# Miguel de Cervantes's "Don Quijote" - Part I, Chapters I-IV
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                PRIMERA PARTE
                DEL INGENIOSO
            hidalgo don Quijote de
                  la Mancha.

               CAPITULO PRIMERO

    \Que trata de la condición y ejercicio del
    famoso hidalgo don Quijote de la Mancha./

  En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre
no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que
vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Una olla de algo más vaca que carnero,
salpicón las más noches, duelos y quebrantos
los sábados, lantejas los viernes, algún
palomino de añadidura los domingos, consumían
las tres partes de su hacienda. El resto
de ella concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo
mismo, y los días de entre semana se honraba
con su vellorí de lo más fino.

  Tenía en su casa una ama que pasaba de
los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a
los veinte, y un mozo de campo y plaza, que
así ensillaba el rocín como tomaba la
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con
los cincuenta años. Era de complexión recia,
seco de carnes, enjuto de rostro, gran
madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que
tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada,
que en esto hay alguna diferencia en los
autores que de este caso escriben, aunque por
conjeturas verosímiles se deja entender que se
llamaba Quejana. Pero esto importa poco
a nuestro cuento; basta que en la narración
de él no se salga un punto de la verdad.

  Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo,
los ratos que estaba ocioso, que eran los
más del año, se daba a leer libros de caballerías,
con tanta afición y gusto, que olvidó casi
de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la
administración de su hacienda; y llegó a tanto
su curiosidad y desatino en esto, que vendió
muchas hanegas de tierra de sembradura para
comprar libros de caballerías en que leer, y
así llevó a su casa todos cuantos pudo haber
de ellos, y, de todos, ningunos le parecían
tan bien como los que compuso el famoso Feliciano
de Silva; porque la claridad de su prosa,
y aquellas intricadas razones suyas le
parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer
aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde
en muchas partes hallaba escrito: \La razón de
la sinrazón que a mi razón se hace, de tal
manera mi razón enflaquece, que con razón/
\me quejo de la vuestra fermosura/. Y también
cuando leía: \Los altos cielos que de vuestra/
\divinidad divinamente con las estrellas os
fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento
que merece la vuestra grandeza/. Con estas
razones perdía el pobre caballero el juicio, y
desvelábase por entenderlas y desentrañarles
el sentido, que no se lo sacara ni las
entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara
para solo ello.

  No estaba muy bien con las heridas que don
Belianís daba y recibía, porque se imaginaba
que, por grandes maestros que le hubiesen
curado, no dejaría de tener el rostro y todo el
cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con
todo, alababa en su autor aquel acabar su libro
con la promesa de aquella inacabable aventura,
y muchas veces le vino deseo de tomar
la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí
se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun
saliera con ello, si otros mayores y continuos
pensamientos no se lo estorbaran.

  Tuvo muchas veces competencia con el cura
de su lugar, que era hombre docto, graduado
en Sigüenza, sobre cuál había sido mejor
caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís
de Gaula; mas Maese Nicolás, barbero del
mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al
Caballero del Febo, y que si alguno se le podía
comparar, era don Galaor, hermano de Amadís
de Gaula, porque tenía muy acomodada condición
para todo; que no era caballero melindroso,
ni tan llorón como su hermano, y que
en lo de la valentía no le iba en zaga.

  En resolución, él se enfrascó tanto en su
lectura, que se le pasaban las noches leyendo de
claro en claro, y los días de turbio en turbio;
y, así, del poco dormir y del mucho leer, se
le secó el cerebro de manera que vino a perder
el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello
que leía en los libros, así de encantamientos
como de pendencias, batallas, desafíos, heridas,
requiebros, amores, tormentas y disparates
imposibles. Y asentósele de tal modo en
la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas sonadas soñadas
invenciones que leía, que para él no había otra
historia más cierta en el mundo. Decía él, que
el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero;
pero que no tenía que ver con el Caballero de
la Ardiente Espada, que de sólo un revés
había partido por medio dos fieros y descomunales
gigantes. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesvalles había muerto
a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el
hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho
bien del gigante Morgante porque, con ser
de aquella generación gigantea, que todos
son soberbios y descomedidos, él solo era
afable y bien criado. Pero sobre todos estaba
bien con Reinaldos de Montalbán, y más
cuando le veía salir de su castillo, y robar
cuantos topaba, y cuando en allende robó
aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro,
según dice su historia. Diera él, por dar una
mano de coces al traidor de Galalón, al ama
que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.

  En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar
en el más extraño pensamiento que jamás
dio loco en el mundo, y fue, que le pareció
convenible y necesario, así para el aumento
de su honra como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, e irse
por todo el mundo con sus armas y caballo, a
buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo
aquello que él había leído que los caballeros
andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género
de agravio, y poniéndose en ocasiones y
peligros, donde, acabándolos, cobrase eterno
nombre y fama. Imaginábase el pobre ya
coronado por el valor de su brazo, por lo menos
del imperio de Trapisonda, y, así, con estos
tan agradables pensamientos, llevado del
extraño gusto que en ellos sentía, se dio prisa
a poner en efecto lo que deseaba.

  Y lo primero que hizo fue limpiar unas
armas que habían sido de sus bisabuelos, que,
tomadas de orín y llenas de moho, luengos
siglos había que estaban puestas y olvidadas
en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor
que pudo; pero vio que tenían una gran falta,
y era que no tenían celada de encaje, sino
morrión simple; mas a esto suplió su industria,
porque de cartones hizo un modo de media
celada, que, encajada con el morrión, hacían
una apariencia de celada entera. Es verdad
que para probar si era fuerte y podía estar al
riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le
dio dos golpes, y con el primero y en un
punto deshizo lo que había hecho en una semana;
y no dejó de parecerle mal la facilidad con
que la había hecho pedazos, y, por asegurarse
de este peligro, la tornó a hacer de nuevo,
poniéndole unas barras de hierro por de dentro,
de tal manera, que él quedó satisfecho de su
fortaleza, y, sin querer hacer nueva experiencia
de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de
encaje.

  Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía
más cuartos que un real y más tachas que el
caballo de Gonela, que \tantum pellis et ossa
fuit/, le pareció que ni el Bucéfalo de
Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se
igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar
qué nombre le pondría, porque, según se decía
él a sí mismo, no era razón que caballo de
caballero tan famoso, y tan bueno él por sí,
estuviese sin nombre conocido, y, así,
procuraba acomodársele de manera que declarase
quién había sido antes que fuese de caballero
andante, y lo que era entonces; pues estaba
muy puesto en razón que, mudando su señor
estado, mudase él también el nombre, y le
cobrase famoso y de estruendo, como convenía
a la nueva orden y al nuevo ejercicio
que ya profesaba; y así, después de muchos
nombres que formó, borró y quitó, añadió,
deshizo y tornó a hacer en su memoria e
imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante,
nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo
de lo que había sido cuando fue rocín,
antes de lo que ahora era, que era antes y
primero de todos los rocines del mundo.

  Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo,
quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento
duró otros ocho días, y al cabo se vino
a llamar \don Quijote/; de donde, como queda
dicho, tomaron ocasión los autores de esta
tan verdadera historia que, sin duda, se debía
de llamar Quijada, y no Quesada, como otros
quisieron decir. Pero acordándose que el
valeroso Amadís, no sólo se había contentado con
llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
nombre de su reino y patria por hacerla
famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así
quiso, como buen caballero, añadir al suyo el
nombre de la suya y llamarse \don Quijote de
la Mancha/, con que, a su parecer, declaraba
muy al vivo su linaje y patria, y la honraba
con tomar el sobrenombre de ella.

  Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión
celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose
a sí mismo, se dio a entender que no
le faltaba otra cosa sino buscar una dama de
quien enamorarse; porque el caballero andante
sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y
cuerpo sin alma. Decíase él a sí: ``Si yo por
malos de mis pecados, o por mi buena suerte,
me encuentro por ahí con algún gigante,
como de ordinario les acontece a los caballeros
andantes, y le derribo de un encuentro, o le
parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le
venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien
enviarle presentado, y que entre y se hinque
de rodillas ante mi dulce señora, y diga con
voz humilde, y rendido: «Yo, señora, soy
el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula
Malindrania, a quien venció en singular
batalla el jamás como se debe alabado
caballero don Quijote de la Mancha, el cual me
mandó que me presentase ante vuestra
merced para que la vuestra grandeza disponga
de mí a su talante?»''

  ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero
cuando hubo hecho este discurso, y más cuando
halló a quien dar nombre de su dama! Y fue,
a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo
había una moza labradora de muy buen parecer,
de quien él un tiempo anduvo enamorado,
aunque, según se entiende, ella jamás lo supo
ni se dio cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo,
y a ésta le pareció ser bien darle título
de señora de sus pensamientos; y, buscándole
nombre que no desdijese mucho del suyo, y
que tirase y se encaminase al de princesa y
gran señora, vino a llamarla \Dulcinea del/
\Toboso/, porque era natural del Toboso; nombre,
a su parecer, músico y peregrino, y
significativo, como todos los demás que a él y a
sus cosas había puesto.

                 CAPITULO II

    \Que trata de la primera salida que de su tierra
       hizo el ingenioso don Quijote./

  Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso
aguardar más tiempo a poner en efecto su
pensamiento, apretándole a ello la falta que él
pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según
eran los agravios que pensaba deshacer,
tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar,
y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer.
Y así, sin dar parte a persona alguna de su
intención y sin que nadie le viese, una mañana,
antes del día, que era uno de los calurosos del
mes de julio, se armó de todas sus armas, subió
sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada,
embrazó su adarga, tomó su lanza, y, por
la puerta falsa de un corral, salió al campo con
grandísimo contento y alborozo de ver con
cuánta facilidad había dado principio a su buen
deseo.

  Mas apenas se vio en el campo cuando le
asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por
poco le hiciera dejar la comenzada empresa;
y fue, que le vino a la memoria que no era
armado caballero, y que, conforme a ley de
caballería, ni podía ni debía tomar armas con
ningún caballero; y, puesto que lo fuera, había de
llevar armas blancas, como novel caballero, sin
empresa en el escudo, hasta que por su
esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron
titubear en su propósito; mas, pudiendo más su
locura que otra razón alguna, propuso de
hacerse armar caballero del primero que topase,
a imitación de otros muchos que así lo hicieron,
según él había leído en los libros que tal le
tenían. En lo de las armas blancas, pensaba
limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que
lo fuesen más que un armiño; y con esto
se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro
que aquel que su caballo quería, creyendo que
en aquello consistía la fuerza de las aventuras.

  Yendo, pues, caminando nuestro flamante
aventurero, iba hablando consigo mismo,
y diciendo: ``¿Quién duda, sino que en los
venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera
historia de mis famosos hechos, que el sabio
que los escribiere no ponga, cuando llegue a
contar esta mi primera salida tan de mañana,
de esta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo
tendido por la faz de la ancha y espaciosa
tierra las doradas hebras de sus hermosos
cabellos, y apenas los pequeños y pintados
pajarillos con sus harpadas lenguas habían
saludado con dulce y meliflua armonía la venida
de la rosada Aurora, que, dejando la blanda
cama del celoso marido, por las puertas y
balcones del manchego horizonte a los mortales
se mostraba, cuando el famoso caballero don
Quijote de la Mancha, dejando las ociosas
plumas, subió sobre su famoso caballo
Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y
conocido campo de Montiel.»'' Y era la
verdad que por él caminaba; y añadió diciendo:
``Dichosa edad, y siglo dichoso, aquél adonde
saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas
de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles
y pintarse en tablas, para memoria en lo
futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera
que seas, a quien ha de tocar el ser cronista
de esta peregrina historia, ruégote que no te
olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno
mío en todos mis caminos y carreras!'' Luego
volvía diciendo, como si verdaderamente fuera
enamorado: ``¡Oh princesa Dulcinea, señora
de este cautivo corazón!, mucho agravio me habéis
fecho en despedirme y reprocharme con el
riguroso afincamiento de mandarme no parecer
ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora,
de membraros de este vuestro sujeto corazón, que
tantas cuitas por vuestro amor padece.'' Con
éstos iba ensartando otros disparates, todos al
modo de los que sus libros le habían enseñado,
imitando en cuanto podía su lenguaje. Con
esto caminaba tan despacio, y el sol entraba
tan aprisa y con tanto ardor, que fuera bastante
a derretirle los sesos, si algunos tuviera.

  Casi todo aquel día caminó sin acontecerle
cosa que de contar fuese, de lo cual se
desesperaba, porque quisiera topar luego luego,
con quien hacer experiencia del valor de su
fuerte brazo. Autores hay que dicen que la
primera aventura que le avino fue la del puerto
Lápice, otros dicen que la de los molinos
de viento; pero lo que yo he podido averiguar
en este caso, y lo que he hallado escrito en
los \Anales de la Mancha/, es que él anduvo
todo aquel día, y al anochecer, su rocín y él se
hallaron cansados y muertos de hambre; y que,
mirando a todas partes por ver si descubriría
algún castillo o alguna majada de pastores
donde recogerse, y adonde pudiese remediar
su mucha hambre y necesidad, vio, no
lejos del camino por donde iba, una venta,
que fue como si viera una estrella que no
a los portales, sino a los alcázares de su
redención le encaminaba. Diose prisa a caminar,
y llegó a ella a tiempo que anochecía.

  Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas,
de estas que llaman \del partido/, las cuales
iban a Sevilla con unos arrieros que en
la venta aquella noche acertaron a hacer
jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto
pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho
y pasar al modo de lo que había leído, luego
que vio la venta se le representó que era un
castillo con sus cuatro torres y chapiteles de
luciente plata, sin faltarle su puente levadiza
y honda cava, con todos aquellos adherentes
que semejantes castillos se pintan.

  Fuese llegando a la venta que a él le parecía
castillo, y a poco trecho de ella detuvo las
riendas a Rocinante, esperando que algún enano
se pusiese entre las almenas, a dar señal
con alguna trompeta de que llegaba caballero
al castillo. Pero como vio que se tardaban y
que Rocinante se daba prisa por llegar a la
caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y
vio a las dos distraídas mozas que allí
estaban, que a él le parecieron dos hermosas
doncellas o dos graciosas damas, que delante de
la puerta del castillo se estaban solazando. En
esto sucedió acaso que un porquero, que andaba
recogiendo de unos rastrojos una manada
de puercos, que, sin perdón, así se llaman,
tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen,
y al instante se le representó a don Quijote lo
que deseaba, que era que algún enano hacía
señal de su venida; y así, con extraño contento,
llegó a la venta y a las damas. Las cuales,
como vieron venir un hombre de aquella suerte
armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo
se iban a entrar en la venta; pero don Quijote,
coligiendo por su huida su miedo, alzándose
la visera de papelón, y descubriendo su seco y
polvoroso rostro, con gentil talante y voz
reposada les dijo:

  ``No fuyan las vuestras mercedes ni teman
desaguisado alguno, ca a la orden de caballería
que profeso non toca ni atañe facerle a
ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como
vuestras presencias demuestran.''

  Mirábanle las mozas, y andaban con los
ojos buscándole el rostro, que la mala visera
le encubría; mas como se oyeron llamar
doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no
pudieron tener la risa, y fue de manera que don
Quijote vino a correrse y a decirles:

  ``Bien parece la mesura en las fermosas, y
es mucha sandez, además, la risa que de leve
causa procede; pero non vos lo digo porque os
acuitéis ni mostréis mal talante, que el mío
non es de al que de serviros.''

  El lenguaje, no entendido de las señoras, y
el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en
ellas la risa, y en él el enojo, y pasara muy
adelante si a aquel punto no saliera el ventero,
hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico;
el cual, viendo aquella figura contrahecha,
armada de armas tan desiguales como eran la
brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en
nada en acompañar a las doncellas en las
muestras de su contento. Mas, en efecto,
temiendo la máquina de tantos pertrechos,
determinó de hablarle comedidamente, y así
le dijo:

  ``Si vuestra merced, señor caballero, busca
posada, amén del lecho, porque en esta venta
no hay ninguno, todo lo demás se hallará en
ella en mucha abundancia.''

  Viendo don Quijote la humildad del alcaide
de la fortaleza, que tal le pareció a él el
ventero y la venta, respondió:

  ``Para mí, señor castellano, cualquiera cosa
basta, porque

           \mis arreos son las armas,
           mi descanso el pelear, etc./''

  Pensó el huésped que el haberle llamado
castellano había sido por haberle parecido de los
sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y
de los de la Playa de San Lúcar, no menos
ladrón que Caco, ni menos maleante que
estudiantado paje; y, así, le respondió:

  ``Según eso, \las camas/ de vuestra merced
serán \duras peñas/, y \su dormir, siempre velar/;
y, siendo así, bien se puede apear, con
seguridad de hallar en esta choza ocasión y
ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto
más en una noche.''

  Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a
don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad
y trabajo, como aquel que en todo aquel
día no se había desayunado. Dijo luego al
huésped que le tuviese mucho cuidado de su
caballo, porque era la mejor pieza que comía pan
en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció
tan bueno como don Quijote decía, ni aun la
mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió
a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban
desarmando las doncellas, que ya se habían
reconciliado con él; las cuales, aunque le habían
quitado el peto y el espaldar, jamás supieron
ni pudieron desencajarle la gola, ni quitarle
la contrahecha celada que traía atada con unas
cintas verdes, y era menester cortarlas por no
poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso
consentir en ninguna manera, y, así, se quedó
toda aquella noche con la celada puesta, que
era la más graciosa y extraña figura que se
pudiera pensar. Y al desarmarle, como él se
imaginaba que aquellas traídas y llevadas que
le desarmaban eran algunas principales señoras
y damas de aquel castillo, les dijo con
mucho donaire:

             ``Nunca fuera caballero
           de damas tan bien servido,
           como fuera don Quijote
           cuando de su aldea vino:
           doncellas curaban de él,
           princesas del su rocino.

  ``Oh Rocinante; que éste es el nombre, señoras
mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha
el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme
fasta que las fazañas fechas en vuestro
servicio y pro me descubrieran, la fuerza de
acomodar al propósito presente este romance
viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis
mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo
vendrá en que las vuestras señorías me
manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo
descubra el deseo que tengo de serviros.''

  Las mozas, que no estaban hechas a oír
semejantes retóricas, no respondían palabra;
sólo le preguntaron si quería comer alguna
cosa.

  ``Cualquiera yantaría yo'', respondió don
Quijote, ``porque a lo que entiendo me haría
mucho al caso.''

  A dicha acertó a ser viernes aquel día, y no
había en toda la venta sino unas raciones de
un pescado que en Castilla llaman abadejo, y
en Andalucía bacallao, y en otras partes
curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle si,
por ventura, comería su merced truchuela; que
no había otro pescado que dalle a comer.

  ``Como haya muchas truchuelas'', respondió
don Quijote, ``podrán servir de una trucha;
porque eso se me da que me den ocho reales
en sencillos, que en una pieza de a ocho.
Cuanto más que podría ser que fuesen estas
truchuelas como la ternera, que es mejor que
la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea
lo que fuere, venga luego, que el trabajo y
peso de las armas no se puede llevar sin el
gobierno de las tripas.''

  Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta
por el fresco, y trájole el huésped una porción
del mal remojado y peor cocido bacallao, y un
pan tan negro y mugriento como sus armas;
pero era materia de grande risa verle comer,
porque, como tenía puesta la celada y alzada la
visera, no podía poner nada en la boca con
sus manos si otro no se lo daba y ponía, y
así, una de aquellas señoras servía de este
menester. Mas al darle de beber, no fue posible,
ni lo fuera, si el ventero no horadara una
caña, y, puesto el un cabo en la boca, por el
otro le iba echando el vino; y todo esto lo
recibía en paciencia, a trueco de no romper las
cintas de la celada.

  Estando en esto, llegó acaso a la venta un
castrador de puercos, y así como llegó, sonó
su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con
lo cual acabó de confirmar don Quijote que
estaba en algún famoso castillo, y que le
servían con música, y que el abadejo eran
truchas, el pan candeal, y las rameras damas,
y el ventero castellano del castillo; y con esto
daba por bien empleada su determinación y
salida. Mas lo que más le fatigaba era el no
verse armado caballero, por parecerle que no
se podría poner legítimamente en aventura
alguna, sin recibir la orden de caballería.

                 CAPITULO III

    \Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo
      don Quijote en armarse caballero./

  Y así, fatigado de este pensamiento, abrevió
su venteril y limitada cena. La cual acabada,
llamó al ventero, y, encerrándose con él en
la caballeriza, se hincó de rodillas ante él,
diciéndole:

  ``No me levantaré jamás de donde estoy,
valeroso caballero, fasta que la vuestra
cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el
cual redundará en alabanza vuestra y en pro
del género humano.''

  El ventero, que vio a su huésped a sus pies
y oyó semejantes razones, estaba confuso
mirándole sin saber qué hacerse ni decirle, y
porfiaba con él que se levantase, y jamás
quiso, hasta que le hubo de decir que él le
otorgaba el don que le pedía.

  ``No esperaba yo menos de la gran
magnificencia vuestra, señor mío'', respondió don
Quijote, ``y así os digo que el don que os
he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido
otorgado, es que mañana, en aquel día, me
habéis de armar caballero, y esta noche en la
capilla de este vuestro castillo velaré las armas,
y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo
que tanto deseo, para poder, como se debe,
ir por todas las cuatro partes del mundo
buscando las aventuras en pro de los
menesterosos, como está a cargo de la caballería y
de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo
deseo a semejantes fazañas es inclinado.''

  El ventero, que, como está dicho, era un poco
socarrón, y ya tenía algunos barruntos de la
falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo
cuando acabó de oírle semejantes razones,
y, por tener que reír aquella noche, determinó
de seguirle el humor; y, así, le dijo que andaba
muy acertado en lo que deseaba y pedía,
y que tal presupuesto era propio y natural de
los caballeros tan principales como él parecía
y como su gallarda presencia mostraba; y que
él, asimismo, en los años de su mocedad,
se había dado a aquel honroso ejercicio,
andando por diversas partes del mundo buscando
sus aventuras, sin que hubiese dejado los
Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás
de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera
de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de
San Lúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas
de Toledo, y otras diversas partes, donde
había ejercitado la ligereza de sus pies,
sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos,
recuestando muchas viudas, deshaciendo
algunas doncellas y engañando a algunos
pupilos, y, finalmente, dándose a conocer por
cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda
España; y que, a lo último, se había venido a
recoger a aquel su castillo, donde vivía con
su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él
a todos los caballeros andantes, de cualquiera
calidad y condición que fuesen, sólo por la
mucha afición que les tenía, y porque partiesen
con él de sus haberes en pago de su buen
deseo.

  Díjole también que en aquel su castillo no
había capilla alguna donde poder velar las
armas, porque estaba derribada para hacerla de
nuevo; pero que, en caso de necesidad, él
sabía que se podían velar dondequiera, y que
aquella noche las podría velar en un patio del
castillo; que a la mañana, siendo Dios servido,
se harían las debidas ceremonias, de manera
que él quedase armado caballero, y tan
caballero, que no pudiese ser más en el mundo.

  Preguntóle si traía dineros; respondió don
Quijote que no traía blanca, porque él nunca
había leído en las historias de los caballeros
andantes que ninguno los hubiese traído.
A esto dijo el ventero que se engañaba; que,
puesto caso que en las historias no se escribía,
por haberles parecido a los autores de ellas que
no era menester escribir una cosa tan clara
y tan necesaria de traerse, como eran dineros
y camisas limpias, no por eso se había de
creer que no los trajeron; y así, tuviese por
cierto y averiguado que todos los caballeros
andantes, de que tantos libros están llenos y
atestados, llevaban bien herradas las bolsas
por lo que pudiese sucederles, y que así
mismo llevaban camisas y una arqueta pequeña
llena de ungüentos para curar las heridas que
recibían, porque no todas veces en los campos
y desiertos, donde se combatían y salían heridos,
había quien los curase, si ya no era que
tenían algún sabio encantador por amigo, que
luego los socorría, trayendo por el aire, en
alguna nube, alguna doncella o enano con
alguna redoma de agua de tal virtud que, en
gustando alguna gota de ella, luego al punto
quedaban sanos de sus llagas y heridas, como
si mal alguno hubiesen tenido; mas que, en
tanto que esto no hubiese, tuvieron los
pasados caballeros por cosa acertada que sus
escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras
cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos
para curarse; y cuando sucedía que los tales
caballeros no tenían escuderos, que eran pocas
y raras veces, ellos mismos lo llevaban
todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no
se parecían, a las ancas del caballo, como que
era otra cosa de más importancia; porque, no
siendo por ocasión semejante, esto de llevar
alforjas no fue muy admitido entre los caballeros
andantes, y por esto le daba por consejo,
pues aun se lo podía mandar como a su ahijado,
que tan presto lo había de ser, que no
caminase de allí adelante sin dineros y sin las
prevenciones referidas, y que vería cuán bien
se hallaba con ellas, cuando menos se pensase.

  Prometióle don Quijote de hacer lo que se
le aconsejaba con toda puntualidad. Y, así, se
dio luego orden cómo velase las armas en un
corral grande que a un lado de la venta estaba,
y, recogiéndolas don Quijote todas, las puso
sobre una pila que junto a un pozo estaba. Y,
embrazando su adarga, asió de su lanza, y con
gentil continente se comenzó a pasear delante
de la pila, y cuando comenzó el paseo comenzaba
a cerrar la noche.

  Contó el ventero a todos cuantos estaban en
la venta la locura de su huésped, la vela de las
armas y la armazón de caballería que esperaba.
Admiráronse de tan extraño género de locura,
y fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron
que, con sosegado ademán, unas veces se
paseaba, otras, arrimado a su lanza, ponía los
ojos en las armas, sin quitarlos por un buen
espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche, pero
con tanta claridad de la luna, que podía competir
con el que se la prestaba; de manera, que
cuanto el novel caballero hacía era bien visto
de todos.

  Antojósele en esto a uno de los arrieros que
estaban en la venta ir a dar agua a su recua,
y fue menester quitar las armas de don Quijote,
que estaban sobre la pila, el cual, viéndole
llegar, en voz alta le dijo:

  ``¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido
caballero, que llegas a tocar las armas del más
valeroso andante que jamás se ciñó espada, mira
lo que haces y no las toques, si no quieres
dejar la vida en pago de tu atrevimiento!''

  No se curó el arriero de estas razones, y fuera
mejor que se curara, porque fuera curarse en
salud; antes, trabando de las correas, las arrojó
gran trecho de sí. Lo cual visto por don
Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el
pensamiento, a lo que pareció, en su señora
Dulcinea, dijo:

  ``Acorredme, señora mía, en esta primera
afrenta que a este vuestro avasallado pecho
se le ofrece; no me desfallezca en este primero
trance vuestro favor y amparo.''

  Y, diciendo estas y otras semejantes razones,
soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos,
y dio con ella tan gran golpe al arriero en la
cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho,
que, si segundara con otro, no tuviera
necesidad de maestro que le curara. Hecho esto,
recogió sus armas y tornó a pasearse con el
mismo reposo que primero.

  Desde allí a poco, sin saberse lo que había
pasado, porque aún estaba aturdido el
arriero, llegó otro con la misma intención de
dar agua a sus mulos, y, llegando a quitar las
armas para desembarazar la pila, sin hablar
don Quijote palabra, y sin pedir favor a nadie,
soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la
lanza, y sin hacerla pedazos, hizo más de tres la
cabeza del segundo arriero, porque se la abrió
por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la
venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don
Quijote, embrazó su adarga, y, puesta mano a
su espada, dijo:

  ``¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor
del debilitado corazón mío, ahora es tiempo que
vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu
cautivo caballero, que tamaña aventura está
atendiendo!''

  Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo,
que si le acometieran todos los arrieros del
mundo no volviera el pie atrás. Los compañeros
de los heridos, que tales los vieron, comenzaron
desde lejos a llover piedras sobre don
Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba
con su adarga, y no se osaba apartar de
la pila por no desamparar las armas. El ventero
daba voces que le dejasen, porque ya les
había dicho cómo era loco, y que por loco se
libraría aunque los matase a todos. También
don Quijote las daba, mayores, llamándolos de
alevosos y traidores, y que el señor del castillo
era un follón y mal nacido caballero, pues de
tal manera consentía que se tratasen los andantes
caballeros, y que si él hubiera recibido
la orden de caballería, que él le diera a entender
su alevosía: ``Pero de vosotros, soez y baja
canalla, no hago caso alguno. ¡Tirad, llegad,
venid y ofendedme en cuanto pudiereis;
que vosotros veréis el pago que lleváis de
vuestra sandez y demasía!''

  Decía esto con tanto brío y denuedo, que
infundió un terrible temor en los que le acometían,
y, así, por esto, como por las persuasiones
del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó
retirar a los heridos, y tornó a la vela de sus
armas con la misma quietud y sosiego que
primero.

  No le parecieron bien al ventero las burlas
de su huésped, y determinó abreviar y darle la
negra orden de caballería luego, antes que otra
desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se
disculpó de la insolencia que aquella gente
baja con él había usado, sin que él supiese
cosa alguna, pero que bien castigados quedaban
de su atrevimiento. Díjole, como ya le
había dicho, que en aquel castillo no había capilla,
y para lo que restaba de hacer tampoco era
necesaria; que todo el toque de quedar armado
caballero consistía en la pescozada y en el
espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial
de la orden, y que aquello en mitad de un
campo se podía hacer, y que ya había cumplido
con lo que tocaba al velar de las armas, que
con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto
más que él había estado más de cuatro.

  Todo se lo creyó don Quijote y dijo que
él estaba allí pronto para obedecerle,
y que concluyese con la mayor brevedad que
pudiese; porque si fuese otra vez acometido,
y se viese armado caballero, no pensaba dejar
persona viva en el castillo, excepto aquellas que
él le mandase, a quien por su respeto dejaría.

  Advertido y medroso de esto el castellano,
trajo luego un libro donde asentaba la paja
y cebada que daba a los arrieros, y con un
cabo de vela que le traía un muchacho, y con
las dos ya dichas doncellas, se vino adonde
don Quijote estaba, al cual mandó hincar de
rodillas, y, leyendo en su manual, como que
decía alguna devota oración, en mitad de la
leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello
un buen golpe, y tras él, con su misma espada,
un gentil espaldarazo, siempre murmurando
entre dientes, como que rezaba. Hecho
esto, mandó a una de aquellas damas que le
ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha
desenvoltura y discreción, porque no fue
menester poca para no reventar de risa a cada
punto de las ceremonias; pero las proezas que
ya habían visto del novel caballero les tenía la
risa a raya.

  Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:

  ``Dios haga a vuestra merced muy venturoso
caballero y le dé ventura en lides.''

  Don Quijote le preguntó cómo se llamaba,
porque él supiese de allí adelante a quién
quedaba obligado por la merced recibida,
porque pensaba darle alguna parte de la honra
que alcanzase por el valor de su brazo. Ella
respondió con mucha humildad que se llamaba
la Tolosa, y que era hija de un remendón
natural de Toledo, que vivía a las tendillas
de Sancho Bienaya, y que dondequiera
que ella estuviese le serviría y le tendría por
señor. Don Quijote le replicó que, por su amor,
le hiciese merced que de allí adelante se
pusiese \don/, y se llamase doña Tolosa. Ella se
lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con
la cual le pasó casi el mismo coloquio que
la de la espada. Preguntóle su nombre, y
dijo que se llamaba la Molinera, y que era
hija de un honrado molinero de Antequera; a
la cual también rogó don Quijote que se
pusiese \don/, y se llamase doña Molinera,
ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.

  Hechas, pues, de galope y aprisa, las hasta
allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora
don Quijote de verse a caballo y salir
buscando las aventuras, y, ensillando luego a
Rocinante, subió en él, y abrazando a su
huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole
la merced de haberle armado caballero,
que no es posible acertar a referirlas. El
ventero, por verle ya fuera de la venta, con no
menos retóricas, aunque con más breves
palabras, respondió a las suyas, y, sin pedirle
la costa de la posada, le dejó ir a la buen
hora.

                 CAPITULO IV

     \De lo que le sucedió a nuestro caballero
          cuando salió de la venta./

  La del alba sería cuando don Quijote salió
de la venta, tan contento, tan gallardo, tan
alborozado por verse ya armado caballero, que
el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.
Mas viniéndole a la memoria los consejos
de su huésped cerca de las prevenciones tan
necesarias que había de llevar consigo,
especial la de los dineros y camisas, determinó
volver a su casa y acomodarse de todo, y de
un escudero, haciendo cuenta de recibir a un
labrador vecino suyo, que era pobre y con
hijos, pero muy a propósito para el oficio
escuderil de la caballería. Con este pensamiento
guio a Rocinante hacia su aldea, el cual, casi
conociendo la querencia, con tanta gana
comenzó a caminar, que parecía que no ponía
los pies en el suelo.

  No había andado mucho, cuando le pareció
que a su diestra mano, de la espesura de un
bosque que allí estaba, salían unas voces
delicadas, como de persona que se quejaba, y,
apenas las hubo oído, cuando dijo:

  ``Gracias doy al cielo por la merced que me
hace, pues tan presto me pone ocasiones
delante donde yo pueda cumplir con lo que debo
a mi profesión y donde pueda coger el fruto
de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda,
son de algún menesteroso, o menesterosa, que
ha menester mi favor y ayuda.''

  Y, volviendo las riendas, encaminó a
Rocinante hacia donde le pareció que las voces
salían. Y, a pocos pasos que entró por el
bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado
en otra a un muchacho, desnudo de medio
cuerpo arriba, hasta de edad de quince años,
que era el que las voces daba, y no sin causa,
porque le estaba dando con una pretina muchos
azotes un labrador de buen talle, y cada
azote le acompañaba con una reprensión y
consejo. Porque decía:

  ``La lengua queda, y los ojos listos.''

  
  Y el muchacho respondía:

  
  ``No lo haré otra vez, señor mío; por la
pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo
prometo de tener de aquí adelante más cuidado
con el hato.''

  Y viendo don Quijote lo que pasaba, con
voz airada dijo:

  ``Descortés caballero, mal parece tomaros
con quien defender no se puede; subid sobre
vuestro caballo y tomad vuestra lanza --que
también tenía una lanza arrimada a la encina
adonde estaba arrimada la yegua--, que yo
os haré conocer ser de cobardes lo que estáis
haciendo.''

  El labrador, que vio sobre sí aquella figura
llena de armas, blandiendo la lanza sobre su
rostro, túvose por muerto, y con buenas
palabras respondió:

  ``Señor caballero, este muchacho que estoy
castigando, es un mi criado que me sirve de
guardar una manada de ovejas que tengo en
estos contornos, el cual es tan descuidado,
que cada día me falta una; y porque castigo su
descuido, o bellaquería, dice que lo hago de
miserable, por no pagarle la soldada que le
debo, y en Dios y en mi ánima que miente.''

  ``\¿Miente/ delante de mí, ruin villano?'', dijo
don Quijote. ``Por el sol que nos alumbra, que
estoy por pasaros de parte a parte con esta
lanza; pagadle luego sin más réplica; si no,
por el Dios que nos rige que os concluya y
aniquile en este punto. Desatadlo luego.''

  El labrador bajó la cabeza, y, sin responder
palabra, desató a su criado, al cual preguntó
don Quijote que cuánto le debía su amo; él
dijo que nueve meses, a siete reales cada mes.
Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban
sesenta y tres reales, y díjole al labrador
que al momento los desembolsase, si no
quería morir por ello. Respondió el medroso
villano que para el paso en que estaba y
juramento que había hecho --y aún no había
jurado nada--, que no eran tantos, porque se
le habían de descontar y recibir en cuenta tres
pares de zapatos que le había dado, y un real
de dos sangrías que le habían hecho estando
enfermo.

  ``Bien está todo eso'', replicó don Quijote;
``pero quédense los zapatos y las sangrías
por los azotes que sin culpa le habéis
dado; que si él rompió el cuero de los zapatos
que vos pagasteis, vos le habéis rompido el de
su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre
estando enfermo, vos en sanidad se la habéis
sacado; así que, por esta parte, no os debe
nada.''

  ``El daño está, señor caballero, en que no
tengo aquí dineros; véngase Andrés conmigo
a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre
otro.''

  ``¿Irme yo con él'', dijo el muchacho, ``más?
¡Mal año, no señor, ni por pienso; porque, en
viéndose solo, me desuelle como a un San
Bartolomé!''

  ``No hará tal'', replicó don Quijote; ``basta
que yo se lo mande para que me tenga respeto;
y con que él me lo jure por la ley de caballería
que ha recibido, le dejaré ir libre y
aseguraré la paga.''

  ``Mire vuestra merced, señor, lo que dice'',
dijo el muchacho; ``que este mi amo no es
caballero, ni ha recibido orden de caballería
alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino
del Quintanar.''

  ``Importa poco eso'', respondió don Quijote,
``que Haldudos puede haber caballeros; cuanto
más, que cada uno es hijo de sus obras.''

  ``Así es verdad'', dijo Andrés; ``pero este
mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega
mi soldada, y mi sudor y trabajo?''

  ``No niego, hermano Andrés'', respondió el
labrador, ``y hacedme placer de veniros
conmigo; que yo juro por todas las órdenes que
de caballerías hay en el mundo de pagaros,
como tengo dicho, un real sobre otro, y aun
sahumados.''

  ``Del sahumerio os hago gracia'', dijo don
Quijote; ``dádselos en reales, que con eso me
contento, y mirad que lo cumpláis como lo
habéis jurado; si no, por el mismo juramento
os juro de volver a buscaros y a castigaros, y
que os tengo de hallar, aunque os escondáis
más que una lagartija. Y, si queréis saber
quién os manda esto, para quedar con más
veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el
valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor
de agravios y sinrazones, y a Dios quedad;
y no se os parta de las mientes lo prometido
y jurado, so pena de la pena pronunciada.''

  Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y
en breve espacio se apartó de ellos. Siguióle el
labrador con los ojos, y cuando vio que había
traspuesto del bosque y que ya no parecía,
volvióse a su criado Andrés, y díjole:

  ``Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo
que os debo, como aquel deshacedor de agravios
me dejó mandado.''

  ``Eso juro yo'', dijo Andrés; ``y ¡cómo que
andará vuestra merced acertado en cumplir el
mandamiento de aquel buen caballero, que
mil años viva; que, según es de valeroso y de
buen juez, vive Roque que si no me paga, que
vuelva y ejecute lo que dijo!''

  ``También lo juro yo'', dijo el labrador; ``pero,
por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar
la deuda por acrecentar la paga.''

  Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la
encina, donde le dio tantos azotes que le dejó
por muerto.

  ``Llamad, señor Andrés, ahora'', decía el
labrador, ``al desfacedor de agravios; veréis cómo
no desface aquéste, aunque creo que no está
acabado de hacer, porque me viene gana de
desollaros vivo, como vos temíais.''

  Pero, al fin, le desató y le dio licencia que
fuese a buscar su juez para que ejecutase
la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo
mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don
Quijote de la Mancha y contarle punto por
punto lo que había pasado, y que se lo había de
pagar con las setenas. Pero, con todo esto,
él se partió llorando y su amo se quedó riendo.

  Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso
don Quijote, el cual, contentísimo de lo
sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo
y alto principio a sus caballerías, con gran
satisfacción de sí mismo iba caminando hacia
su aldea, diciendo a media voz:

  ``Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas
hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas
bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en
suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad
y talante a un tan valiente y tan nombrado
caballero como lo es y será don Quijote de la
Mancha. El cual, como todo el mundo sabe,
ayer recibió la orden de caballería, y hoy
ha desfecho el mayor tuerto y agravio que
formó la sinrazón y cometió la crueldad. Hoy
quitó el látigo de la mano a aquel despiadado
enemigo, que tan sin ocasión vapulaba
a aquel delicado infante.''

  En esto, llegó a un camino que en cuatro se
dividía, y luego se le vino a la imaginación las
encrucijadas donde los caballeros andantes
se ponían a pensar cuál camino de aquéllos
tomarían, y, por imitarlos estuvo un rato quedo,
y, al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la
rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del
rocín la suya, el cual siguió su primer intento,
que fue el irse camino de su caballeriza. Y
habiendo andado como dos millas, descubrió
don Quijote un grande tropel de gente, que,
como después se supo, eran unos mercaderes
toledanos que iban a comprar seda a Murcia.
Eran seis, y venían con sus quitasoles, con
otros cuatro criados a caballo y tres mozos
de mulas a pie.

  Apenas los divisó don Quijote, cuando se
imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por
imitar en todo cuanto a él le parecía posible
los pasos que había leído en sus libros, le
pareció venir allí de molde uno que pensaba
hacer. Y así, con gentil continente y denuedo,
se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza,
llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad
del camino, estuvo esperando que aquellos
caballeros andantes llegasen, que ya él por tales
los tenía y juzgaba, y, cuando llegaron a trecho
que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote
la voz, y, con ademán arrogante, dijo:

  ``Todo el mundo se tenga, si todo el mundo
no confiesa que no hay en el mundo todo
doncella más hermosa que la Emperatriz de la
Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.''

  Paráronse los mercaderes al son de estas
razones, y a ver la extraña figura del que las
decía, y por la figura y por las razones
luego echaron de ver la locura de su dueño;
mas quisieron ver despacio en qué paraba
aquella confesión que se les pedía, y uno
de ellos, que era un poco burlón y muy mucho
discreto, le dijo:

  ``Señor caballero, nosotros no conocemos
quién sea esa buena señora que decís;
mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura
como significáis, de buena gana y sin apremio
alguno confesaremos la verdad que por
parte vuestra nos es pedida.''

  ``Si os la mostrara'', replicó don Quijote,
``¿qué hicierais vosotros en confesar una
verdad tan notoria? La importancia está en
que, sin verla, lo habéis de creer, confesar,
afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo
sois en batalla, gente descomunal y soberbia.
Que, ahora vengáis uno a uno, como pide la
orden de caballería, ora todos juntos, como es
costumbre y mala usanza de los de vuestra
ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en
la razón que de mi parte tengo.''

  ``Señor caballero'', replicó el mercader,
``suplico a vuestra merced, en nombre de todos
estos príncipes que aquí estamos que,
porque no encarguemos nuestras conciencias,
confesando una cosa por nosotros jamás vista ni
oída, y más siendo tan en perjuicio de las
emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura,
que vuestra merced sea servido de mostrarnos
algún retrato de esa señora, aunque
sea tamaño como un grano de trigo; que por
el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con
esto satisfechos y seguros, y vuestra merced
quedará contento y pagado. Y aun creo que
estamos ya tan de su parte, que, aunque su
retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y
que del otro le mana bermellón y piedra
azufre, con todo eso, por complacer a vuestra
merced, diremos en su favor todo lo que
quisiere.''

  ``No le mana, canalla infame'', respondió don
Quijote encendido en cólera; ``no le mana,
digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre
algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino
más derecha que un huso de Guadarrama.
Pero ¡vosotros pagaréis la grande blasfemia
que habéis dicho contra tamaña beldad, como
es la de mi señora!''

  Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza
baja contra el que lo había dicho, con tanta
furia y enojo, que, si la buena suerte no
hiciera que en la mitad del camino tropezara y
cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su
amo una buena pieza por el campo, y, queriéndose
levantar, jamás pudo: tal embarazo le
causaban la lanza, adarga, espuelas y celada,
con el peso de las antiguas armas. Y entre
tanto que pugnaba por levantarse y no podía,
estaba diciendo:

  ``¡Non fuyáis, gente cobarde, gente cautiva,
atended; que no por culpa mía, sino de mi
caballo, estoy aquí tendido!''

  Un mozo de mulas de los que allí venían,
que no debía de ser muy bien intencionado,
oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias,
no lo pudo sufrir sin darle la respuesta
en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la
lanza, y después de haberla hecho pedazos, con
uno de ellos comenzó a dar a nuestro don Quijote
tantos palos, que, a despecho y pesar de
sus armas, le molió como cibera. Dábanle voces
sus amos que no le diese tanto, y que le
dejase; pero estaba ya el mozo picado y no
quiso dejar el juego hasta envidar todo el
resto de su cólera; y, acudiendo por los demás
trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre
el miserable caído, que, con toda aquella
tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba
la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a
los malandrines, que tal le parecían.

  Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron
su camino, llevando qué contar en todo el
del pobre apaleado. El cual, después que se
vio solo, tornó a probar si podía levantarse;
pero si no lo pudo hacer cuando sano y
bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho?
Y aun se tenía por dichoso, pareciéndole que
aquélla era propia desgracia de caballeros
andantes, y toda la atribuía a la falta de su
caballo; y no era posible levantarse, según tenía
brumado todo el cuerpo.