.''

  ``Ya te tengo dicho antes de ahora muchas
veces, Sancho'', dijo don Quijote, ``que
eres muy grande hablador, y que, aunque de
ingenio boto, muchas veces despuntas de
agudo; mas para que veas cuán necio eres tú
y cuán discreto soy yo, quiero que me oigas
un breve cuento: Has de saber que una viuda
hermosa, moza, libre y rica, y, sobre todo,
desenfadada, se enamoró de un mozo motilón,
rollizo y de buen tomo; alcanzólo a saber su
mayor, y un día dijo a la buena viuda, por
vía de fraternal reprensión: «Maravillado
estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una
mujer tan principal, tan hermosa y tan rica
como vuestra merced, se haya enamorado de
un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota
como Fulano, habiendo en esta casa tantos
maestros, tantos presentados y tantos teólogos
en quien vuestra merced pudiera escoger,
como entre peras, y decir: éste quiero, aquéste
no quiero.» Mas ella le respondió con mucho
donaire y desenvoltura: «Vuestra merced,
señor mío, está muy engañado, y piensa muy a
lo antiguo, si piensa que yo he escogido mal
en Fulano por idiota que le parece, pues para
lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe y más
que Aristóteles.» Así que, Sancho, por lo
que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto
vale como la más alta princesa de la tierra. Sí,
que no todos los poetas que alaban damas
debajo de un nombre que ellos a su albedrío
les ponen, es verdad que las tienen.
¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las
Silvias, las Dianas, las Galateas, las
Fílidas y otras tales de que los libros, los
romances, las tiendas de los barberos, los
teatros de las comedias, están llenos, fueron
verdaderamente damas de carne y hueso, y de
aquellos que las celebran y celebraron? No, por
cierto, sino que las más se las fingen por dar
sujeto a sus versos, y porque los tengan
por enamorados y por hombres que tienen
valor para serlo. Y así, bástame a mí pensar y
creer que la buena de Aldonza Lorenzo es
hermosa y honesta; y, en lo del linaje, importa
poco, que no han de ir a hacer la información
de él para darle algún hábito, y yo me hago
cuenta que es la más alta princesa del mundo.
Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que
dos cosas solas incitan a amar más que otras,
que son la mucha hermosura y la buena fama,
y estas dos cosas se hallan consumadamente
en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna
le iguala, y en la buena fama pocas le llegan.
Y para concluir con todo, yo imagino que
todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte
nada; y píntola en mi imaginación como la
deseo, así en la belleza como en la principalidad,
y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia,
ni otra alguna de las famosas mujeres de
las edades pretéritas, griega, bárbara o latina.
Y diga cada uno lo que quisiere; que si por
esto fuere reprendido de los ignorantes, no
seré castigado de los rigurosos.''

  ``Digo que en todo tiene vuestra merced
razón'', respondió Sancho, ``y que yo soy un
asno; mas no sé yo para qué nombro asno en
mi boca, pues no se ha de mentar la soga en
casa del ahorcado. Pero venga la carta, y
adiós, que me mudo.''

  Sacó el libro de memoria don Quijote, y,
apartándose a una parte, con mucho sosiego
comenzó a escribir la carta, y, en acabándola,
llamó a Sancho y le dijo que se la quería
leer porque la tomase de memoria, si acaso
se le perdiese por el camino, porque de su
desdicha todo se podía temer. A lo cual
respondió Sancho:

  ``Escríbala vuestra merced dos o tres veces
ahí en el libro, y démele, que yo le llevaré
bien guardado; porque pensar que yo la he
de tomar en la memoria es disparate, que la
tengo tan mala, que muchas veces se me
olvida cómo me llamo. Pero, con todo eso,
dígamela vuestra merced, que me holgaré
mucho de oírla, que debe de ir como de molde.''

  ``Escucha, que así dice'', dijo don Quijote:

       CARTA DE DON QUIJOTE
       A DULCINEA DEL TOBOSO

     ``Soberana y alta señora:

  ``El ferido de punta de ausencia y el
llagado de las telas del corazón, dulcísima
Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no
tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu
valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi
afincamiento, maguer que yo sea asaz de
sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que,
además de ser fuerte, es muy duradera. Mi
buen escudero Sancho te dará entera relación,
¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del
modo que por tu causa quedo. Si gustares de
acorrerme, tuyo soy, y si no, haz lo que te
viniere en gusto, que con acabar mi vida habré
satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.

  ``Tuyo hasta la muerte,

          ``\El Caballero de la Triste Figura/.''

  ``¡Por vida de mi padre'', dijo Sancho en
oyendo la carta, ``que es la más alta cosa que
jamás he oído! ¡Pesia a mí, y cómo que le dice
vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué
bien que encaja en la firma \el Caballero de la/
\Triste Figura/! Digo de verdad que es vuestra
merced el mismo diablo, y que no hay cosa
que no sepa.''

  ``Todo es menester'', respondió don Quijote,
``para el oficio que traigo.''

  ``Ea, pues'', dijo Sancho, ``ponga vuestra
merced en esotra vuelta la cédula de los tres
pollinos, y fírmela con mucha claridad, porque
la conozcan en viéndola.''

  ``Que me place'', dijo don Quijote.

  Y, habiéndola escrito, se la leyó, que decía
así:

  ``Mandará vuestra merced, por esta primera
de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho
Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé
en casa y están a cargo de vuestra merced.
Los cuales tres pollinos se los mando librar
y pagar por otros tantos aquí recibidos de
contado; que con ésta, y con su carta de
pago serán bien dados. Fecha en las entrañas
de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto
de este presente año.''

  ``Buena está'', dijo Sancho; ``fírmela vuestra
merced.''

  ``No es menester firmarla'', dijo don
Quijote, ``sino solamente poner mi rúbrica, que
es lo mismo que firma, y para tres asnos, y
aun para trescientos, fuera bastante.''

  ``Yo me confío de vuestra merced'', respondió
Sancho; ``déjeme, iré a ensillar a Rocinante,
y aparéjese vuestra merced a echarme su
bendición, que luego pienso partirme, sin ver
las sandeces que vuestra merced ha de hacer,
que yo diré que le vi hacer tantas, que no
quiera más.''

  ``Por lo menos quiero, Sancho, y porque es
menester así, quiero, digo, que me veas
en cueros y hacer una o dos docenas de locuras,
que las haré en menos de media hora, porque
habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas
jurar a tu salvo en las demás que quisieres
añadir; y asegúrote que no dirás tú tantas
cuantas yo pienso hacer.''

  ``¡Por amor de Dios, señor mío, que no vea
yo en cueros a vuestra merced, que me dará
mucha lástima y no podré dejar de llorar!; y
tengo tal la cabeza del llanto que anoche
hice por el rucio, que no estoy para meterme
en nuevos lloros; y si es que vuestra merced
gusta de que yo vea algunas locuras, hágalas
vestido, breves y las que le vinieren más a
cuento. Cuanto más que para mí no era
menester nada de eso, y, como ya tengo dicho,
fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha
de ser con las nuevas que vuestra merced
desea y merece. Y si no, aparéjese la señora
Dulcinea; que si no responde como es razón,
voto hago solemne a quien puedo que le tengo
de sacar la buena respuesta del estómago a
coces y a bofetones. Porque, ¿dónde se ha de
sufrir que un caballero andante, tan famoso
como vuestra merced, se vuelva loco, sin qué
ni para qué, por una...? No me lo haga decir la
señora, porque por Dios que despotrique y lo
eche todo a doce, aunque nunca se venda.
¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce, pues
a fe que si me conociese, que me ayunase!''

  ``A fe, Sancho'', dijo don Quijote, ``que,
a lo que parece, que no estás tú más cuerdo
que yo.''

  ``No estoy tan loco'', respondió Sancho, ``mas
estoy más colérico. Pero dejando esto aparte,
¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en
tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino,
como Cardenio, a quitárselo a los pastores?''

  ``No te dé pena ese cuidado'', respondió
don Quijote, ``porque, aunque tuviera, no
comiera otra cosa que las hierbas y frutos que
este prado y estos árboles me dieren; que la
fineza de mi negocio está en no comer y en
hacer otras asperezas equivalentes.''

  ``Adiós, pues'', dijo Sancho. ``Pero ¿sabe
vuestra merced que temo que no tengo de
acertar a volver a este lugar donde ahora le
dejo, según está de escondido?''

  ``Toma bien las señas, que yo procuraré no
apartarme de estos contornos'', dijo don
Quijote, ``y aun tendré cuidado de subirme por
estos más altos riscos, por ver si te descubro
cuando vuelvas. Cuanto más que lo más acertado
será, para que no me yerres y te pierdas,
que cortes algunas retamas de las muchas que
por aquí hay, y las vayas poniendo de trecho a
trecho hasta salir a lo raso, las cuales te
servirán de mojones y señales para que me halles
cuando vuelvas, a imitación del hilo del
laberinto de Perseo.''

  ``Así lo haré'', respondió Sancho Panza; y
cortando algunos pidió la bendición a su
señor, y, no sin muchas lágrimas de entrambos,
se despidió de él. Y, subiendo sobre Rocinante,
a quien don Quijote encomendó mucho, y que
mirase por él como por su propia persona,
se puso en camino del llano, esparciendo de
trecho a trecho los ramos de la retama, como
su amo se lo había aconsejado. Y así se fue,
aunque todavía le importunaba don Quijote
que le viese siquiera hacer dos locuras. Mas
no hubo andado cien pasos, cuando volvió
y dijo:

  ``Digo, señor, que vuestra merced ha dicho
muy bien: que para que pueda jurar sin cargo
de conciencia que le he visto hacer locuras,
será bien que vea siquiera una, aunque bien
grande la he visto en la quedada de vuestra
merced.''

  ``¿No te lo decía yo?'', dijo don Quijote:
``¡Espérate, Sancho, que en un credo las haré!''

  Y, desnudándose con toda prisa los calzones,
quedó en carnes y en pañales, y luego, sin
más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos
tumbas la cabeza abajo y los pies en alto,
descubriendo cosas, que, por no verlas otra vez,
volvió Sancho la rienda a Rocinante, y se dio
por contento y satisfecho de que podía jurar
que su amo quedaba loco. Y así, le dejaremos
ir su camino hasta la vuelta, que fue breve.

                CAPITULO XXVI

    \Donde se prosiguen las finezas que de enamorado
          hizo don Quijote en Sierra Morena./

  Y, volviendo a contar lo que hizo el de la
Triste Figura después que se vio solo, dice la
historia que así como don Quijote acabó de
dar las tumbas o vueltas de medio abajo
desnudo, y de medio arriba vestido, y que vio que
Sancho se había ido sin querer aguardar a ver
más sandeces, se subió sobre una punta de una
alta peña, y allí tornó a pensar lo que otras
muchas veces había pensado, sin haberse jamás
resuelto en ello, y era que cuál sería mejor y
le estaría más a cuento: imitar a Roldán en las
locuras desaforadas que hizo, o Amadís en
las melancólicas; y, hablando entre sí mismo,
decía: ``Si Roldán fue tan buen caballero
y tan valiente como todos dicen, ¿qué maravilla?,
pues al fin era encantado, y no le podía
matar nadie si no era metiéndole un alfiler de
a blanca por la punta del pie, y él traía
siempre los zapatos con siete suelas de hierro,
aunque no le valieron tretas contra Bernardo
del Carpio, que se las entendió y le ahogó
entre los brazos en Roncesvalles. Pero
dejando en él lo de la valentía a una parte,
vengamos a lo de perder el juicio, que es cierto
que le perdió por las señales que halló en la
fontana, y por las nuevas que le dio el pastor
de que Angélica había dormido más de dos
siestas con Medoro, un morillo de cabellos
enrizados y paje de Agramante. Y si él
entendió que esto era verdad y que su dama le
había cometido desaguisado, no hizo mucho
en volverse loco. Pero yo, ¿cómo puedo
imitarle en las locuras, si no le imito en la
ocasión de ellas?, porque mi Dulcinea del Toboso
osaré yo jurar que no ha visto en todos los
días de su vida moro alguno, así como él
es, en su mismo traje, y que se está hoy como la
madre que la parió; y haríale agravio
manifiesto si, imaginando otra cosa de ella, me
volviese loco de aquel género de locura de
Roldán el furioso.

  ``Por otra parte, veo que Amadís de Gaula,
sin perder el juicio y sin hacer locuras,
alcanzó tanta fama de enamorado como el que
más, porque lo que hizo, según su historia, no
fue más de que, por verse desdeñado de su
señora Oriana, que le había mandado que no
pareciese ante su presencia hasta que fuese
su voluntad, de que se retiró a la Peña
Pobre en compañía de un ermitaño, y allí se
hartó de llorar y de encomendarse a Dios,
hasta que el cielo le acorrió en medio de
su mayor cuita y necesidad. Y si esto es
verdad, como lo es, ¿para qué quiero yo tomar
trabajo ahora de desnudarme del todo, ni dar
pesadumbre a estos árboles, que no me han
hecho mal alguno, ni tengo para qué enturbiar
el agua clara de estos arroyos, los cuales me
han de dar de beber cuando tenga gana? Viva
la memoria de Amadís, y sea imitado de don
Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere;
del cual se dirá lo que del otro se dijo, que
si no acabó grandes cosas, murió por acometerlas;
y si yo no soy desechado ni desdeñado
de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya
he dicho, estar ausente de ella. ¡Ea, pues, manos
a la obra! Venid a mi memoria, cosas de Amadís,
y enseñadme por dónde tengo de comenzar
a imitaros; mas ya sé que lo más que él
hizo fue rezar y encomendarse a Dios; pero,
¿qué haré de rosario, que no le tengo?''

  En esto le vino al pensamiento cómo le haría,
y fue que rasgó una gran tira de las faldas
de la camisa, que andaban colgando, y diole
once ñudos, el uno más gordo que los demás,
y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí
estuvo, donde rezó un millón de Ave Marías.
Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por
allí otro ermitaño que le confesase y con
quien consolarse. Y, así, se entretenía
paseándose por el pradecillo, escribiendo y
grabando por las cortezas de los árboles y por la
menuda arena muchos versos, todos acomodados
a su tristeza, y algunos en alabanza de
Dulcinea. Mas los que se pudieron hallar
enteros, y que se pudiesen leer después que a
él allí le hallaron, no fueron más que estos
que aquí se siguen:

       Arboles, hierbas y plantas
     que en aqueste sitio estáis,
     tan altos, verdes y tantas:
     si de mi mal no os holgáis,
     escuchad mis quejas santas.

       Mi dolor no os alborote,
     aunque más terrible sea,
     pues, por pagaros escote,
     aquí lloró don Quijote
     ausencias de Dulcinea
          del Toboso.

       Es aquí el lugar adonde
     el amador más leal
     de su señora se esconde,
     y ha venido a tanto mal
     sin saber cómo o por dónde.

       Tráele amor al estricote,
     que es de muy mala ralea,
     y así, hasta henchir un pipote,
     aquí lloró don Quijote
     ausencias de Dulcinea
          del Toboso.

       Buscando las aventuras
     por entre las duras peñas,
     maldiciendo entrañas duras,
     que entre riscos y entre breñas
     halla el triste desventuras,

       hirióle amor con su azote,
     no con su blanda correa,
     y en tocándole el cogote,
     aquí lloró don Quijote
     ausencias de Dulcinea
        del Toboso.

  No causó poca risa en los que hallaron los
versos referidos el añadidura \del Toboso/ al
nombre de Dulcinea, porque imaginaron que
debió de imaginar don Quijote que si en
nombrando a Dulcinea no decía también \del/
\Toboso,/ no se podría entender la copla, y así
fue la verdad, como él después confesó. Otros
muchos escribió, pero, como se ha dicho, no se
pudieron sacar en limpio, ni enteros, más
de estas tres coplas. En esto, y en suspirar, y en
llamar a los faunos y silvanos de aquellos
bosques, a las ninfas de los ríos, a la dolorosa y
húmeda Eco, que le respondiese, consolasen
y escuchasen, se entretenía, y en buscar
algunas hierbas con que sustentarse en tanto
que Sancho volvía; que si como tardó tres días,
tardara tres semanas, el Caballero de la Triste
Figura quedara tan desfigurado, que no le
conociera la madre que lo parió.

  Y será bien dejarle envuelto entre sus
suspiros y versos, por contar lo que le avino
a Sancho Panza en su mandadería. Y fue que,
en saliendo al camino real, se puso en busca
de él del Toboso, y otro día llegó a la venta
donde le había sucedido la desgracia de la manta;
y no la hubo bien visto, cuando le pareció que
otra vez andaba en los aires, y no quiso entrar
dentro, aunque llegó a hora que lo pudiera y
debiera hacer, por ser la del comer y llevar en
deseo de gustar algo caliente, que había grandes
días que todo era fiambre. Esta necesidad
le forzó a que llegase junto a la venta, todavía
dudoso si entraría o no. Y estando en esto,
salieron de la venta dos personas que luego
le conocieron, y dijo el uno al otro:

  ``Dígame, señor licenciado, aquel del
caballo, ¿no es Sancho Panza, el que dijo el
ama de nuestro aventurero que había salido
con su señor por escudero?''

  ``Sí es'', dijo el licenciado; ``y aquél es el
caballo de nuestro don Quijote.''

  Y conociéronle tan bien como aquellos
que eran el cura y el barbero de su mismo
lugar, y los que hicieron el escrutinio y acto
general de los libros. Los cuales, así como
acabaron de conocer a Sancho Panza y a
Rocinante, deseosos de saber de don Quijote,
se fueron a él, y el cura le llamó por
su nombre, diciéndole:

  ``Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda vuestro
amo?''

  Conociólos luego Sancho Panza, y determinó
de encubrir el lugar y la suerte donde y
como su amo quedaba; y así, les respondió
que su amo quedaba ocupado en cierta parte
y en cierta cosa que le era de mucha
importancia, la cual él no podía descubrir, por
los ojos que en la cara tenía.

  ``No, no'', dijo el barbero, ``Sancho Panza,
si vos no nos decís dónde queda, imaginaremos,
como ya imaginamos, que vos le habéis
muerto y robado, pues venís encima de su
caballo; en verdad que nos habéis de dar el
dueño del rocín, o sobre eso, morena.''

  ``No hay para qué conmigo amenazas, que yo
no soy hombre que robo ni mato a nadie: a
cada uno mate su ventura, o Dios, que le hizo.
Mi amo queda haciendo penitencia en la mitad
de esta montaña, muy a su sabor.''

  Y luego, de corrida y sin parar, les contó de
la suerte que quedaba, las aventuras que le
habían sucedido, y cómo llevaba la carta a la
señora Dulcinea del Toboso, que era la hija
de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba enamorado
hasta los hígados. Quedaron admirados
los dos de lo que Sancho Panza les contaba, y
aunque ya sabían la locura de don Quijote y
el género de ella, siempre que la oían se
admiraban de nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza
que les enseñase la carta que llevaba a la
señora Dulcinea del Toboso; él dijo que iba
escrita en un libro de memoria, y que era
orden de su señor que la hiciese trasladar en
papel en el primer lugar que llegase; a lo
cual dijo el cura que se la mostrase, que él
la trasladaría de muy buena letra. Metió la
mano en el seno Sancho Panza buscando el
librillo, pero no le halló, ni le podía hallar si
le buscara hasta ahora, porque se había quedado
don Quijote con él, y no se le había dado,
ni a él se le acordó de pedírsele.

  Cuando Sancho vio que no hallaba el libro,
fuésele parando mortal el rostro, y, tornándose
a tentar todo el cuerpo muy aprisa, tornó
a echar de ver que no le hallaba, y, sin más ni
más, se echó entrambos puños a las barbas y
se arrancó la mitad de ellas, y luego, aprisa
y sin cesar, se dio media docena de puñadas
en el rostro y en las narices, que se las bañó
todas en sangre. Visto lo cual por el cura y el
barbero, le dijeron que qué le había sucedido,
que tan mal se paraba.

  ``¿Qué me ha de suceder?'', respondió Sancho,
``sino el haber perdido de una mano a otra,
en un instante, tres pollinos, que cada uno
era como un castillo.''

  ``¿Cómo es eso?'', replicó el barbero.

  ``He perdido el libro de memoria'',
respondió Sancho, ``donde venía carta para
Dulcinea y una cédula firmada de su señor, por
la cual mandaba que su sobrina me diese
tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban en
casa.''

  Y con esto les contó la pérdida del rucio.
Consolóle el cura, y díjole que en hallando a
su señor él le haría revalidar la manda, y que
tornase a hacer la libranza en papel, como era
uso y costumbre, porque las que se hacían en
libros de memoria jamás se aceptaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que
como aquello fuese así, que no le daba mucha
pena la pérdida de la carta de Dulcinea,
porque él la sabía casi de memoria, de la cual
se podría trasladar donde y cuando quisiesen.

  ``Decidlo, Sancho, pues'', dijo el barbero;
``que después la trasladaremos.''

  Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza
para traer a la memoria la carta, y ya se ponía
sobre un pie y ya sobre otro; unas veces
miraba al suelo, otras al cielo, y al cabo de
haberse roído la mitad de la yema de un
dedo, teniendo suspensos a los que esperaban
que ya la dijese, dijo al cabo de grandísimo
rato:

  ``¡Por Dios, señor licenciado, que los
diablos lleven la cosa que de la carta se me
acuerda!; aunque en el principio decía: «Alta y
sobajada señora».''

  ``No diría'', dijo el barbero, ``\sobajada/,
sino \sobrehumana/ o \soberana/ señora.''

  ``Así es'', dijo Sancho; ``luego, si mal no
me acuerdo, proseguía... si mal no me acuerdo:
«él llegó, y falto de sueño, y el ferido besa
a vuestra merced las manos, ingrata y muy
desconocida hermosa»; y no sé qué decía de
salud y de enfermedad, que le enviaba, y por
aquí iba escurriendo hasta que acababa en
«Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la
Triste Figura».''

  No poco gustaron los dos de ver la buena
memoria de Sancho Panza, y alabáronsela
mucho, y le pidieron que dijese la carta otras
dos veces, para que ellos asimismo la tomasen
de memoria para trasladarla a su tiempo.
Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y
otras tantas volvió a decir otros tres mil
disparates. Tras esto, contó asimismo las cosas
de su amo, pero no habló palabra acerca del
manteamiento que le había sucedido en aquella
venta, en la cual rehusaba entrar. Dijo
también cómo su señor, en trayendo que le
trajese buen despacho de la señora Dulcinea
del Toboso, se había de poner en camino a
procurar cómo ser emperador, o por lo menos
monarca, que así lo tenían concertado entre
los dos; y era cosa muy fácil venir a serlo,
según era el valor de su persona y la fuerza de
su brazo; y que, en siéndolo, le había de casar
a él, porque ya sería viudo, que no podía ser
menos; y le había de dar por mujer a una
doncella de la emperatriz, heredera de un rico y
grande estado, de tierra firme, sin ínsulos ni
ínsulas, que ya no las quería.

  Decía esto Sancho con tanto reposo,
limpiándose de cuando en cuando las narices, y
con tan poco juicio, que los dos se admiraron
de nuevo, considerando cuán vehemente había
sido la locura de don Quijote, pues había llevado
tras sí el juicio de aquel pobre hombre. No
quisieron cansarse en sacarle del error en que
estaba, pareciéndoles que, pues no le dañaba
nada la conciencia, mejor era dejarle en él, y
a ellos les sería de más gusto oír sus necedades.
Y así, le dijeron que rogase a Dios por
la salud de su señor; que cosa contingente y
muy agible era venir con el discurso del tiempo
a ser emperador, como él decía, o por lo
menos arzobispo, u otra dignidad equivalente.
A lo cual respondió Sancho:

  ``Señores: si la fortuna rodease las cosas
de manera que a mi amo le viniese en
voluntad de no ser emperador, sino de ser
arzobispo, querría yo saber ahora qué suelen
dar los arzobispos andantes a sus escuderos.''

  ``Suélenles dar'', respondió el cura, ``algún
beneficio simple o curado, o alguna sacristanía,
que les vale mucho de renta rentada,
amén del pie de altar, que se suele estimar en
otro tanto.''

  ``Para eso será menester'', replicó Sancho,
``que el escudero no sea casado, y que sepa
ayudar a misa, por lo menos; y si esto es así,
¡desdichado de yo, que soy casado y no sé la
primera letra del A B C! ¿Qué será de mí si a
mi amo le da antojo de ser arzobispo, y no
emperador, como es uso y costumbre de los
caballeros andantes?''

  ``No tengáis pena, Sancho amigo'', dijo el
barbero; ``que aquí rogaremos a vuestro amo,
y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos
en caso de conciencia, que sea emperador y
no arzobispo, porque le será más fácil, a causa
de que él es más valiente que estudiante.''

  ``Así me ha parecido a mí'', respondió
Sancho; ``aunque sé decir que para todo tiene
habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi parte
es rogarle a nuestro Señor que le eche a
aquellas partes donde él más se sirva, y adonde a
mí más mercedes me haga.''

  ``Vos lo decís como discreto'', dijo el cura,
``y lo haréis como buen cristiano. Mas lo que
ahora se ha de hacer es dar orden cómo sacar
a vuestro amo de aquella inútil penitencia que
decís que queda haciendo; y para pensar el
modo que hemos de tener, y para comer, que
ya es hora, será bien nos entremos en esta
venta.''

  Sancho dijo que entrasen ellos, que él
esperaría allí fuera, y que después les diría la
causa porque no entraba, ni le convenía entrar
en ella; mas que les rogaba que le sacasen
allí algo de comer que fuese cosa caliente, y,
asimismo, cebada para Rocinante. Ellos se
entraron y le dejaron, y de allí a poco el
barbero le sacó de comer. Después, habiendo bien
pensado entre los dos el modo que tendrían
para conseguir lo que deseaban, vino el cura
en un pensamiento muy acomodado al gusto
de don Quijote y para lo que ellos querían. Y
fue que dijo al barbero que lo que había
pensado era: que él se vestiría en hábito de
doncella andante, y que él procurase ponerse lo
mejor que pudiese como escudero, y que así
irían adonde don Quijote estaba, fingiendo
ser ella una doncella afligida y menesterosa,
y le pediría un don, el cual él no podría
dejársele de otorgar como valeroso caballero
andante; y que el don que le pensaba pedir
era que se viniese con ella, donde ella le
llevase, a desfacerle un agravio que un mal
caballero le tenía fecho, y que le suplicaba
asimismo que no la mandase quitar su antifaz,
ni la demandase cosa de su facienda, fasta
que la hubiese fecho derecho de aquel mal
caballero, y que creyese, sin duda, que don
Quijote vendría en todo cuanto le pidiese por
este término, y que de esta manera le sacarían
de allí y le llevarían a su lugar, donde
procurarían ver si tenía algún remedio su extraña
locura.

                CAPITULO XXVII

    \De cómo salieron con su intención el cura y el
      barbero, con otras cosas dignas de que se
      cuenten en esta grande historia./

  No le pareció mal al barbero la invención
del cura, sino tan bien, que luego la pusieron
por obra. Pidiéronle a la ventera una saya
y unas tocas, dejándole en prendas una sotana
nueva del cura. El barbero hizo una gran barba
de una cola rucia o roja de buey, donde el
ventero tenía colgado el peine. Preguntóles la
ventera que para qué le pedían aquellas cosas.
El cura le contó en breves razones la locura de
don Quijote, y cómo convenía aquel disfraz
para sacarle de la montaña donde a la sazón
estaba. Cayeron luego el ventero y la ventera
en que el loco era su huésped, el del bálsamo,
y el amo del manteado escudero, y contaron
al cura todo lo que con él les había pasado,
sin callar lo que tanto callaba Sancho.

  En resolución, la ventera vistió al cura de
modo que no había más que ver: púsole una
saya de paño, llena de fajas de terciopelo
negro de un palmo en ancho, todas acuchilladas,
y unos corpiños de terciopelo verde guarnecidos
con unos ribetes de raso blanco, que se
debieron de hacer ellos y la saya en tiempo
del rey Bamba. No consintió el cura que le
tocasen, sino púsose en la cabeza un birretillo
de lienzo colchado que llevaba para dormir de
noche, y ciñóse por la frente una liga de tafetán
negro, y con otra liga hizo un antifaz con
que se cubrió muy bien las barbas y el rostro.
Encasquetóse su sombrero, que era tan grande
que le podía servir de quitasol, y, cubriéndose
su herreruelo, subió en su mula a mujeriegas,
y el barbero en la suya, con su barba que
le llegaba a la cintura, entre roja y blanca, como
aquella que, como se ha dicho, era hecha de
la cola de un buey barroso. Despidiéronse de
todos y de la buena de Maritornes, que
prometió de rezar un rosario, aunque pecadora,
porque Dios les diese buen suceso en tan
arduo y tan cristiano negocio como era el
que habían emprendido.

  Mas apenas hubo salido de la venta,
cuando le vino al cura un pensamiento: que
hacía mal en haberse puesto de aquella manera,
por ser cosa indecente que un sacerdote
se pusiese así, aunque le fuese mucho en
ello; y, diciéndoselo al barbero, le rogó que
trocasen trajes, pues era más justo que él
fuese la doncella menesterosa, y que él haría
el escudero, y que así se profanaba menos
su dignidad; y que, si no lo quería hacer,
determinaba de no pasar adelante, aunque a
don Quijote se le llevase el diablo.

  En esto llegó Sancho, y de ver a los dos en
aquel traje, no pudo tener la risa. En efecto,
el barbero vino en todo aquello que el cura
quiso, y, trocando la invención, el cura le fue
informando el modo que había de tener, y las
palabras que había de decir a don Quijote para
moverle y forzarle a que con él se viniese, y
dejase la querencia del lugar que había
escogido para su vana penitencia. El barbero
respondió que, sin que se le diese lección, él lo
pondría bien en su punto. No quiso vestirse
por entonces, hasta que estuviesen junto de
donde don Quijote estaba, y, así, dobló sus
vestidos, y el cura acomodó su barba, y
siguieron su camino guiándolos Sancho Panza, el
cual les fue contando lo que les aconteció con
el loco que hallaron en la sierra, encubriendo,
empero, el hallazgo de la maleta y de cuanto
en ella venía; que, maguer que tonto, era un
poco codicioso el mancebo.

  Otro día llegaron al lugar donde Sancho
había dejado puestas las señales de las ramas
para acertar el lugar donde había dejado a su
señor, y, en reconociéndole, les dijo cómo
aquélla era la entrada, y que bien se podían
vestir, si era que aquello hacía al caso para la
libertad de su señor. Porque ellos le habían
dicho antes que el ir de aquella suerte y
vestirse de aquel modo era toda la importancia
para sacar a su amo de aquella mala vida que
había escogido, y que le encargaban mucho
que no dijese a su amo quién ellos eran ni
que los conocía; y que si le preguntase, como
se lo había de preguntar, si dio la carta a
Dulcinea, dijese que sí, y que, por no saber leer,
le había respondido de palabra, diciéndole que
le mandaba, so pena de la su desgracia, que
luego al momento se viniese a ver con ella,
que era cosa que le importaba mucho, porque
con esto y con lo que ellos pensaban decirle,
tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida,
y hacer con él que luego se pusiese en camino
para ir a ser emperador o monarca, que
en lo de ser arzobispo no había de qué temer.

  Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien
en la memoria, y les agradeció mucho la
intención que tenían de aconsejar a su señor
fuese emperador, y no arzobispo, porque él
tenía para sí que para hacer mercedes a sus
escuderos más podían los emperadores que
los arzobispos andantes. También les dijo que
sería bien que él fuese delante a buscarle y
darle la respuesta de su señora; que ya
sería ella bastante a sacarle de aquel lugar, sin
que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles
bien lo que Sancho Panza decía, y, así,
determinaron de aguardarle hasta que volviese
con las nuevas del hallazgo de su amo.

  Entróse Sancho por aquellas quebradas de
la sierra, dejando a los dos en una por donde
corría un pequeño y manso arroyo, a quien
hacían sombra agradable y fresca otras peñas
y algunos árboles que por allí estaban. El
calor y el día que allí llegaron, era de los del
mes de agosto, que por aquellas partes suele
ser el ardor muy grande; la hora, las tres de la
tarde: todo lo cual hacía al sitio más agradable,
y que convidase a que en él esperasen
la vuelta de Sancho, como lo hicieron.

  Estando, pues, los dos allí sosegados y a la
sombra, llegó a sus oídos una voz, que, sin
acompañarla son de algún otro instrumento,
dulce y regaladamente sonaba, de que no poco
se admiraron, por parecerles que aquél no era
lugar donde pudiese haber quien tan bien
cantase, porque, aunque suele decirse que por
las selvas y campos se hallan pastores de
voces extremadas, más son encarecimientos de
poetas que verdades; y más cuando advirtieron
que lo que oían cantar eran versos, no
de rústicos ganaderos, sino de discretos
cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los
versos que oyeron, éstos:

         ¿Quién menoscaba mis bienes?
                 Desdenes.
       Y ¿quién aumenta mis duelos?
                 Los celos.
       Y ¿quién prueba mi paciencia?
                 Ausencia.

         De ese modo, en mi dolencia
       ningún remedio se alcanza,
       pues me matan la esperanza
       desdenes, celos y ausencia.

         ¿Quién me causa este dolor?
                 Amor.
       Y ¿quién mi gloria repugna?
                 Fortuna.
       Y ¿quién consiente en mi duelo?
                 El cielo.

         De ese modo, yo recelo
       morir de este mal extraño,
       pues se aumentan en mi daño
       amor, fortuna y el cielo.

         ¿Quién mejorará mi suerte?
                 La muerte.
       Y el bien de amor ¿quién le alcanza?
                 Mudanza.
       Y sus males ¿quién los cura?
                 Locura.

         De ese modo, no es cordura
       querer curar la pasión,
       cuando los remedios son:
       muerte, mudanza y locura.

  La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la
destreza del que cantaba, causó admiración y
contento en los dos oyentes, los cuales se
estuvieron quedos, esperando si otra alguna cosa
oían; pero viendo que duraba algún tanto el
silencio, determinaron de salir a buscar el
músico que con tan buena voz cantaba; y,
queriéndolo poner en efecto, hizo la misma voz
que no se moviesen, la cual llegó de nuevo a
sus oídos, cantando este soneto:

                    SONETO

       Santa amistad, que con ligeras alas,
     tu apariencia quedándose en el suelo,
     entre benditas almas en el cielo,
     subiste alegre a las empíreas salas,

       desde allá, cuando quieres, nos señalas
     la justa paz cubierta con un velo,
     por quien a veces se trasluce el celo
     de buenas obras, que a la fin son malas.

       Deja el cielo, ¡oh Amistad!, o no permitas
     que el engaño se vista tu librea
     con que destruye a la intención sincera;

       que si tus apariencias no le quitas,
     presto ha de verse el mundo en la pelea
     de la discorde confusión primera.

  El canto se acabó con un profundo suspiro,
y los dos con atención volvieron a esperar si
más se cantaba; pero viendo que la música se
había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes,
acordaron de saber quién era el triste, tan
extremado en la voz como doloroso en los
gemidos; y no anduvieron mucho, cuando, al
volver de una punta de una peña, vieron a un
hombre del mismo talle y figura que Sancho
Panza les había pintado cuando les contó el
cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando
los vio, sin sobresaltarse, estuvo quedo, con la
cabeza inclinada sobre el pecho, a guisa de
hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos
más de la vez primera, cuando de improviso
llegaron.

  El cura, que era hombre bien hablado, como
el que ya tenía noticia de su desgracia, pues
por las señas le había conocido, se llegó a él, y
con breves aunque muy discretas razones, le
rogó y persuadió que aquella tan miserable
vida dejase, porque allí no la perdiese, que
era la desdicha mayor de las desdichas. Estaba
Cardenio entonces en su entero juicio, libre de
aquel furioso accidente que tan a menudo le
sacaba de sí mismo, y así, viendo a los dos en
traje tan no usado de los que por aquellas
soledades andaban, no dejó de admirarse algún
tanto, y más cuando oyó que le habían hablado
en su negocio como en cosa sabida, porque las
razones que el cura le dijo así lo dieron a
entender, y, así, respondió de esta manera:

  ``Bien veo yo, señores, quienquiera que
seáis, que el cielo, que tiene cuidado de
socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas
veces, sin yo merecerlo me envía, en estos tan
remotos y apartados lugares del trato común
de las gentes, algunas personas que, poniéndome
delante de los ojos, con vivas y varias
razones, cuán sin ella ando en hacer la vida
que hago, han procurado sacarme de ésta a
mejor parte; pero como no saben que sé yo que
en saliendo de este daño he de caer en otro
mayor, quizá me deben de tener por hombre de
flacos discursos, y aun, lo que peor sería, por
de ningún juicio; y no sería maravilla que así
fuese, porque a mí se me trasluce que la fuerza
de la imaginación de mis desgracias es tan
intensa y puede tanto en mi perdición, que, sin
que yo pueda ser parte a estorbarlo, vengo a
quedar como piedra, falto de todo buen
sentido y conocimiento; y vengo a caer en la
cuenta de esta verdad cuando algunos me
dicen y muestran señales de las cosas que he
hecho en tanto que aquel terrible accidente
me señorea, y no sé más que dolerme en vano
y maldecir sin provecho mi ventura, y dar
por disculpa de mis locuras el decir la causa
de ellas a cuantos oírla quieren, porque viendo
los cuerdos cuál es la causa, no se maravillarán
de los efectos, y, si no me dieren remedio, a lo
menos no me darán culpa, convirtiéndoseles
el enojo de mi desenvoltura en lástima de mis
desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís
con la misma intención que otros han
venido, antes que paséis adelante en vuestras
discretas persuasiones, os ruego que escuchéis
el cuento, que no le tiene, de mis desventuras,
porque quizá, después de entendido, ahorraréis
del trabajo que tomaréis en consolar un
mal que de todo consuelo es incapaz.''

  Los dos, que no deseaban otra cosa que
saber de su misma boca la causa de su daño,
le rogaron se la contase, ofreciéndole de no
hacer otra cosa de la que él quisiese en su
remedio o consuelo; y, con esto, el triste
caballero comenzó su lastimera historia casi por
las mismas palabras y pasos que la había
contado a don Quijote y al cabrero pocos días
atrás, cuando por ocasión del maestro Elisabat
y puntualidad de don Quijote en guardar el
decoro a la caballería, se quedó el cuento
imperfecto, como la historia lo deja contado. Pero
ahora quiso la buena suerte que se detuvo el
accidente de la locura, y le dio lugar de
contarlo hasta el fin; y así, llegando al paso del
billete que había hallado don Fernando entre
el libro de \Amadís de Gaula/, dijo Cardenio
que le tenía bien en la memoria y que decía
de esta manera:

    «LUSCINDA A CARDENIO

      Cada día descubro en vos valores que me
    obligan y fuerzan a que en más os estime; y
    así, si quisiereis sacarme de esta deuda sin
    ejecutarme en la honra, lo podréis muy bien
    hacer. Padre tengo, que os conoce y que me
    quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad,
    cumplirá la que será justo que vos tengáis,
    si es que me estimáis como decís, y
    como yo creo.»

  ``Por este billete me moví a pedir a Luscinda
por esposa, como ya os he contado, y éste fue
por quien quedó Luscinda en la opinión de
don Fernando por una de las más discretas y
avisadas mujeres de su tiempo; y este billete
fue el que le puso en deseo de destruirme
antes que el mío se efectuase. Díjele yo a don
Fernando en lo que reparaba el padre de
Luscinda, que era en que mi padre se la pidiese,
lo cual yo no le osaba decir, temeroso que no
vendría en ello, no porque no tuviese bien
conocida la calidad, bondad, virtud y hermosura
de Luscinda, y que tenía partes bastantes
para ennoblecer cualquier otro linaje de
España, sino porque yo entendía de él, que
deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo
que el duque Ricardo hacía conmigo. En
resolución, le dije que no me aventuraba a
decírselo a mi padre, así por aquel inconveniente
como por otros muchos que me acobardaban,
sin saber cuáles eran, sino que me parecía que
lo que yo desease jamás había de tener efecto.

  ``A todo esto me respondió don Fernando,
que él se encargaba de hablar a mi padre, y
hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh
Mario ambicioso! ¡Oh Catilina cruel! ¡Oh Sila
facinoroso! ¡Oh Galalón embustero! ¡Oh Vellido
traidor! ¡Oh Julián vengativo! ¡Oh Judas codicioso!
Traidor, cruel, vengativo y embustero, ¿qué
deservicios te había hecho este triste, que con
tanta llaneza te descubrió los secretos y
contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te hice?
¿Qué palabras te dije, o qué consejos te di,
que no fuesen todos encaminados a acrecentar
tu honra y tu provecho? Mas ¿de qué me
quejo, desventurado de mí?, pues es cosa cierta
que cuando traen las desgracias la corriente
de las estrellas, como vienen de alto abajo,
despeñándose con furor y con violencia, no hay
fuerza en la tierra que las detenga, ni industria
humana que prevenirlas pueda. ¿Quién
pudiera imaginar que don Fernando, caballero
ilustre, discreto, obligado de mis servicios,
poderoso para alcanzar lo que el deseo amoroso
le pidiese dondequiera que le ocupase, se
había de enconar, como suele decirse, en
tomarme a mí una sola oveja que aún no poseía?
Pero, quédense estas consideraciones
aparte, como inútiles y sin provecho, y añudemos
el roto hilo de mi desdichada historia.

  ``Digo, pues, que pareciéndole a don
Fernando que mi presencia le era inconveniente
para poner en ejecución su falso y mal
pensamiento, determinó de enviarme a su
hermano mayor con ocasión de pedirle unos
dineros para pagar seis caballos, que de industria
y sólo para este efecto de que me ausentase,
para poder mejor salir con su dañado intento,
el mismo día que se ofreció hablar a mi
padre los compró, y quiso que yo viniese por el
dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude,
por ventura, caer en imaginarla? No, por cierto;
antes, con grandísimo gusto me ofrecí a partir
luego, contento de la buena compra hecha.
Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo
que con don Fernando quedaba concertado, y
que tuviese firme esperanza de que tendrían
efecto nuestros buenos y justos deseos; ella
me dijo, tan segura como yo de la traición de
don Fernando, que procurase volver presto,
porque creía que no tardaría más la conclusión
de nuestras voluntades que tardase mi
padre de hablar al suyo. No sé qué se fue
que, en acabando de decirme esto, se le
llenaron los ojos de lágrimas, y un nudo se le
atravesó en la garganta, que no le dejaba
hablar palabra de otras muchas que me
pareció que procuraba decirme.

  ``Quedé admirado de este nuevo accidente,
hasta allí jamás en ella visto, porque siempre
nos hablábamos, las veces que la buena
fortuna y mi diligencia lo concedía, con todo
regocijo y contento, sin mezclar en nuestras
pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas o
temores. Todo era engrandecer yo mi ventura
por habérmela dado el cielo por señora;
exageraba su belleza, admirábame de su valor y
entendimiento. Volvíame ella el recambio,
alabando en mí lo que como enamorada le
parecía digno de alabanza. Con esto nos
contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de
nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más
se extendía mi desenvoltura era a tomarle, casi
por fuerza, una de sus bellas y blancas manos
y llegarla a mi boca, según daba lugar la
estrechez de una baja reja que nos dividía. Pero
la noche que precedió al triste día de mi
partida, ella lloró, gimió y suspiró, y se fue y me
dejó lleno de confusión y sobresalto,
espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes
muestras de dolor y sentimiento en Luscinda;
pero, por no destruir mis esperanzas, todo lo
atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al
dolor que suele causar la ausencia en los que
bien se quieren.

  ``En fin, yo me partí, triste y pensativo, llena
el alma de imaginaciones y sospechas, sin
saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros
indicios que me mostraban el triste suceso
y desventura que me estaba guardada. Llegué
al lugar donde era enviado; di las cartas al
hermano de don Fernando; fui bien recibido,
pero no bien despachado, porque me mandó
aguardar, bien a mi disgusto, ocho días, y en
parte donde el duque, su padre, no me viese,
porque su hermano le escribía que le enviase
cierto dinero sin su sabiduría. Y todo fue
invención del falso don Fernando, pues no le
faltaban a su hermano dineros para despacharme
luego. Orden y mandato fue éste que
me puso en condición de no obedecerle, por
parecerme imposible sustentar tantos días la
vida en el ausencia de Luscinda, y más habiéndola
dejado con la tristeza que os he contado;
pero, con todo esto, obedecí, como buen criado,
aunque veía que había de ser a costa de mi
salud.

  ``Pero a los cuatro días que allí llegué,
llegó un hombre en mi busca con una carta
que me dio, que en el sobrescrito conocí ser
de Luscinda, porque la letra de él era suya.
Abríla temeroso y con sobresalto, creyendo
que cosa grande debía de ser la que la había
movido a escribirme estando ausente, pues
presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al
hombre, antes de leerla, quién se la había dado
y el tiempo que había tardado en el camino.
Díjome, que acaso pasando por una calle de
la ciudad, a la hora de medio día, una señora
muy hermosa le llamó desde una ventana, los
ojos llenos de lágrimas, y que, con mucha
prisa, le dijo: «Hermano, si sois cristiano,
como parecéis, por amor de Dios os ruego
que encaminéis luego luego esta carta al
lugar y a la persona que dice el sobrescrito,
que todo es bien conocido, y en ello haréis un
gran servicio a nuestro Señor; y para que no
os falte comodidad de poderlo hacer, tomad
lo que va en este pañuelo.» «Y, diciendo esto,
me arrojó por la ventana un pañuelo, donde
venían atados cien reales y esta sortija de oro
que aquí traigo, con esa carta que os he dado;
y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó
de la ventana, aunque primero vio cómo yo
tomé la carta y el pañuelo, y por señas le dije
que haría lo que me mandaba; y así,
viéndome tan bien pagado del trabajo que podía
tomar en traérosla, y conociendo por el
sobrescrito que erais vos a quien se enviaba,
porque yo, señor, os conozco muy bien, y
obligado asimismo de las lágrimas de aquella
hermosa señora, determiné de no fiarme de
otra persona, sino venir yo mismo a dárosla.
Y en diez y seis horas que ha que se me
dio, he hecho el camino, que sabéis que es de
diez y ocho leguas.»

  ``En tanto que el agradecido y nuevo correo
esto me decía, estaba yo colgado de sus
palabras, temblándome las piernas, de manera que
apenas podía sostenerme. En efecto, abrí la
carta y vi que contenía estas razones:

  «La palabra que don Fernando os dio de
hablar a vuestro padre para que hablase al
mío, la ha cumplido más en su gusto que
en vuestro provecho. Sabed, señor, que él me
ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de
la ventaja que él piensa que don Fernando os
hace, ha venido en lo que quiere, con tantas
veras, que de aquí a dos días se ha de hacer
el desposorio, tan secreto y tan a solas, que
sólo han de ser testigos los cielos y alguna
gente de casa. Cuál yo quedo, imaginadlo; si
os cumple venir, vedlo; y si os quiero bien o
no, el suceso de este negocio os lo dará a
entender. ¡A Dios plegue que ésta llegue a
vuestras manos antes que la mía se vea en
condición de juntarse con la de quien tan mal sabe
guardar la fe que promete!»

  ``Estas, en suma, fueron las razones que la
carta contenía, y las que me hicieron poner
luego en camino, sin esperar otra respuesta ni
otros dineros; que bien claro conocí entonces
que no la compra de los caballos, sino la de
su gusto, había movido a don Fernando a
enviarme a su hermano. El enojo que contra don
Fernando concebí, junto con el temor de perder
la prenda que con tantos años de servicios
y deseos tenía granjeada, me pusieron alas,
pues, casi como en vuelo, otro día me puse en
mi lugar, al punto y hora que convenía para
ir a hablar a Luscinda. Entré secreto, y dejé
una mula en que venía en casa del buen
hombre que me había llevado la carta; y quiso
la suerte que entonces la tuviese tan buena,
que hallé a Luscinda puesta a la reja, testigo
de nuestros amores. Conocióme Luscinda
luego, y conocíla yo, mas no como debía ella
conocerme, y yo conocerla. Pero, ¿quién hay
en el mundo que se pueda alabar que ha
penetrado y sabido el confuso pensamiento y
condición mudable de una mujer? Ninguno,
por cierto. Digo, pues, que así como
Luscinda me vio, me dijo: «Cardenio, de boda
estoy vestida; ya me están aguardando en la
sala don Fernando el traidor, y mi padre el
codicioso, con otros testigos, que antes lo
serán de mi muerte que de mi desposorio.
No te turbes, amigo, sino procura hallarte
presente a este sacrificio, el cual si no
pudiere ser estorbado de mis razones, una daga
llevo escondida que podrá estorbar más
determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y
principio a que conozcas la voluntad que te
he tenido y tengo.»

  ``Yo le respondí, turbado y aprisa,
temeroso no me faltase lugar para responderla:
«Hagan, señora, tus obras verdaderas tus
palabras; que si tú llevas daga para acreditarte,
aquí llevo yo espada para defenderte con
ella, o para matarme, si la suerte nos fuere
contraria.» No creo que pudo oír todas estas
razones, porque sentí que la llamaban aprisa,
porque el desposado aguardaba. Cerróse con
esto la noche de mi tristeza, púsoseme el sol
de mi alegría, quedé sin luz en los ojos y sin
discurso en el entendimiento. No acertaba a
entrar en su casa, ni podía moverme a parte
alguna; pero considerando cuánto importaba
mi presencia para lo que suceder pudiese en
aquel caso, me animé lo más que pude y entré
en su casa; y como ya sabía muy bien todas
sus entradas y salidas, y más con el alboroto
que de secreto en ella andaba, nadie me echó
de ver; así que, sin ser visto, tuve lugar de
ponerme en el hueco que hacía una ventana
de la misma sala, que con las puntas y remates
de dos tapices se cubría, por entre las
cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto
en la sala se hacía.

  ``¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos
que me dio el corazón mientras allí estuve, los
pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones
que hice, que fueron tantas y tales,
que ni se pueden decir ni aun es bien que se
digan? Basta que sepáis que el desposado
entró en la sala, sin otro adorno que los
mismos vestidos ordinarios que solía. Traía
por padrino a un primo hermano de Luscinda,
y en toda la sala no había persona de fuera,
sino los criados de casa.

  ``De allí a un poco salió de una recámara
Luscinda, acompañada de su madre y de dos
doncellas suyas, tan bien aderezada y
compuesta como su calidad y hermosura merecían,
y como quien era la perfección de la gala
y bizarría cortesana. No me dio lugar mi
suspensión y arrobamiento para que mirase y
notase en particular lo que traía vestido:
sólo pude advertir a las colores, que eran
encarnado y blanco, y en las vislumbres que
las piedras y joyas del tocado y de todo el
vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba
la belleza singular de sus hermosos y rubios
cabellos, tales, que en competencia de las
preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas
que en la sala estaban, la suya con más
resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria,
enemiga mortal de mi descanso! ¿De qué sirve
representarme ahora la incomparable belleza
de aquella adorada enemiga mía? ¿No será
mejor, cruel memoria, que me acuerdes y
representes lo que entonces hizo, para que,
movido de tan manifiesto agravio, procure, ya que
no la venganza, a lo menos perder la vida?

  ``No os canséis, señores, de oír estas
digresiones que hago; que no es mi pena de
aquellas que puedan ni deban contarse
sucintamente y de paso, pues cada circunstancia
suya me parece a mí que es digna de un largo
discurso.''

  A esto le respondió el cura que, no sólo no
se cansaban en oírle, sino que les daba mucho
gusto las menudencias que contaba, por ser
tales, que merecían no pasarse en silencio y
la misma atención que lo principal del
cuento.

  ``Digo, pues'', prosiguió Cardenio, ``que
estando todos en la sala, entró el cura de la
parroquia, y, tomando a los dos por la mano
para hacer lo que en tal acto se requiere, al
decir: «¿Queréis, señora Luscinda, al señor don
Fernando, que está presente, por vuestro
legítimo esposo, como lo manda la Santa Madre
Iglesia?», yo saqué toda la cabeza y cuello de
entre los tapices, y con atentísimos oídos y
alma turbada me puse a escuchar lo que Luscinda
respondía, esperando de su respuesta la
sentencia de mi muerte o la confirmación de
mi vida. ¡Oh!, quién se atreviera a salir entonces,
diciendo a voces: «¡Ah, Luscinda, Luscinda,
mira lo que haces, considera lo que me debes,
mira que eres mía, y que no puedes ser de
otro! ¡Advierte que el decir tu «sí» y el acabárseme
la vida, ha de ser todo a un punto! ¡Ah,
traidor don Fernando, robador de mi gloria,
muerte de mi vida!, ¿qué quieres?, ¿qué
pretendes? Considera que no puedes cristianamente
llegar al fin de tus deseos, porque
Luscinda es mi esposa y yo soy su marido.»
¡Ah, loco de mí!, ahora que estoy ausente y lejos
del peligro, digo que había de hacer lo que no
hice; ahora que dejé robar mi cara prenda,
maldigo al robador, de quien pudiera vengarme
si tuviera corazón para ello, como le tengo
para quejarme. En fin, pues fui entonces
cobarde y necio, no es mucho que muera ahora
corrido, arrepentido y loco.

  ``Estaba esperando el cura la respuesta de
Luscinda, que se detuvo un buen espacio en
darla, y cuando yo pensé que sacaba la daga
para acreditarse, o desataba la lengua para
decir alguna verdad o desengaño que en mi
provecho redundase, oigo que dijo con voz
desmayada y flaca: «Sí, quiero», y lo mismo
dijo don Fernando, y, dándole el anillo,
quedaron en indisoluble nudo ligados. Llegó
el desposado a abrazar a su esposa, y ella,
poniéndose la mano sobre el corazón, cayó
desmayada en los brazos de su madre. Resta ahora
decir cuál quedé yo, viendo en el «sí» que había
oído burladas mis esperanzas, falsas las
palabras y promesas de Luscinda, imposibilitado
de cobrar en algún tiempo el bien que en
aquel instante había perdido. Quedé falto de
consejo, desamparado, a mi parecer, de todo
el cielo, hecho enemigo de la tierra que me
sustentaba, negándome el aire aliento para
mis suspiros, y el agua humor para mis ojos;
sólo el fuego se acrecentó de manera que todo
ardía de rabia y de celos.

  ``Alborotáronse todos con el desmayo de
Luscinda, y, desabrochándole su madre el pecho
para que le diese el aire, se descubrió en
él un papel cerrado, que don Fernando tomó
luego y se le puso a leer a la luz de una de
las hachas, y, en acabando de leerle, se sentó
en una silla y se puso la mano en la mejilla
con muestras de hombre muy pensativo, sin
acudir a los remedios que a su esposa se
hacían para que del desmayo volviese. Yo,
viendo alborotada toda la gente de casa, me
aventuré a salir, ora fuese visto o no, con
determinación que si me viesen, de hacer
un desatino, tal, que todo el mundo viniera a
entender la justa indignación de mi pecho en
el castigo del falso don Fernando, y aun en el
mudable de la desmayada traidora. Pero mi
suerte, que para mayores males, si es posible
que los haya, me debe tener guardado, ordenó
que en aquel punto me sobrase el entendimiento,
que después acá me ha faltado; y, así,
sin querer tomar venganza de mis mayores
enemigos, que, por estar tan sin pensamiento
mío fuera fácil tomarla, quise tomarla de mi
mano y ejecutar en mí la pena que ellos
merecían, y aun quizá con más rigor del que
con ellos se usara si entonces les diera muerte,
pues la que se recibe repentina presto acaba
la pena; mas la que se dilata con tormentos,
siempre mata, sin acabar la vida.

  ``En fin, yo salí de aquella casa y vine a la
de aquél donde había dejado la mula; hice que
me la ensillase; sin despedirme de él subí en
ella, y salí de la ciudad sin osar, como otro
Lot, volver el rostro a mirarla; y cuando me
vi en el campo solo, y que la oscuridad de la
noche me encubría, y su silencio convidaba a
quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado
ni conocido, solté la voz y desaté la lengua
en tantas maldiciones de Luscinda y de
don Fernando, como si con ellas satisficiera el
agravio que me habían hecho. Dile títulos de
cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida;
pero, sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza
de mi enemigo la había cerrado los ojos de la
voluntad para quitármela a mí y entregarla a
aquél con quien más liberal y franca la fortuna
se había mostrado; y en mitad de la fuga de estas
maldiciones y vituperios, la disculpaba, diciendo
que no era mucho que una doncella recogida
en casa de sus padres, hecha y acostumbrada
siempre a obedecerlos, hubiese querido
condescender con su gusto, pues le daban por
esposo a un caballero tan principal, tan rico y
tan gentil hombre, que a no querer recibirle,
se podía pensar, o que no tenía juicio, o que
en otra parte tenía la voluntad, cosa que
redundaba tan en perjuicio de su buena opinión
y fama.

  ``Luego volvía diciendo que, puesto que ella
dijera que yo era su esposo, vieran ellos que
no había hecho en escogerme tan mala elección
que no la disculparan, pues antes de
ofrecérseles don Fernando, no pudieran ellos
mismos acertar a desear, si con razón midiesen
su deseo, otro mejor que yo para esposo
de su hija; y que bien pudiera ella, antes de
ponerse en el trance forzoso y último de dar
la mano, decir que ya yo le había dado la mía;
que yo viniera y concediera con todo cuanto
ella acertara a fingir en este caso.

  ``En fin, me resolví en que poco amor, poco
juicio, mucha ambición y deseos de grandezas
hicieron que se olvidase de las palabras
con que me había engañado, entretenido y
sustentado en mis firmes esperanzas y
honestos deseos. Con estas voces y con esta
inquietud caminé lo que quedaba de aquella
noche, y di al amanecer en una entrada de estas
sierras, por las cuales caminé otros tres
días, sin senda ni camino alguno, hasta que
vine a parar a unos prados que no sé a qué
mano de estas montañas caen, y allí pregunté
a unos ganaderos que hacia dónde era lo más
áspero de estas sierras. Dijéronme que hacia
esta parte. Luego me encaminé a ella, con
intención de acabar aquí la vida, y, en
entrando por estas asperezas, del cansancio y
de la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo
que yo más creo, por desechar de sí tan inútil
carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie,
rendido de la naturaleza, traspasado de
hambre, sin tener ni pensar buscar quien me
socorriese.

  ``De aquella manera estuve no sé qué tiempo
tendido en el suelo, al cabo del cual me
levanté sin hambre, y hallé junto a mí a unos
cabreros, que, sin duda, debieron ser los que mi
necesidad remediaron, porque ellos me dijeron
de la manera que me habían hallado, y cómo
estaba diciendo tantos disparates y desatinos,
que daba indicios claros de haber perdido el
juicio; y yo he sentido en mí, después acá,
que no todas veces le tengo cabal, sino tan
desmedrado y flaco, que hago mil locuras,
rasgándome los vestidos, dando voces por estas
soledades, maldiciendo mi ventura y repitiendo
en vano el nombre amado de mi enemiga,
sin tener otro discurso ni intento entonces que
procurar acabar la vida voceando; y cuando
en mí vuelvo, me hallo tan cansado y molido
que apenas puedo moverme. Mi más común
habitación es en el hueco de un alcornoque,
capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los
vaqueros y cabreros que andan por estas
montañas, movidos de caridad, me sustentan,
poniéndome el manjar por los caminos y por las
peñas por donde entienden que acaso podré
pasar y hallarlo; y, así, aunque entonces me
falte el juicio, la necesidad natural me da a
conocer el mantenimiento, y despierta en mí
el deseo de apetecerlo y la voluntad de
tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me
encuentran con juicio, que yo salgo a los
caminos, y que se lo quito por fuerza, aunque me
lo den de grado, a los pastores que vienen
con ello del lugar a las majadas.

  ``De esta manera paso mi miserable y extrema
vida, hasta que el cielo sea servido de
conducirle a su último fin, o de ponerle en
mi memoria, para que no me acuerde de la
hermosura y de la traición de Luscinda y del
agravio de don Fernando; que si esto él hace
sin quitarme la vida, yo volveré a mejor
discurso mis pensamientos; donde no, no hay sino
rogarle que absolutamente tenga misericordia
de mi alma, que yo no siento en mí valor ni
fuerzas para sacar el cuerpo de esta estrechez
en que por mi gusto he querido ponerle.

  ``Esta es, ¡oh, señores!, la amarga historia
de mi desgracia; decidme si es tal que pueda
celebrarse con menos sentimientos que los que en
mí habéis visto. Y no os canséis en persuadirme,
ni aconsejarme, lo que la razón os dijere
que puede ser bueno para mi remedio, porque
ha de aprovechar conmigo lo que aprovecha
la medicina recetada de famoso médico al
enfermo que recibir no la quiere. Yo no quiero
salud sin Luscinda, y pues ella gustó de ser
ajena, siendo o debiendo ser mía, guste yo
de ser de la desventura, pudiendo haber sido de
la buena dicha. Ella quiso, con su mudanza,
hacer estable mi perdición; yo querré, con
procurar perderme, hacer contenta su voluntad, y
será ejemplo a los por venir de que a mí solo
faltó lo que a todos los desdichados sobra, a
los cuales suele ser consuelo la imposibilidad
de tenerle, y en mí es causa de mayores
sentimientos y males, porque aun pienso que
no se han de acabar con la muerte.''

  Aquí dio fin Cardenio a su larga plática, y
tan desdichada como amorosa historia; y al
tiempo que el cura se prevenía para decirle
algunas razones de consuelo, le suspendió una
voz que llegó a sus oídos, que en lastimados
acentos oyeron que decía lo que se dirá en la
cuarta parte de esta narración; que en este punto
dio fin a la tercera el sabio y atentado
historiador Cide Hamete Benengeli.