# Two chapters from Cervantes's "Don Quixote"
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  Capítulo XLIV

  Prosiguen los inauditos sucesos de la venta.


  En efecto, fueron tantas las voces que don
Quijote dio, que, abriendo de presto las puertas
de la venta, salió el ventero, despavorido, a
ver quién tales gritos daba, y los que estaban
fuera hicieron lo mismo. Maritornes, que
ya había despertado a las mismas voces,
imaginando lo que podía ser, se fue al pajar y
desató, sin que nadie lo viese, el cabestro que a
don Quijote sostenía, y él dio luego en el suelo,
a vista del ventero y de los caminantes, que,
llegándose a él, le preguntaron qué tenía, que
tales voces daba. El, sin responder palabra, se
quitó el cordel de la muñeca, y, levantándose
en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su
adarga, enristró su lanzón, y, tomando buena
parte del campo, volvió a medio galope,
diciendo:

  "Cualquiera que dijere que yo he sido con
justo título encantado, como mi señora la
princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo
le desmiento, le reto y desafío a singular
batalla."

  Admirados se quedaron los nuevos caminantes
de las palabras de don Quijote, pero el
ventero les quitó de aquella admiración,
diciéndoles que era don Quijote, y que no había que
hacer caso de él, porque estaba fuera de juicio.
Preguntáronle al ventero si acaso había llegado
a aquella venta un muchacho de hasta edad
de quince años, que venía vestido como mozo
de mulas, de tales y tales señas, dando las
mismas que traía el amante de doña Clara.
El ventero respondió que había tanta gente en
la venta, que no había echado de ver en el que
preguntaban. Pero habiendo visto uno de ellos el
coche donde había venido el oidor, dijo:

  "Aquí debe de estar, sin duda, porque éste
es el coche que él dicen que sigue; quédese
uno de nosotros a la puerta, y entren los demás
a buscarle, y aun sería bien que uno de
nosotros rodease toda la venta, porque no se
fuese por las bardas de los corrales."

  "Así se hará", respondió uno de ellos.

  Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó
a la puerta y el otro se fue a rodear la venta,
todo lo cual veía el ventero, y no sabía
atinar para qué se hacían aquellas diligencias,
puesto que bien creyó que buscaban aquel
mozo, cuyas señas le habían dado. Ya a esta
sazón aclaraba el día, y así por esto, como por
el ruido que don Quijote había hecho, estaban
todos despiertos y se levantaban, especialmente
doña Clara y Dorotea, que, la una con sobresalto
de tener tan cerca a su amante, y la otra
con el deseo de verle, habían podido dormir
bien mal aquella noche.

  Don Quijote, que vio que ninguno de los
cuatro caminantes hacía caso de él, ni le
respondían a su demanda, moría y rabiaba de
despecho y saña, y si él hallara en las ordenanzas
de su caballería que lícitamente podía el
caballero andante tomar y emprender otra empresa,
habiendo dado su palabra y fe de no ponerse
en ninguna hasta acabar la que había prometido,
él embistiera con todos y les hiciera responder,
mal de su grado. Pero por parecerle no
convenirle ni estarle bien comenzar nueva
empresa hasta poner a Micomicona en su reino,
hubo de callar y estarse quedo, esperando
a ver en qué paraban las diligencias de
aquellos caminantes, uno de los cuales halló al
mancebo que buscaba durmiendo al lado de
un mozo de mulas, bien descuidado de que
nadie ni le buscase, ni menos de que le
hallase. El hombre le trabó del brazo y le dijo:

  "Por cierto, señor don Luis, que responde
bien a quien vos sois el hábito que tenéis, y
que dice bien la cama en que os hallo al regalo
con que vuestra madre os crio."

  Limpióse el mozo los soñolientos ojos, y
miró despacio al que le tenía asido, y luego
conoció que era criado de su padre, de que
recibió tal sobresalto, que no acertó o no pudo
hablarle palabra por un buen espacio, y el
criado prosiguió, diciendo:

  "Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don
Luis, sino prestar paciencia y dar la vuelta a
casa, si ya vuestra merced no gusta que su
padre y mi señor la dé al otro mundo, porque
no se puede esperar otra cosa de la pena con
que queda por vuestra ausencia."

  "Pues ¿cómo supo mi padre", dijo don Luis,
"que yo venía este camino y en este traje?"

  "Un estudiante", respondió el criado, "a
quien disteis cuenta de vuestros pensamientos,
fue el que lo descubrió, movido a lástima, de
las que vio que hacía vuestro padre al punto
que os echó menos; y, así, despachó a cuatro
de sus criados en vuestra busca, y todos estamos
aquí a vuestro servicio, más contentos de
lo que imaginar se puede por el buen despacho
con que tornaremos, llevándoos a los ojos que
tanto os quieren."

  "Eso será como yo quisiere, o como el cielo
lo ordenare", respondió don Luis.

  "¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar
el cielo, fuera de consentir en volveros,
porque no ha de ser posible otra cosa?"

  Todas estas razones que entre los dos
pasaban oyó el mozo de mulas, junto a quien
don Luis estaba, y, levantándose de allí, fue a
decir lo que pasaba a don Fernando y a Cardenio
y a los demás, que ya vestido se habían;
a los cuales dijo cómo aquel hombre llamaba
de don a aquel muchacho, y las razones que
pasaban, y cómo le quería volver a casa de su
padre, y el mozo no quería; y con esto, y con
lo que de él sabían, de la buena voz que el cielo
le había dado, vinieron todos en gran deseo de
saber más particularmente quién era, y aun de
ayudarle, si alguna fuerza le quisiesen hacer;
y, así, se fueron hacia la parte donde aún
estaba hablando y porfiando con su criado.

  Salía en esto Dorotea de su aposento, y
tras ella doña Clara toda turbada; y, llamando
Dorotea a Cardenio aparte, le contó en breves
razones la historia del músico y de doña Clara,
a quien él también dijo lo que pasaba de la
venida a buscarle los criados de su padre, y no
se lo dijo tan callando, que lo dejase de oír
Clara; de lo que quedó tan fuera de sí, que si
Dorotea no llegara a tenerla, diera consigo en
el suelo. Cardenio dijo a Dorotea que se
volviesen al aposento, que él procuraría poner
remedio en todo, y ellas lo hicieron.

  Ya estaban todos los cuatro que venían a
buscar a don Luis dentro de la venta, y rodeados
de él, persuadiéndole que luego, sin detenerse
un punto, volviese a consolar a su padre.
El respondió que en ninguna manera lo podía
hacer hasta dar fin a un negocio en que le iba
la vida, la honra y el alma. Apretáronle entonces
los criados, diciéndole que en ningún modo
volverían sin él, y que le llevarían, quisiese o
no quisiese.

  "Eso no haréis vosotros", replicó don
Luis, "si no es llevándome muerto, aunque
de cualquiera manera que me llevéis, será
llevarme sin vida."

  Ya a esta sazón habían acudido a la porfía
todos los más que en la venta estaban,
especialmente Cardenio, don Fernando, sus
camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don
Quijote, que ya le pareció que no había necesidad
de guardar más el castillo. Cardenio, como ya
sabía la historia del mozo, preguntó a los que
llevarle querían, que qué les movía a querer
llevar contra su voluntad [a] aquel
muchacho.

  "Muévenos", respondió uno de los cuatro,
"dar la vida a su padre, que por la ausencia
de este caballero queda a peligro de perderla."

  A esto dijo don Luis:

  "No hay para qué se dé cuenta aquí de mis
cosas; yo soy libre y volveré si me diere
gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de
hacer fuerza."

  "Harásela a vuestra merced la razón",
respondió el hombre, "y cuando ella no bastare
con vuestra merced, bastará con nosotros para
hacer a lo que venimos y lo que somos
obligados."

  "Sepamos qué es esto de raíz", dijo a este
tiempo el oidor.

  Pero el hombre que lo conoció, como vecino
de su casa, respondió:

  "¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a
este caballero, que es el hijo de su vecino, el
cual se ha ausentado de casa de su padre, en
el hábito tan indecente a su calidad, como
vuestra merced puede ver?"

  Miróle entonces el oidor más atentamente,
y conocióle, y abrazándole, dijo:

  "¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis,
o qué causas tan poderosas, que os hayan
movido a venir de esta manera, y en este traje,
que dice tan mal con la calidad vuestra?"

  Al mozo se le vinieron las lágrimas a los
ojos, y no pudo responder palabra. El
oidor dijo a los cuatro que se sosegasen,
que todo se haría bien, y, tomando por la
mano a don Luis, le apartó a una parte, y
le preguntó qué venida había sido aquélla.

  Y en tanto que le hacía esta y otras
preguntas, oyeron grandes voces a la puerta de la
venta, y era la causa de ellas que dos huéspedes,
que aquella noche habían alojado en ella,
viendo a toda la gente ocupada en saber lo
que los cuatro buscaban, habían intentado a irse
sin pagar lo que debían; mas el ventero, que
atendía más a su negocio que a los ajenos, les
asió al salir de la puerta y pidió su paga, y les
afeó su mala intención con tales palabras, que
les movió a que le respondiesen con los puños;
y, así, le comenzaron a dar tal mano, que
el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces
y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron
a otro más desocupado para poder socorrerle
que a don Quijote, a quien la hija de la
ventera dijo:

  "Socorra vuestra merced, señor caballero,
por la virtud que Dios le dio, a mi pobre padre;
que dos malos hombres le están moliendo como
a cibera."

  A lo cual respondió don Quijote muy despacio
y con mucha flema:

  "Fermosa doncella, no ha lugar por ahora
vuestra petición, porque estoy impedido de
entremeterme en otra aventura en tanto que no
diere cima a una en que mi palabra me ha
puesto; mas lo que yo podré hacer por serviros,
es lo que ahora diré: corred y decid a vuestro
padre que se entretenga en esa batalla lo
mejor que pudiere y que no se deje vencer en
ningún modo, en tanto que yo pido licencia a
la princesa Micomicona para poder socorrerle
en su cuita; que si ella me la da, tened por
cierto que yo le sacaré de ella."

  "Pecadora de mí", dijo a esto Maritornes,
que estaba delante, "primero que vuestra merced
alcance esa licencia que dice, estará ya mi
señor en el otro mundo."

  "Dadme vos, señora, que yo alcance la
licencia que digo", respondió don Quijote; "que
como yo la tenga, poco hará al caso que él esté
en el otro mundo, que de allí le sacaré, a pesar
del mismo mundo que lo contradiga; o, por lo
menos, os daré tal venganza de los que allá le
hubieren enviado, que quedéis más que
medianamente satisfechas."

  Y, sin decir más, se fue a poner de hinojos
ante Dorotea, pidiéndole, con palabras caballerescas
y andantescas, que la su grandeza fuese
servida de darle licencia de acorrer y socorrer
al castellano de aquel castillo, que estaba
puesto en una grave mengua. La princesa se la dio
de buen talante, y él luego, embrazando su
adarga y poniendo mano a su espada, acudió
a la puerta de la venta, adonde aún todavía
traían los dos huéspedes a mal traer al
ventero; pero así como llegó, embazó y se estuvo
quedo, aunque Maritornes y la ventera le
decían que en qué se detenía; que socorriese a
su señor y marido.

  "Deténgome", dijo don Quijote, "porque no
me es lícito poner mano a la espada contra
gente escuderil; pero llamadme aquí a mi
escudero Sancho; que a él toca y atañe esta
defensa y venganza."

  Esto pasaba en la puerta de la venta, y en
ella andaban las puñadas y mojicones muy en
su punto, todo en daño del ventero y en rabia
de Maritornes, la ventera y su hija, que se
desesperaban de ver la cobardía de don Quijote,
y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y
padre.

  Pero dejémosle aquí, que no faltará quien
le socorra; o si no, sufra y calle el que se
atreve a más de a lo que sus fuerzas le
prometen, y volvámonos atrás cincuenta pasos a ver
qué fue lo que don Luis respondió al oidor;
que le dejamos aparte preguntándole la causa
de su venida a pie, y de tan vil traje vestido.
A lo cual el mozo, asiéndole fuertemente de
las manos, como en señal de que algún gran
dolor le apretaba el corazón, y, derramando
lágrimas en grande abundancia, le dijo:

  "Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino
que desde el punto que quiso el cielo y facilitó
nuestra vecindad que yo viese a mi señora
doña Clara, hija vuestra y señora mía, desde
aquel instante la hice dueño de mi voluntad;
y si la vuestra, verdadero señor y padre mío,
no lo impide, en este mismo día ha de ser
mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre,
y por ella me puse en este traje para seguirla
dondequiera que fuese, como la saeta al
blanco, o como el marinero al norte. Ella no
sabe de mis deseos más de lo que ha podido
entender de algunas veces que desde lejos ha
visto llorar mis ojos. Ya, señor, sabéis la
riqueza y la nobleza de mis padres, y como yo soy
su único heredero; si os parece que éstas son
partes para que os aventuréis a hacerme en
todo venturoso, recibidme luego por vuestro
hijo; que si mi padre, llevado de otros
designios suyos, no gustare de este bien que yo
supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para
deshacer y mudar las cosas que las humanas
voluntades."

  Calló en diciendo esto el enamorado
mancebo, y el oidor quedó en oírle suspenso,
confuso y admirado, así de haber oído el modo y
la discreción con que don Luis le había
descubierto su pensamiento, como de verse en punto
que no sabía el que poder tomar en tan
repentino y no esperado negocio; y, así, no
respondió otra cosa sino que se sosegase por
entonces, y entretuviese a sus criados, que por
aquel día no le volviesen, porque se tuviese
tiempo para considerar lo que mejor a todos
estuviese. Besóle las manos por fuerza don
Luis, y aun se las bañó con lágrimas, cosa que
pudiera enternecer un corazón de mármol, no
sólo el del oidor, que, como discreto, ya había
conocido cuán bien le estaba a su hija aquel
matrimonio; puesto que, si fuera posible, lo
quisiera efectuar con voluntad del padre de
don Luis, del cual sabía que pretendía hacer
de título a su hijo.

  Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes
con el ventero, pues por persuasión y
buenas razones de don Quijote, más que por
amenazas, le habían pagado todo lo que él quiso, y
los criados de don Luis aguardaban el fin de
la plática del oidor y la resolución de su amo,
cuando el demonio, que no duerme, ordenó
que en aquel mismo punto entró en la
venta el barbero a quien don Quijote quitó el
yelmo de Mambrino, y Sancho Panza los aparejos
del asno, que trocó con los del suyo; el
cual barbero, llevando su jumento a la
caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba
aderezando no sé qué de la albarda, y así como la
vio, la conoció, y se atrevió a arremeter a
Sancho, diciendo:

  "¡Ah, don ladrón, que aquí os tengo! Venga
mi bacía y mi albarda, con todos mis aparejos
que me robasteis."

  Sancho, que se vio acometer tan de improviso
y oyó los vituperios que le decían, con la
una mano asió de la albarda, y con la otra dio
un mojicón al barbero, que le bañó los dientes
en sangre; pero no por esto dejó el barbero la
presa que tenía hecha en el albarda, antes
alzó la voz de tal manera, que todos los de la
venta acudieron al ruido y pendencia; y decía:

  "¡Aquí del rey y de la justicia; que sobre
cobrar mi hacienda me quiere matar este ladrón,
salteador de caminos!"

  "¡Mentís", respondió Sancho; "que yo no soy
salteador de caminos; que en buena guerra
ganó mi señor don Quijote estos despojos!"

  Ya estaba don Quijote delante, con mucho
contento de ver cuán bien se defendía y ofendía
su escudero, y túvole desde allí adelante
por hombre de pro, y propuso en su corazón
de armarle caballero en la primera ocasión
que se le ofreciese, por parecerle que sería
en él bien empleada la orden de la caballería.
Entre otras cosas que el barbero decía en el
discurso de la pendencia, vino a decir:

  "Señores: así esta albarda es mía como la
muerte que debo a Dios; y así la conozco
como si la hubiera parido, y ahí está mi asno
en el establo, que no me dejará mentir; si no,
pruébensela, y si no le viniere pintiparada, yo
quedaré por infame; y hay más: que el mismo
día que ella se me quitó, me quitaron también
una bacía de azófar nueva que no se había
estrenado, que era señora de un escudo."

  Aquí no se pudo contener don Quijote sin
responder, y, poniéndose entre los dos, y
apartándoles, depositando la albarda en el suelo,
que la tuviese de manifiesto hasta que la
verdad se aclarase, dijo:

  "¡Porque vean vuestras mercedes clara y
manifiestamente el error en que está este buen
escudero, pues llama bacía a lo que fue, es y
será yelmo de Mambrino, el cual se le quité
yo en buena guerra, y me hice señor de él con
legítima y lícita posesión! En lo del albarda
no me entremeto; que lo que en ello sabré
decir es que mi escudero Sancho me pidió licencia
para quitar los jaeces del caballo de este
vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo;
yo se la di y él los tomó, y de haberse convertido
de jaez en albarda no sabré dar otra razón
si no es la ordinaria: que como esas
transformaciones se ven en los sucesos de la
caballería; para confirmación de lo cual, corre,
Sancho hijo, y saca aquí el yelmo que este
buen hombre dice ser bacía."

  "¡Pardiez, señor!", dijo Sancho, "si no
tenemos otra prueba de nuestra intención que la
que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo
de Malino como el jaez de este buen hombre
albarda."

  "Haz lo que te mando", replicó don Quijote;
"que no todas las cosas de este castillo han de
ser guiadas por encantamiento."

  Sancho fue a do estaba la bacía y la trajo,
y así como don Quijote la vio, la tomó en las
manos y dijo:

  "Miren vuestras mercedes con qué cara podía
decir este escudero que ésta es bacía, y no
el yelmo que yo he dicho; y juro por la orden
de caballería que profeso, que este yelmo fue
el mismo que yo le quité, sin haber añadido en
él ni quitado cosa alguna."

  "En eso no hay duda", dijo a esta sazón
Sancho; "porque desde que mi señor le ganó
hasta ahora no ha hecho con él más de una batalla,
cuando libró a los sin ventura encadenados,
y si no fuera por este baciyelmo, no lo
pasara entonces muy bien, porque hubo asaz
de pedradas en aquel trance."

  Capítulo XLV

  Se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y
  de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad.



  "¿Qué les parece a vuestras mercedes, señores",
dijo el barbero, "de lo que afirman estos
gentiles hombres, pues aún porfían que ésta
no es bacía, sino yelmo?"

  "Y quien lo contrario dijere", dijo don
Quijote, "le haré yo conocer que miente, si fuere
caballero, y si escudero, que remiente mil
veces."

  Nuestro barbero, que a todo estaba presente,
como tenía tan bien conocido el humor de don
Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar
adelante la burla, para que todos riesen, y
dijo hablando con el otro barbero:

  "Señor barbero, o quien sois, sabed que yo
también soy de vuestro oficio, y tengo más ha
de veinte años carta de examen, y conozco
muy bien de todos los instrumentos de la
barbería, sin que le falte uno; y ni más ni menos
fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé
también qué es yelmo, y qué es morrión y celada
de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia,
digo, a los géneros de armas de los soldados;
y digo, salvo mejor parecer, remitiéndome
siempre al mejor entendimiento, que esta pieza
que está aquí delante, y que este buen señor
tiene en las manos, no sólo no es bacía de
barbero, pero está tan lejos de serlo, como está
lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la
mentira; también digo que éste, aunque es
yelmo, no es yelmo entero."

  "No, por cierto", dijo don Quijote, "porque
le falta la mitad, que es la babera."

  "Así es", dijo el cura, que ya había
entendido la intención de su amigo el barbero.

  Y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando
y sus camaradas; y aun el oidor, si no
estuviera tan pensativo con el negocio de don
Luis, ayudara por su parte a la burla; pero las
veras de lo que pensaba le tenían tan suspenso,
que poco o nada atendía a aquellos donaires.

  "¡Válgame Dios!", dijo a esta sazón el barbero
burlado. "¿Que es posible que tanta gente
honrada diga que ésta no es bacía, sino yelmo?
Cosa parece ésta que puede poner en admiración
a toda una universidad, por discreta que
sea. Basta; si es que esta bacía es yelmo,
también debe de ser esta albarda jaez de caballo,
como este señor ha dicho."

  "A mí albarda me parece", dijo don
Quijote; "pero ya he dicho que en eso no me
entremeto."

  "De que sea albarda o jaez", dijo el cura,
"no está en más de decirlo el señor don Quijote;
que en estas cosas de la caballería todos
estos señores y yo le damos la ventaja."

  "Por Dios, señores míos", dijo don Quijote,
"que son tantas y tan extrañas las cosas que en
este castillo, en dos veces que en él he alojado,
me han sucedido, que no me atreva a decir
afirmativamente ninguna cosa de lo que acerca
de lo que en él se contiene se preguntare,
porque imagino que cuanto en él se trata va
por vía de encantamiento. La primera vez me
fatigó mucho un moro encantado que en él hay,
y a Sancho no le fue muy bien con otros sus
secuaces, y anoche estuve colgado de este brazo
casi dos horas, sin saber cómo ni cómo no, vine
a caer en aquella desgracia. Así que ponerme
yo ahora en cosa de tanta confusión a dar mi
parecer, será caer en juicio temerario. En lo
que toca a lo que dicen que ésta es bacía y no
yelmo, ya yo tengo respondido; pero en lo de
declarar si ésa es albarda o jaez, no me atrevo
a dar sentencia definitiva; sólo lo dejo al
buen parecer de vuestras mercedes. Quizá por
no ser armados caballeros, como yo lo soy, no
tendrán que ver con vuestras mercedes los
encantamientos de este lugar, y tendrán los
entendimientos libres, y podrán juzgar de las cosas
de este castillo como ellas son real y
verdaderamente, y no como a mí me parecían."

  "No hay duda", respondió a esto don Fernando,
"sino que el señor don Quijote ha dicho
muy bien hoy, que a nosotros toca la definición
de este caso, y porque vaya con más fundamento,
yo tomaré en secreto los votos de estos
señores, y de lo que resultare, daré entera y
clara noticia."

  Para aquellos que la tenían del humor de
don Quijote, era todo esto materia de grandísima
risa; pero para los que le ignoraban les
parecía el mayor disparate del mundo,
especialmente a los cuatro criados de don Luis, y
a don Luis ni más ni menos, y a otros tres
pasajeros que acaso habían llegado a la venta,
que tenían parecer de ser cuadrilleros, como,
en efecto, lo eran. Pero el que más se desesperaba
era el barbero, cuya bacía allí delante de
sus ojos se le había vuelto en yelmo de
Mambrino, y cuya albarda pensaba sin duda
alguna que se le había de volver en jaez rico de
caballo, y los unos y los otros se reían de ver
cómo andaba don Fernando tomando los votos
de unos en otros, hablándolos al oído, para
que en secreto declarasen si era albarda o jaez
aquella joya, sobre quien tanto se había
peleado. Y después que hubo tomado los votos de
aquellos que a don Quijote conocían, dijo en
alta voz:

  "El caso es, buen hombre, que ya yo estoy
cansado de tomar tantos pareceres, porque veo
que a ninguno pregunto lo que deseo saber,
que no me diga que es disparate el decir que
ésta sea albarda de jumento, sino jaez de
caballo, y aun de caballo castizo, y, así, habréis
de tener paciencia, porque, a vuestro pesar y al
de vuestro asno, éste es jaez y no albarda, y
vos habéis alegado y probado muy mal de
vuestra parte."

  "No la tenga yo en el cielo", dijo el
sobrebarbero, "si todos vuestras mercedes no se
engañan, y que así parezca mi ánima ante
Dios, como ella me parece a mí albarda y no
jaez; pero allá van leyes, etc., y no digo más;
y en verdad que no estoy borracho: que no me
he desayunado si de pecar no."

  No menos causaban risa las necedades que
decía el barbero que los disparates de don
Quijote, el cual a esta sazón dijo:

  "Aquí no hay más que hacer, sino que cada
uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la
dio, San Pedro se la bendiga."

  Uno de los cuatro dijo:

  "Si ya no es que esto sea burla pensada, no
me puedo persuadir que hombres de tan buen
entendimiento como son, o parecen todos los
que aquí están, se atrevan a decir y afirmar
que ésta no es bacía, ni aquélla albarda; mas
como veo que lo afirman y lo dicen, me doy
a entender que no carece de misterio el
porfiar una cosa tan contraria de lo que nos
muestra la misma verdad y la misma
experiencia. Porque, ¡voto a tal! --y arrojóle
redondo--, que no me den a mí a entender
cuantos hoy viven en el mundo al revés de
que ésta no sea bacía de barbero, y ésta
albarda de asno."

  "Bien podría ser de borrica", dijo el cura.

  "Tanto monta", dijo el criado; "que el caso
no consiste en eso, sino en si es o no es
albarda, como vuestras mercedes dicen."

  Oyendo esto uno de los cuadrilleros que
habían entrado, que había oído la pendencia y
cuestión, lleno de cólera y de enfado dijo:

  "Tan albarda es como mi padre, y el que
otra cosa ha dicho o dijere debe de estar
hecho uva."

  "¡Mentís como bellaco villano!", respondió
don Quijote.

  Y, alzando el lanzón, que nunca le dejaba
de las manos, le iba a descargar tal golpe
sobre la cabeza, que a no desviarse el cuadrillero,
se le dejara allí tendido; el lanzón se
hizo pedazos en el suelo, y los demás
cuadrilleros, que vieron tratar mal a su compañero,
alzaron la voz pidiendo favor a la Santa
Hermandad. El ventero, que era de la cuadrilla,
entró al punto por su varilla y por su espada, y
se puso al lado de sus compañeros. Los criados
de don Luis rodearon a don Luis, porque
con el alboroto no se les fuese. El barbero,
viendo la casa revuelta, tomó a asir de su
albarda, y lo mismo hizo Sancho. Don Quijote
puso mano a su espada y arremetió a los
cuadrilleros; don Luis daba voces a sus criados
que le dejasen a él, y acorriesen a don
Quijote y a Cardenio y a don Fernando, que
todos favorecían a don Quijote. El cura daba
voces, la ventera gritaba, su hija se afligía,
Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa,
Luscinda, suspensa y doña Clara, desmayada;
el barbero aporreaba a Sancho, Sancho molía
al barbero; don Luis, a quien un criado suyo
se atrevió a asirle del brazo porque no se
fuese, le dio una puñada que le bañó los
dientes en sangre; el oidor le defendía; don
Fernando tenía debajo de sus pies a un
cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a
su sabor. El ventero tornó a reforzar la voz
pidiendo favor a la Santa Hermandad; de
modo que toda la venta era llantos, voces,
gritos, confusiones, temores, sobresaltos,
desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y
efusión de sangre; y en la mitad de este caos,
máquina y laberinto de cosas, se le representó
en la memoria de don Quijote que se veía
metido de hoz y de coz en la discordia del
campo de Agramante; y, así, dijo con voz
que atronaba la venta:

  "¡Ténganse todos; todos envainen; todos se
sosieguen; óiganme todos, si todos quieren
quedar con vida!"

  A cuya gran voz todos se pararon, y él
prosiguió, diciendo:

  "¿No os dije yo, señores, que este castillo
era encantado y que alguna región de demonios
debe de habitar en él? En confirmación
de lo cual quiero que veáis por vuestros ojos
cómo se ha pasado aquí y trasladado entre
nosotros la discordia del campo de Agramante.
Mirad cómo allí se pelea por la espada, aquí
por el caballo, acullá por el águila, acá por el
yelmo, y todos peleamos y todos no nos
entendemos. Venga, pues, vuestra merced,
señor oidor, y vuestra merced, señor cura, y
el uno sirva de rey Agramante; y el otro de
rey Sobrino, y póngannos en paz, porque, por
Dios todopoderoso, que es gran bellaquería
que tanta gente principal como aquí estamos
se mate por causas tan livianas."

  Los cuadrilleros, que no entendían el frasis
de don Quijote y se veían malparados de
don Fernando, Cardenio y sus camaradas, no
querían sosegarse; el barbero, sí, porque en la
pendencia tenía deshechas las barbas y el
albarda; Sancho, a la más mínima voz de su
amo, obedeció, como buen criado; los cuatro
criados de don Luis también se estuvieron
quedos, viendo cuán poco les iba en no estarlo.
Sólo el ventero porfiaba que se habían de
castigar las insolencias de aquel loco que a cada
paso le alborotaba la venta; finalmente, el
rumor se apaciguó por entonces, la albarda se
quedó por jaez hasta el día del juicio, y la bacía
por yelmo, y la venta por castillo en la
imaginación de don Quijote.

  Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos
amigos todos, a persuasión del oidor y del cura,
volvieron los criados de don Luis a porfiarle
que al momento se viniese con ellos; y en
tanto que él con ellos se avenía, el oidor
comunicó con don Fernando, Cardenio y el cura,
qué debía hacer en aquel caso, contándoseles
con las razones que don Luis le había
dicho. En fin, fue acordado que don Fernando
dijese a los criados de don Luis quién él era,
y como era su gusto que don Luis se fuese
con él al Andalucía, donde de su hermano el
marqués sería estimado como el valor de don
Luis merecía, porque, de esta manera, se sabía de
la intención de don Luis que no volvería por
aquella vez a los ojos de su padre, si le
hiciesen pedazos. Entendida, pues, de los cuatro
la calidad de don Fernando y la intención de
don Luis, determinaron entre ellos que los tres
se volviesen a contar lo que pasaba a su
padre, y el otro se quedase a servir a don Luis,
y a no dejarle hasta que ellos volviesen por
él, o viese lo que su padre les ordenaba.

  De esta manera se apaciguó aquella máquina
de pendencias por la autoridad de Agramante
y prudencia del rey Sobrino; pero viéndose el
enemigo de la concordia y el émulo de la paz
menospreciado y burlado, y el poco fruto que
había granjeado de haberlos puesto a todos
en tan confuso laberinto, acordó de probar otra
vez la mano, resucitando nuevas pendencias y
desasosiegos.

  Es, pues, el caso que los cuadrilleros se
sosegaron por haber entreoído la calidad de
los que con ellos se habían combatido, y se
retiraron de la pendencia, por parecerles que de
cualquiera manera que sucediese, habían de
llevar lo peor de la batalla; pero uno de ellos,
que fue el que fue molido y pateado por don
Fernando, le vino a la memoria que entre
algunos mandamientos que traía para prender
a algunos delincuentes, traía uno contra don
Quijote, a quien la Santa Hermandad había
mandado prender por la libertad que dio a los
galeotes, y como Sancho, con mucha razón,
había temido.

  Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si
las señas que de don Quijote traía venían
bien; y, sacando del seno un pergamino, topó
con el que buscaba, y poniéndosele a leer
despacio, porque no era buen lector, a cada
palabra que leía ponía los ojos en don Quijote
e iba cotejando las señas del mandamiento
con el rostro de don Quijote, y halló que, sin
duda alguna, era el que el mandamiento
rezaba; y apenas se hubo certificado, cuando
recogiendo su pergamino, [en la izquierda]
tomó el mandamiento, y con la derecha asió
a don Quijote del cuello fuertemente, que no
le dejaba alentar, y a grandes voces decía:

  "¡Favor a la Santa Hermandad!; y para que
se vea que lo pido de veras, léase este
mandamiento, donde se contiene que se prenda a
este salteador de caminos."

  Tomó el mandamiento el cura, y vio como
era verdad cuanto el cuadrillero decía, y como
convenía con las señas con don Quijote, el
cual, viéndose tratar mal de aquel villano
malandrín, puesta la cólera en su punto, y
crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor
pudo, él asió al cuadrillero con entrambas
manos de la garganta, que, a no ser socorrido de
sus compañeros, allí dejara la vida antes que
don Quijote la presa. El ventero, que por fuerza
había de favorecer a los de su oficio, acudió
luego a darle favor. La ventera, que vio de
nuevo a su marido en pendencias, de nuevo
alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego
Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y
a los que allí estaban. Sancho dijo, viendo lo
que pasaba:

  "¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi
amo dice de los encantos de este castillo, pues
no es posible vivir una hora con quietud
en él!"

  Don Fernando despartió al cuadrillero y a
don Quijote, y, con gusto de entrambos, les
desenclavijó las manos que el uno en el collar
del sayo del uno, y el otro en la garganta del
otro bien asidas tenían; pero no por esto cesaban
los cuadrilleros de pedir su preso y que les
ayudasen a dársele atado y entregado a toda
su voluntad, porque así convenía al servicio
del rey y de la Santa Hermandad, de cuya
parte de nuevo les pedían socorro y favor, para
hacer aquella prisión de aquel robador y
salteador de sendas y de carreras.

  Reíase de oír decir estas razones don
Quijote, y con mucho sosiego dijo:

  "Venid acá, gente soez y mal nacida; ¿saltear
de caminos llamáis al dar libertad a los
encadenados, soltar los presos, acorrer a los
miserables, alzar los caídos, remediar los
menesterosos? ¡Ah, gente infame, digna por vuestro
bajo y vil entendimiento que el cielo no os
comunique el valor que se encierra [en] la
caballería andante, ni os dé a entender el pecado
e ignorancia en que estáis en no reverenciar
la sombra, cuanto más la asistencia de
cualquier caballero andante! Venid acá, ladrones
en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores
de caminos con licencia de la Santa Hermandad;
decidme, ¿quién fue el ignorante que firmó
mandamiento de prisión contra un tal caballero
como yo soy? ¿Quién el que ignoró que
son exentos de todo judicial fuero los caballeros
andantes? ¿Y que su ley es su espada, sus
fueros sus bríos, sus pragmáticas su voluntad?
¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que
no sabe que no hay ejecutoria de hidalgo con
tantas preeminencias ni exenciones como la
que adquiere un caballero andante el día que
se arma caballero y se entrega al duro ejercicio
de la caballería? ¿Qué caballero andante
pagó pecho, alcabala, chapín de la reina,
moneda forera, portazgo, ni barca? ¿Qué sastre
le llevó hechura de vestido que le hiciese?
¿Qué castellano le acogió en su castillo que le
hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó
a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y
se le entregó rendida a todo su talante y
voluntad? Y, finalmente, ¿qué caballero andante
ha habido, hay, ni habrá en el mundo que no tenga
bríos para dar él solo cuatrocientos palos a
cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan
delante?"