# Miguel de Cervantes's "Don Quijote" 
# Part III, chapters XXVI-XXVII
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                CAPITULO XXVI

    \Donde se prosiguen las finezas que de enamorado
          hizo don Quijote en Sierra Morena./

  Y, volviendo a contar lo que hizo el de la
Triste Figura después que se vio solo, dice la
historia que así como don Quijote acabó de
dar las tumbas o vueltas de medio abajo
desnudo, y de medio arriba vestido, y que vio que
Sancho se había ido sin querer aguardar a ver
más sandeces, se subió sobre una punta de una
alta peña, y allí tornó a pensar lo que otras
muchas veces había pensado, sin haberse jamás
resuelto en ello, y era que cuál sería mejor y
le estaría más a cuento: imitar a Roldán en las
locuras desaforadas que hizo, o Amadís en
las melancólicas; y, hablando entre sí mismo,
decía: ``Si Roldán fue tan buen caballero
y tan valiente como todos dicen, ¿qué maravilla?,
pues al fin era encantado, y no le podía
matar nadie si no era metiéndole un alfiler de
a blanca por la punta del pie, y él traía
siempre los zapatos con siete suelas de hierro,
aunque no le valieron tretas contra Bernardo
del Carpio, que se las entendió y le ahogó
entre los brazos en Roncesvalles. Pero
dejando en él lo de la valentía a una parte,
vengamos a lo de perder el juicio, que es cierto
que le perdió por las señales que halló en la
fontana, y por las nuevas que le dio el pastor
de que Angélica había dormido más de dos
siestas con Medoro, un morillo de cabellos
enrizados y paje de Agramante. Y si él
entendió que esto era verdad y que su dama le
había cometido desaguisado, no hizo mucho
en volverse loco. Pero yo, ¿cómo puedo
imitarle en las locuras, si no le imito en la
ocasión de ellas?, porque mi Dulcinea del Toboso
osaré yo jurar que no ha visto en todos los
días de su vida moro alguno, así como él
es, en su mismo traje, y que se está hoy como la
madre que la parió; y haríale agravio
manifiesto si, imaginando otra cosa de ella, me
volviese loco de aquel género de locura de
Roldán el furioso.

  ``Por otra parte, veo que Amadís de Gaula,
sin perder el juicio y sin hacer locuras,
alcanzó tanta fama de enamorado como el que
más, porque lo que hizo, según su historia, no
fue más de que, por verse desdeñado de su
señora Oriana, que le había mandado que no
pareciese ante su presencia hasta que fuese
su voluntad, de que se retiró a la Peña
Pobre en compañía de un ermitaño, y allí se
hartó de llorar y de encomendarse a Dios,
hasta que el cielo le acorrió en medio de
su mayor cuita y necesidad. Y si esto es
verdad, como lo es, ¿para qué quiero yo tomar
trabajo ahora de desnudarme del todo, ni dar
pesadumbre a estos árboles, que no me han
hecho mal alguno, ni tengo para qué enturbiar
el agua clara de estos arroyos, los cuales me
han de dar de beber cuando tenga gana? Viva
la memoria de Amadís, y sea imitado de don
Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere;
del cual se dirá lo que del otro se dijo, que
si no acabó grandes cosas, murió por acometerlas;
y si yo no soy desechado ni desdeñado
de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya
he dicho, estar ausente de ella. ¡Ea, pues, manos
a la obra! Venid a mi memoria, cosas de Amadís,
y enseñadme por dónde tengo de comenzar
a imitaros; mas ya sé que lo más que él
hizo fue rezar y encomendarse a Dios; pero,
¿qué haré de rosario, que no le tengo?''

  En esto le vino al pensamiento cómo le haría,
y fue que rasgó una gran tira de las faldas
de la camisa, que andaban colgando, y diole
once ñudos, el uno más gordo que los demás,
y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí
estuvo, donde rezó un millón de Ave Marías.
Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por
allí otro ermitaño que le confesase y con
quien consolarse. Y, así, se entretenía
paseándose por el pradecillo, escribiendo y
grabando por las cortezas de los árboles y por la
menuda arena muchos versos, todos acomodados
a su tristeza, y algunos en alabanza de
Dulcinea. Mas los que se pudieron hallar
enteros, y que se pudiesen leer después que a
él allí le hallaron, no fueron más que estos
que aquí se siguen:

       Arboles, hierbas y plantas
     que en aqueste sitio estáis,
     tan altos, verdes y tantas:
     si de mi mal no os holgáis,
     escuchad mis quejas santas.

       Mi dolor no os alborote,
     aunque más terrible sea,
     pues, por pagaros escote,
     aquí lloró don Quijote
     ausencias de Dulcinea
          del Toboso.

       Es aquí el lugar adonde
     el amador más leal
     de su señora se esconde,
     y ha venido a tanto mal
     sin saber cómo o por dónde.

       Tráele amor al estricote,
     que es de muy mala ralea,
     y así, hasta henchir un pipote,
     aquí lloró don Quijote
     ausencias de Dulcinea
          del Toboso.

       Buscando las aventuras
     por entre las duras peñas,
     maldiciendo entrañas duras,
     que entre riscos y entre breñas
     halla el triste desventuras,

       hirióle amor con su azote,
     no con su blanda correa,
     y en tocándole el cogote,
     aquí lloró don Quijote
     ausencias de Dulcinea
        del Toboso.

  No causó poca risa en los que hallaron los
versos referidos el añadidura \del Toboso/ al
nombre de Dulcinea, porque imaginaron que
debió de imaginar don Quijote que si en
nombrando a Dulcinea no decía también \del/
\Toboso,/ no se podría entender la copla, y así
fue la verdad, como él después confesó. Otros
muchos escribió, pero, como se ha dicho, no se
pudieron sacar en limpio, ni enteros, más
de estas tres coplas. En esto, y en suspirar, y en
llamar a los faunos y silvanos de aquellos
bosques, a las ninfas de los ríos, a la dolorosa y
húmeda Eco, que le respondiese, consolasen
y escuchasen, se entretenía, y en buscar
algunas hierbas con que sustentarse en tanto
que Sancho volvía; que si como tardó tres días,
tardara tres semanas, el Caballero de la Triste
Figura quedara tan desfigurado, que no le
conociera la madre que lo parió.

  Y será bien dejarle envuelto entre sus
suspiros y versos, por contar lo que le avino
a Sancho Panza en su mandadería. Y fue que,
en saliendo al camino real, se puso en busca
de él del Toboso, y otro día llegó a la venta
donde le había sucedido la desgracia de la manta;
y no la hubo bien visto, cuando le pareció que
otra vez andaba en los aires, y no quiso entrar
dentro, aunque llegó a hora que lo pudiera y
debiera hacer, por ser la del comer y llevar en
deseo de gustar algo caliente, que había grandes
días que todo era fiambre. Esta necesidad
le forzó a que llegase junto a la venta, todavía
dudoso si entraría o no. Y estando en esto,
salieron de la venta dos personas que luego
le conocieron, y dijo el uno al otro:

  ``Dígame, señor licenciado, aquel del
caballo, ¿no es Sancho Panza, el que dijo el
ama de nuestro aventurero que había salido
con su señor por escudero?''

  ``Sí es'', dijo el licenciado; ``y aquél es el
caballo de nuestro don Quijote.''

  Y conociéronle tan bien como aquellos
que eran el cura y el barbero de su mismo
lugar, y los que hicieron el escrutinio y acto
general de los libros. Los cuales, así como
acabaron de conocer a Sancho Panza y a
Rocinante, deseosos de saber de don Quijote,
se fueron a él, y el cura le llamó por
su nombre, diciéndole:

  ``Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda vuestro
amo?''

  Conociólos luego Sancho Panza, y determinó
de encubrir el lugar y la suerte donde y
como su amo quedaba; y así, les respondió
que su amo quedaba ocupado en cierta parte
y en cierta cosa que le era de mucha
importancia, la cual él no podía descubrir, por
los ojos que en la cara tenía.

  ``No, no'', dijo el barbero, ``Sancho Panza,
si vos no nos decís dónde queda, imaginaremos,
como ya imaginamos, que vos le habéis
muerto y robado, pues venís encima de su
caballo; en verdad que nos habéis de dar el
dueño del rocín, o sobre eso, morena.''

  ``No hay para qué conmigo amenazas, que yo
no soy hombre que robo ni mato a nadie: a
cada uno mate su ventura, o Dios, que le hizo.
Mi amo queda haciendo penitencia en la mitad
de esta montaña, muy a su sabor.''

  Y luego, de corrida y sin parar, les contó de
la suerte que quedaba, las aventuras que le
habían sucedido, y cómo llevaba la carta a la
señora Dulcinea del Toboso, que era la hija
de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba enamorado
hasta los hígados. Quedaron admirados
los dos de lo que Sancho Panza les contaba, y
aunque ya sabían la locura de don Quijote y
el género de ella, siempre que la oían se
admiraban de nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza
que les enseñase la carta que llevaba a la
señora Dulcinea del Toboso; él dijo que iba
escrita en un libro de memoria, y que era
orden de su señor que la hiciese trasladar en
papel en el primer lugar que llegase; a lo
cual dijo el cura que se la mostrase, que él
la trasladaría de muy buena letra. Metió la
mano en el seno Sancho Panza buscando el
librillo, pero no le halló, ni le podía hallar si
le buscara hasta ahora, porque se había quedado
don Quijote con él, y no se le había dado,
ni a él se le acordó de pedírsele.

  Cuando Sancho vio que no hallaba el libro,
fuésele parando mortal el rostro, y, tornándose
a tentar todo el cuerpo muy aprisa, tornó
a echar de ver que no le hallaba, y, sin más ni
más, se echó entrambos puños a las barbas y
se arrancó la mitad de ellas, y luego, aprisa
y sin cesar, se dio media docena de puñadas
en el rostro y en las narices, que se las bañó
todas en sangre. Visto lo cual por el cura y el
barbero, le dijeron que qué le había sucedido,
que tan mal se paraba.

  ``¿Qué me ha de suceder?'', respondió Sancho,
``sino el haber perdido de una mano a otra,
en un instante, tres pollinos, que cada uno
era como un castillo.''

  ``¿Cómo es eso?'', replicó el barbero.

  ``He perdido el libro de memoria'',
respondió Sancho, ``donde venía carta para
Dulcinea y una cédula firmada de su señor, por
la cual mandaba que su sobrina me diese
tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban en
casa.''

  Y con esto les contó la pérdida del rucio.
Consolóle el cura, y díjole que en hallando a
su señor él le haría revalidar la manda, y que
tornase a hacer la libranza en papel, como era
uso y costumbre, porque las que se hacían en
libros de memoria jamás se aceptaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que
como aquello fuese así, que no le daba mucha
pena la pérdida de la carta de Dulcinea,
porque él la sabía casi de memoria, de la cual
se podría trasladar donde y cuando quisiesen.

  ``Decidlo, Sancho, pues'', dijo el barbero;
``que después la trasladaremos.''

  Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza
para traer a la memoria la carta, y ya se ponía
sobre un pie y ya sobre otro; unas veces
miraba al suelo, otras al cielo, y al cabo de
haberse roído la mitad de la yema de un
dedo, teniendo suspensos a los que esperaban
que ya la dijese, dijo al cabo de grandísimo
rato:

  ``¡Por Dios, señor licenciado, que los
diablos lleven la cosa que de la carta se me
acuerda!; aunque en el principio decía: «Alta y
sobajada señora».''

  ``No diría'', dijo el barbero, ``\sobajada/,
sino \sobrehumana/ o \soberana/ señora.''

  ``Así es'', dijo Sancho; ``luego, si mal no
me acuerdo, proseguía... si mal no me acuerdo:
«él llegó, y falto de sueño, y el ferido besa
a vuestra merced las manos, ingrata y muy
desconocida hermosa»; y no sé qué decía de
salud y de enfermedad, que le enviaba, y por
aquí iba escurriendo hasta que acababa en
«Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la
Triste Figura».''

  No poco gustaron los dos de ver la buena
memoria de Sancho Panza, y alabáronsela
mucho, y le pidieron que dijese la carta otras
dos veces, para que ellos asimismo la tomasen
de memoria para trasladarla a su tiempo.
Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y
otras tantas volvió a decir otros tres mil
disparates. Tras esto, contó asimismo las cosas
de su amo, pero no habló palabra acerca del
manteamiento que le había sucedido en aquella
venta, en la cual rehusaba entrar. Dijo
también cómo su señor, en trayendo que le
trajese buen despacho de la señora Dulcinea
del Toboso, se había de poner en camino a
procurar cómo ser emperador, o por lo menos
monarca, que así lo tenían concertado entre
los dos; y era cosa muy fácil venir a serlo,
según era el valor de su persona y la fuerza de
su brazo; y que, en siéndolo, le había de casar
a él, porque ya sería viudo, que no podía ser
menos; y le había de dar por mujer a una
doncella de la emperatriz, heredera de un rico y
grande estado, de tierra firme, sin ínsulos ni
ínsulas, que ya no las quería.

  Decía esto Sancho con tanto reposo,
limpiándose de cuando en cuando las narices, y
con tan poco juicio, que los dos se admiraron
de nuevo, considerando cuán vehemente había
sido la locura de don Quijote, pues había llevado
tras sí el juicio de aquel pobre hombre. No
quisieron cansarse en sacarle del error en que
estaba, pareciéndoles que, pues no le dañaba
nada la conciencia, mejor era dejarle en él, y
a ellos les sería de más gusto oír sus necedades.
Y así, le dijeron que rogase a Dios por
la salud de su señor; que cosa contingente y
muy agible era venir con el discurso del tiempo
a ser emperador, como él decía, o por lo
menos arzobispo, u otra dignidad equivalente.
A lo cual respondió Sancho:

  ``Señores: si la fortuna rodease las cosas
de manera que a mi amo le viniese en
voluntad de no ser emperador, sino de ser
arzobispo, querría yo saber ahora qué suelen
dar los arzobispos andantes a sus escuderos.''

  ``Suélenles dar'', respondió el cura, ``algún
beneficio simple o curado, o alguna sacristanía,
que les vale mucho de renta rentada,
amén del pie de altar, que se suele estimar en
otro tanto.''

  ``Para eso será menester'', replicó Sancho,
``que el escudero no sea casado, y que sepa
ayudar a misa, por lo menos; y si esto es así,
¡desdichado de yo, que soy casado y no sé la
primera letra del A B C! ¿Qué será de mí si a
mi amo le da antojo de ser arzobispo, y no
emperador, como es uso y costumbre de los
caballeros andantes?''

  ``No tengáis pena, Sancho amigo'', dijo el
barbero; ``que aquí rogaremos a vuestro amo,
y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos
en caso de conciencia, que sea emperador y
no arzobispo, porque le será más fácil, a causa
de que él es más valiente que estudiante.''

  ``Así me ha parecido a mí'', respondió
Sancho; ``aunque sé decir que para todo tiene
habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi parte
es rogarle a nuestro Señor que le eche a
aquellas partes donde él más se sirva, y adonde a
mí más mercedes me haga.''

  ``Vos lo decís como discreto'', dijo el cura,
``y lo haréis como buen cristiano. Mas lo que
ahora se ha de hacer es dar orden cómo sacar
a vuestro amo de aquella inútil penitencia que
decís que queda haciendo; y para pensar el
modo que hemos de tener, y para comer, que
ya es hora, será bien nos entremos en esta
venta.''

  Sancho dijo que entrasen ellos, que él
esperaría allí fuera, y que después les diría la
causa porque no entraba, ni le convenía entrar
en ella; mas que les rogaba que le sacasen
allí algo de comer que fuese cosa caliente, y,
asimismo, cebada para Rocinante. Ellos se
entraron y le dejaron, y de allí a poco el
barbero le sacó de comer. Después, habiendo bien
pensado entre los dos el modo que tendrían
para conseguir lo que deseaban, vino el cura
en un pensamiento muy acomodado al gusto
de don Quijote y para lo que ellos querían. Y
fue que dijo al barbero que lo que había
pensado era: que él se vestiría en hábito de
doncella andante, y que él procurase ponerse lo
mejor que pudiese como escudero, y que así
irían adonde don Quijote estaba, fingiendo
ser ella una doncella afligida y menesterosa,
y le pediría un don, el cual él no podría
dejársele de otorgar como valeroso caballero
andante; y que el don que le pensaba pedir
era que se viniese con ella, donde ella le
llevase, a desfacerle un agravio que un mal
caballero le tenía fecho, y que le suplicaba
asimismo que no la mandase quitar su antifaz,
ni la demandase cosa de su facienda, fasta
que la hubiese fecho derecho de aquel mal
caballero, y que creyese, sin duda, que don
Quijote vendría en todo cuanto le pidiese por
este término, y que de esta manera le sacarían
de allí y le llevarían a su lugar, donde
procurarían ver si tenía algún remedio su extraña
locura.

                CAPITULO XXVII

    \De cómo salieron con su intención el cura y el
      barbero, con otras cosas dignas de que se
      cuenten en esta grande historia./

  No le pareció mal al barbero la invención
del cura, sino tan bien, que luego la pusieron
por obra. Pidiéronle a la ventera una saya
y unas tocas, dejándole en prendas una sotana
nueva del cura. El barbero hizo una gran barba
de una cola rucia o roja de buey, donde el
ventero tenía colgado el peine. Preguntóles la
ventera que para qué le pedían aquellas cosas.
El cura le contó en breves razones la locura de
don Quijote, y cómo convenía aquel disfraz
para sacarle de la montaña donde a la sazón
estaba. Cayeron luego el ventero y la ventera
en que el loco era su huésped, el del bálsamo,
y el amo del manteado escudero, y contaron
al cura todo lo que con él les había pasado,
sin callar lo que tanto callaba Sancho.

  En resolución, la ventera vistió al cura de
modo que no había más que ver: púsole una
saya de paño, llena de fajas de terciopelo
negro de un palmo en ancho, todas acuchilladas,
y unos corpiños de terciopelo verde guarnecidos
con unos ribetes de raso blanco, que se
debieron de hacer ellos y la saya en tiempo
del rey Bamba. No consintió el cura que le
tocasen, sino púsose en la cabeza un birretillo
de lienzo colchado que llevaba para dormir de
noche, y ciñóse por la frente una liga de tafetán
negro, y con otra liga hizo un antifaz con
que se cubrió muy bien las barbas y el rostro.
Encasquetóse su sombrero, que era tan grande
que le podía servir de quitasol, y, cubriéndose
su herreruelo, subió en su mula a mujeriegas,
y el barbero en la suya, con su barba que
le llegaba a la cintura, entre roja y blanca, como
aquella que, como se ha dicho, era hecha de
la cola de un buey barroso. Despidiéronse de
todos y de la buena de Maritornes, que
prometió de rezar un rosario, aunque pecadora,
porque Dios les diese buen suceso en tan
arduo y tan cristiano negocio como era el
que habían emprendido.

  Mas apenas hubo salido de la venta,
cuando le vino al cura un pensamiento: que
hacía mal en haberse puesto de aquella manera,
por ser cosa indecente que un sacerdote
se pusiese así, aunque le fuese mucho en
ello; y, diciéndoselo al barbero, le rogó que
trocasen trajes, pues era más justo que él
fuese la doncella menesterosa, y que él haría
el escudero, y que así se profanaba menos
su dignidad; y que, si no lo quería hacer,
determinaba de no pasar adelante, aunque a
don Quijote se le llevase el diablo.

  En esto llegó Sancho, y de ver a los dos en
aquel traje, no pudo tener la risa. En efecto,
el barbero vino en todo aquello que el cura
quiso, y, trocando la invención, el cura le fue
informando el modo que había de tener, y las
palabras que había de decir a don Quijote para
moverle y forzarle a que con él se viniese, y
dejase la querencia del lugar que había
escogido para su vana penitencia. El barbero
respondió que, sin que se le diese lección, él lo
pondría bien en su punto. No quiso vestirse
por entonces, hasta que estuviesen junto de
donde don Quijote estaba, y, así, dobló sus
vestidos, y el cura acomodó su barba, y
siguieron su camino guiándolos Sancho Panza, el
cual les fue contando lo que les aconteció con
el loco que hallaron en la sierra, encubriendo,
empero, el hallazgo de la maleta y de cuanto
en ella venía; que, maguer que tonto, era un
poco codicioso el mancebo.

  Otro día llegaron al lugar donde Sancho
había dejado puestas las señales de las ramas
para acertar el lugar donde había dejado a su
señor, y, en reconociéndole, les dijo cómo
aquélla era la entrada, y que bien se podían
vestir, si era que aquello hacía al caso para la
libertad de su señor. Porque ellos le habían
dicho antes que el ir de aquella suerte y
vestirse de aquel modo era toda la importancia
para sacar a su amo de aquella mala vida que
había escogido, y que le encargaban mucho
que no dijese a su amo quién ellos eran ni
que los conocía; y que si le preguntase, como
se lo había de preguntar, si dio la carta a
Dulcinea, dijese que sí, y que, por no saber leer,
le había respondido de palabra, diciéndole que
le mandaba, so pena de la su desgracia, que
luego al momento se viniese a ver con ella,
que era cosa que le importaba mucho, porque
con esto y con lo que ellos pensaban decirle,
tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida,
y hacer con él que luego se pusiese en camino
para ir a ser emperador o monarca, que
en lo de ser arzobispo no había de qué temer.

  Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien
en la memoria, y les agradeció mucho la
intención que tenían de aconsejar a su señor
fuese emperador, y no arzobispo, porque él
tenía para sí que para hacer mercedes a sus
escuderos más podían los emperadores que
los arzobispos andantes. También les dijo que
sería bien que él fuese delante a buscarle y
darle la respuesta de su señora; que ya
sería ella bastante a sacarle de aquel lugar, sin
que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles
bien lo que Sancho Panza decía, y, así,
determinaron de aguardarle hasta que volviese
con las nuevas del hallazgo de su amo.

  Entróse Sancho por aquellas quebradas de
la sierra, dejando a los dos en una por donde
corría un pequeño y manso arroyo, a quien
hacían sombra agradable y fresca otras peñas
y algunos árboles que por allí estaban. El
calor y el día que allí llegaron, era de los del
mes de agosto, que por aquellas partes suele
ser el ardor muy grande; la hora, las tres de la
tarde: todo lo cual hacía al sitio más agradable,
y que convidase a que en él esperasen
la vuelta de Sancho, como lo hicieron.

  Estando, pues, los dos allí sosegados y a la
sombra, llegó a sus oídos una voz, que, sin
acompañarla son de algún otro instrumento,
dulce y regaladamente sonaba, de que no poco
se admiraron, por parecerles que aquél no era
lugar donde pudiese haber quien tan bien
cantase, porque, aunque suele decirse que por
las selvas y campos se hallan pastores de
voces extremadas, más son encarecimientos de
poetas que verdades; y más cuando advirtieron
que lo que oían cantar eran versos, no
de rústicos ganaderos, sino de discretos
cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los
versos que oyeron, éstos:

         ¿Quién menoscaba mis bienes?
                 Desdenes.
       Y ¿quién aumenta mis duelos?
                 Los celos.
       Y ¿quién prueba mi paciencia?
                 Ausencia.

         De ese modo, en mi dolencia
       ningún remedio se alcanza,
       pues me matan la esperanza
       desdenes, celos y ausencia.

         ¿Quién me causa este dolor?
                 Amor.
       Y ¿quién mi gloria repugna?
                 Fortuna.
       Y ¿quién consiente en mi duelo?
                 El cielo.

         De ese modo, yo recelo
       morir de este mal extraño,
       pues se aumentan en mi daño
       amor, fortuna y el cielo.

         ¿Quién mejorará mi suerte?
                 La muerte.
       Y el bien de amor ¿quién le alcanza?
                 Mudanza.
       Y sus males ¿quién los cura?
                 Locura.

         De ese modo, no es cordura
       querer curar la pasión,
       cuando los remedios son:
       muerte, mudanza y locura.

  La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la
destreza del que cantaba, causó admiración y
contento en los dos oyentes, los cuales se
estuvieron quedos, esperando si otra alguna cosa
oían; pero viendo que duraba algún tanto el
silencio, determinaron de salir a buscar el
músico que con tan buena voz cantaba; y,
queriéndolo poner en efecto, hizo la misma voz
que no se moviesen, la cual llegó de nuevo a
sus oídos, cantando este soneto:

                    SONETO

       Santa amistad, que con ligeras alas,
     tu apariencia quedándose en el suelo,
     entre benditas almas en el cielo,
     subiste alegre a las empíreas salas,

       desde allá, cuando quieres, nos señalas
     la justa paz cubierta con un velo,
     por quien a veces se trasluce el celo
     de buenas obras, que a la fin son malas.

       Deja el cielo, ¡oh Amistad!, o no permitas
     que el engaño se vista tu librea
     con que destruye a la intención sincera;

       que si tus apariencias no le quitas,
     presto ha de verse el mundo en la pelea
     de la discorde confusión primera.

  El canto se acabó con un profundo suspiro,
y los dos con atención volvieron a esperar si
más se cantaba; pero viendo que la música se
había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes,
acordaron de saber quién era el triste, tan
extremado en la voz como doloroso en los
gemidos; y no anduvieron mucho, cuando, al
volver de una punta de una peña, vieron a un
hombre del mismo talle y figura que Sancho
Panza les había pintado cuando les contó el
cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando
los vio, sin sobresaltarse, estuvo quedo, con la
cabeza inclinada sobre el pecho, a guisa de
hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos
más de la vez primera, cuando de improviso
llegaron.

  El cura, que era hombre bien hablado, como
el que ya tenía noticia de su desgracia, pues
por las señas le había conocido, se llegó a él, y
con breves aunque muy discretas razones, le
rogó y persuadió que aquella tan miserable
vida dejase, porque allí no la perdiese, que
era la desdicha mayor de las desdichas. Estaba
Cardenio entonces en su entero juicio, libre de
aquel furioso accidente que tan a menudo le
sacaba de sí mismo, y así, viendo a los dos en
traje tan no usado de los que por aquellas
soledades andaban, no dejó de admirarse algún
tanto, y más cuando oyó que le habían hablado
en su negocio como en cosa sabida, porque las
razones que el cura le dijo así lo dieron a
entender, y, así, respondió de esta manera:

  ``Bien veo yo, señores, quienquiera que
seáis, que el cielo, que tiene cuidado de
socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas
veces, sin yo merecerlo me envía, en estos tan
remotos y apartados lugares del trato común
de las gentes, algunas personas que, poniéndome
delante de los ojos, con vivas y varias
razones, cuán sin ella ando en hacer la vida
que hago, han procurado sacarme de ésta a
mejor parte; pero como no saben que sé yo que
en saliendo de este daño he de caer en otro
mayor, quizá me deben de tener por hombre de
flacos discursos, y aun, lo que peor sería, por
de ningún juicio; y no sería maravilla que así
fuese, porque a mí se me trasluce que la fuerza
de la imaginación de mis desgracias es tan
intensa y puede tanto en mi perdición, que, sin
que yo pueda ser parte a estorbarlo, vengo a
quedar como piedra, falto de todo buen
sentido y conocimiento; y vengo a caer en la
cuenta de esta verdad cuando algunos me
dicen y muestran señales de las cosas que he
hecho en tanto que aquel terrible accidente
me señorea, y no sé más que dolerme en vano
y maldecir sin provecho mi ventura, y dar
por disculpa de mis locuras el decir la causa
de ellas a cuantos oírla quieren, porque viendo
los cuerdos cuál es la causa, no se maravillarán
de los efectos, y, si no me dieren remedio, a lo
menos no me darán culpa, convirtiéndoseles
el enojo de mi desenvoltura en lástima de mis
desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís
con la misma intención que otros han
venido, antes que paséis adelante en vuestras
discretas persuasiones, os ruego que escuchéis
el cuento, que no le tiene, de mis desventuras,
porque quizá, después de entendido, ahorraréis
del trabajo que tomaréis en consolar un
mal que de todo consuelo es incapaz.''

  Los dos, que no deseaban otra cosa que
saber de su misma boca la causa de su daño,
le rogaron se la contase, ofreciéndole de no
hacer otra cosa de la que él quisiese en su
remedio o consuelo; y, con esto, el triste
caballero comenzó su lastimera historia casi por
las mismas palabras y pasos que la había
contado a don Quijote y al cabrero pocos días
atrás, cuando por ocasión del maestro Elisabat
y puntualidad de don Quijote en guardar el
decoro a la caballería, se quedó el cuento
imperfecto, como la historia lo deja contado. Pero
ahora quiso la buena suerte que se detuvo el
accidente de la locura, y le dio lugar de
contarlo hasta el fin; y así, llegando al paso del
billete que había hallado don Fernando entre
el libro de \Amadís de Gaula/, dijo Cardenio
que le tenía bien en la memoria y que decía
de esta manera:

    «LUSCINDA A CARDENIO

      Cada día descubro en vos valores que me
    obligan y fuerzan a que en más os estime; y
    así, si quisiereis sacarme de esta deuda sin
    ejecutarme en la honra, lo podréis muy bien
    hacer. Padre tengo, que os conoce y que me
    quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad,
    cumplirá la que será justo que vos tengáis,
    si es que me estimáis como decís, y
    como yo creo.»

  ``Por este billete me moví a pedir a Luscinda
por esposa, como ya os he contado, y éste fue
por quien quedó Luscinda en la opinión de
don Fernando por una de las más discretas y
avisadas mujeres de su tiempo; y este billete
fue el que le puso en deseo de destruirme
antes que el mío se efectuase. Díjele yo a don
Fernando en lo que reparaba el padre de
Luscinda, que era en que mi padre se la pidiese,
lo cual yo no le osaba decir, temeroso que no
vendría en ello, no porque no tuviese bien
conocida la calidad, bondad, virtud y hermosura
de Luscinda, y que tenía partes bastantes
para ennoblecer cualquier otro linaje de
España, sino porque yo entendía de él, que
deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo
que el duque Ricardo hacía conmigo. En
resolución, le dije que no me aventuraba a
decírselo a mi padre, así por aquel inconveniente
como por otros muchos que me acobardaban,
sin saber cuáles eran, sino que me parecía que
lo que yo desease jamás había de tener efecto.

  ``A todo esto me respondió don Fernando,
que él se encargaba de hablar a mi padre, y
hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh
Mario ambicioso! ¡Oh Catilina cruel! ¡Oh Sila
facinoroso! ¡Oh Galalón embustero! ¡Oh Vellido
traidor! ¡Oh Julián vengativo! ¡Oh Judas codicioso!
Traidor, cruel, vengativo y embustero, ¿qué
deservicios te había hecho este triste, que con
tanta llaneza te descubrió los secretos y
contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te hice?
¿Qué palabras te dije, o qué consejos te di,
que no fuesen todos encaminados a acrecentar
tu honra y tu provecho? Mas ¿de qué me
quejo, desventurado de mí?, pues es cosa cierta
que cuando traen las desgracias la corriente
de las estrellas, como vienen de alto abajo,
despeñándose con furor y con violencia, no hay
fuerza en la tierra que las detenga, ni industria
humana que prevenirlas pueda. ¿Quién
pudiera imaginar que don Fernando, caballero
ilustre, discreto, obligado de mis servicios,
poderoso para alcanzar lo que el deseo amoroso
le pidiese dondequiera que le ocupase, se
había de enconar, como suele decirse, en
tomarme a mí una sola oveja que aún no poseía?
Pero, quédense estas consideraciones
aparte, como inútiles y sin provecho, y añudemos
el roto hilo de mi desdichada historia.

  ``Digo, pues, que pareciéndole a don
Fernando que mi presencia le era inconveniente
para poner en ejecución su falso y mal
pensamiento, determinó de enviarme a su
hermano mayor con ocasión de pedirle unos
dineros para pagar seis caballos, que de industria
y sólo para este efecto de que me ausentase,
para poder mejor salir con su dañado intento,
el mismo día que se ofreció hablar a mi
padre los compró, y quiso que yo viniese por el
dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude,
por ventura, caer en imaginarla? No, por cierto;
antes, con grandísimo gusto me ofrecí a partir
luego, contento de la buena compra hecha.
Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo
que con don Fernando quedaba concertado, y
que tuviese firme esperanza de que tendrían
efecto nuestros buenos y justos deseos; ella
me dijo, tan segura como yo de la traición de
don Fernando, que procurase volver presto,
porque creía que no tardaría más la conclusión
de nuestras voluntades que tardase mi
padre de hablar al suyo. No sé qué se fue
que, en acabando de decirme esto, se le
llenaron los ojos de lágrimas, y un nudo se le
atravesó en la garganta, que no le dejaba
hablar palabra de otras muchas que me
pareció que procuraba decirme.

  ``Quedé admirado de este nuevo accidente,
hasta allí jamás en ella visto, porque siempre
nos hablábamos, las veces que la buena
fortuna y mi diligencia lo concedía, con todo
regocijo y contento, sin mezclar en nuestras
pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas o
temores. Todo era engrandecer yo mi ventura
por habérmela dado el cielo por señora;
exageraba su belleza, admirábame de su valor y
entendimiento. Volvíame ella el recambio,
alabando en mí lo que como enamorada le
parecía digno de alabanza. Con esto nos
contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de
nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más
se extendía mi desenvoltura era a tomarle, casi
por fuerza, una de sus bellas y blancas manos
y llegarla a mi boca, según daba lugar la
estrechez de una baja reja que nos dividía. Pero
la noche que precedió al triste día de mi
partida, ella lloró, gimió y suspiró, y se fue y me
dejó lleno de confusión y sobresalto,
espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes
muestras de dolor y sentimiento en Luscinda;
pero, por no destruir mis esperanzas, todo lo
atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al
dolor que suele causar la ausencia en los que
bien se quieren.

  ``En fin, yo me partí, triste y pensativo, llena
el alma de imaginaciones y sospechas, sin
saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros
indicios que me mostraban el triste suceso
y desventura que me estaba guardada. Llegué
al lugar donde era enviado; di las cartas al
hermano de don Fernando; fui bien recibido,
pero no bien despachado, porque me mandó
aguardar, bien a mi disgusto, ocho días, y en
parte donde el duque, su padre, no me viese,
porque su hermano le escribía que le enviase
cierto dinero sin su sabiduría. Y todo fue
invención del falso don Fernando, pues no le
faltaban a su hermano dineros para despacharme
luego. Orden y mandato fue éste que
me puso en condición de no obedecerle, por
parecerme imposible sustentar tantos días la
vida en el ausencia de Luscinda, y más habiéndola
dejado con la tristeza que os he contado;
pero, con todo esto, obedecí, como buen criado,
aunque veía que había de ser a costa de mi
salud.

  ``Pero a los cuatro días que allí llegué,
llegó un hombre en mi busca con una carta
que me dio, que en el sobrescrito conocí ser
de Luscinda, porque la letra de él era suya.
Abríla temeroso y con sobresalto, creyendo
que cosa grande debía de ser la que la había
movido a escribirme estando ausente, pues
presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al
hombre, antes de leerla, quién se la había dado
y el tiempo que había tardado en el camino.
Díjome, que acaso pasando por una calle de
la ciudad, a la hora de medio día, una señora
muy hermosa le llamó desde una ventana, los
ojos llenos de lágrimas, y que, con mucha
prisa, le dijo: «Hermano, si sois cristiano,
como parecéis, por amor de Dios os ruego
que encaminéis luego luego esta carta al
lugar y a la persona que dice el sobrescrito,
que todo es bien conocido, y en ello haréis un
gran servicio a nuestro Señor; y para que no
os falte comodidad de poderlo hacer, tomad
lo que va en este pañuelo.» «Y, diciendo esto,
me arrojó por la ventana un pañuelo, donde
venían atados cien reales y esta sortija de oro
que aquí traigo, con esa carta que os he dado;
y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó
de la ventana, aunque primero vio cómo yo
tomé la carta y el pañuelo, y por señas le dije
que haría lo que me mandaba; y así,
viéndome tan bien pagado del trabajo que podía
tomar en traérosla, y conociendo por el
sobrescrito que erais vos a quien se enviaba,
porque yo, señor, os conozco muy bien, y
obligado asimismo de las lágrimas de aquella
hermosa señora, determiné de no fiarme de
otra persona, sino venir yo mismo a dárosla.
Y en diez y seis horas que ha que se me
dio, he hecho el camino, que sabéis que es de
diez y ocho leguas.»

  ``En tanto que el agradecido y nuevo correo
esto me decía, estaba yo colgado de sus
palabras, temblándome las piernas, de manera que
apenas podía sostenerme. En efecto, abrí la
carta y vi que contenía estas razones:

  «La palabra que don Fernando os dio de
hablar a vuestro padre para que hablase al
mío, la ha cumplido más en su gusto que
en vuestro provecho. Sabed, señor, que él me
ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de
la ventaja que él piensa que don Fernando os
hace, ha venido en lo que quiere, con tantas
veras, que de aquí a dos días se ha de hacer
el desposorio, tan secreto y tan a solas, que
sólo han de ser testigos los cielos y alguna
gente de casa. Cuál yo quedo, imaginadlo; si
os cumple venir, vedlo; y si os quiero bien o
no, el suceso de este negocio os lo dará a
entender. ¡A Dios plegue que ésta llegue a
vuestras manos antes que la mía se vea en
condición de juntarse con la de quien tan mal sabe
guardar la fe que promete!»

  ``Estas, en suma, fueron las razones que la
carta contenía, y las que me hicieron poner
luego en camino, sin esperar otra respuesta ni
otros dineros; que bien claro conocí entonces
que no la compra de los caballos, sino la de
su gusto, había movido a don Fernando a
enviarme a su hermano. El enojo que contra don
Fernando concebí, junto con el temor de perder
la prenda que con tantos años de servicios
y deseos tenía granjeada, me pusieron alas,
pues, casi como en vuelo, otro día me puse en
mi lugar, al punto y hora que convenía para
ir a hablar a Luscinda. Entré secreto, y dejé
una mula en que venía en casa del buen
hombre que me había llevado la carta; y quiso
la suerte que entonces la tuviese tan buena,
que hallé a Luscinda puesta a la reja, testigo
de nuestros amores. Conocióme Luscinda
luego, y conocíla yo, mas no como debía ella
conocerme, y yo conocerla. Pero, ¿quién hay
en el mundo que se pueda alabar que ha
penetrado y sabido el confuso pensamiento y
condición mudable de una mujer? Ninguno,
por cierto. Digo, pues, que así como
Luscinda me vio, me dijo: «Cardenio, de boda
estoy vestida; ya me están aguardando en la
sala don Fernando el traidor, y mi padre el
codicioso, con otros testigos, que antes lo
serán de mi muerte que de mi desposorio.
No te turbes, amigo, sino procura hallarte
presente a este sacrificio, el cual si no
pudiere ser estorbado de mis razones, una daga
llevo escondida que podrá estorbar más
determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y
principio a que conozcas la voluntad que te
he tenido y tengo.»

  ``Yo le respondí, turbado y aprisa,
temeroso no me faltase lugar para responderla:
«Hagan, señora, tus obras verdaderas tus
palabras; que si tú llevas daga para acreditarte,
aquí llevo yo espada para defenderte con
ella, o para matarme, si la suerte nos fuere
contraria.» No creo que pudo oír todas estas
razones, porque sentí que la llamaban aprisa,
porque el desposado aguardaba. Cerróse con
esto la noche de mi tristeza, púsoseme el sol
de mi alegría, quedé sin luz en los ojos y sin
discurso en el entendimiento. No acertaba a
entrar en su casa, ni podía moverme a parte
alguna; pero considerando cuánto importaba
mi presencia para lo que suceder pudiese en
aquel caso, me animé lo más que pude y entré
en su casa; y como ya sabía muy bien todas
sus entradas y salidas, y más con el alboroto
que de secreto en ella andaba, nadie me echó
de ver; así que, sin ser visto, tuve lugar de
ponerme en el hueco que hacía una ventana
de la misma sala, que con las puntas y remates
de dos tapices se cubría, por entre las
cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto
en la sala se hacía.

  ``¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos
que me dio el corazón mientras allí estuve, los
pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones
que hice, que fueron tantas y tales,
que ni se pueden decir ni aun es bien que se
digan? Basta que sepáis que el desposado
entró en la sala, sin otro adorno que los
mismos vestidos ordinarios que solía. Traía
por padrino a un primo hermano de Luscinda,
y en toda la sala no había persona de fuera,
sino los criados de casa.

  ``De allí a un poco salió de una recámara
Luscinda, acompañada de su madre y de dos
doncellas suyas, tan bien aderezada y
compuesta como su calidad y hermosura merecían,
y como quien era la perfección de la gala
y bizarría cortesana. No me dio lugar mi
suspensión y arrobamiento para que mirase y
notase en particular lo que traía vestido:
sólo pude advertir a las colores, que eran
encarnado y blanco, y en las vislumbres que
las piedras y joyas del tocado y de todo el
vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba
la belleza singular de sus hermosos y rubios
cabellos, tales, que en competencia de las
preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas
que en la sala estaban, la suya con más
resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria,
enemiga mortal de mi descanso! ¿De qué sirve
representarme ahora la incomparable belleza
de aquella adorada enemiga mía? ¿No será
mejor, cruel memoria, que me acuerdes y
representes lo que entonces hizo, para que,
movido de tan manifiesto agravio, procure, ya que
no la venganza, a lo menos perder la vida?

  ``No os canséis, señores, de oír estas
digresiones que hago; que no es mi pena de
aquellas que puedan ni deban contarse
sucintamente y de paso, pues cada circunstancia
suya me parece a mí que es digna de un largo
discurso.''

  A esto le respondió el cura que, no sólo no
se cansaban en oírle, sino que les daba mucho
gusto las menudencias que contaba, por ser
tales, que merecían no pasarse en silencio y
la misma atención que lo principal del
cuento.

  ``Digo, pues'', prosiguió Cardenio, ``que
estando todos en la sala, entró el cura de la
parroquia, y, tomando a los dos por la mano
para hacer lo que en tal acto se requiere, al
decir: «¿Queréis, señora Luscinda, al señor don
Fernando, que está presente, por vuestro
legítimo esposo, como lo manda la Santa Madre
Iglesia?», yo saqué toda la cabeza y cuello de
entre los tapices, y con atentísimos oídos y
alma turbada me puse a escuchar lo que Luscinda
respondía, esperando de su respuesta la
sentencia de mi muerte o la confirmación de
mi vida. ¡Oh!, quién se atreviera a salir entonces,
diciendo a voces: «¡Ah, Luscinda, Luscinda,
mira lo que haces, considera lo que me debes,
mira que eres mía, y que no puedes ser de
otro! ¡Advierte que el decir tu «sí» y el acabárseme
la vida, ha de ser todo a un punto! ¡Ah,
traidor don Fernando, robador de mi gloria,
muerte de mi vida!, ¿qué quieres?, ¿qué
pretendes? Considera que no puedes cristianamente
llegar al fin de tus deseos, porque
Luscinda es mi esposa y yo soy su marido.»
¡Ah, loco de mí!, ahora que estoy ausente y lejos
del peligro, digo que había de hacer lo que no
hice; ahora que dejé robar mi cara prenda,
maldigo al robador, de quien pudiera vengarme
si tuviera corazón para ello, como le tengo
para quejarme. En fin, pues fui entonces
cobarde y necio, no es mucho que muera ahora
corrido, arrepentido y loco.

  ``Estaba esperando el cura la respuesta de
Luscinda, que se detuvo un buen espacio en
darla, y cuando yo pensé que sacaba la daga
para acreditarse, o desataba la lengua para
decir alguna verdad o desengaño que en mi
provecho redundase, oigo que dijo con voz
desmayada y flaca: «Sí, quiero», y lo mismo
dijo don Fernando, y, dándole el anillo,
quedaron en indisoluble nudo ligados. Llegó
el desposado a abrazar a su esposa, y ella,
poniéndose la mano sobre el corazón, cayó
desmayada en los brazos de su madre. Resta ahora
decir cuál quedé yo, viendo en el «sí» que había
oído burladas mis esperanzas, falsas las
palabras y promesas de Luscinda, imposibilitado
de cobrar en algún tiempo el bien que en
aquel instante había perdido. Quedé falto de
consejo, desamparado, a mi parecer, de todo
el cielo, hecho enemigo de la tierra que me
sustentaba, negándome el aire aliento para
mis suspiros, y el agua humor para mis ojos;
sólo el fuego se acrecentó de manera que todo
ardía de rabia y de celos.

  ``Alborotáronse todos con el desmayo de
Luscinda, y, desabrochándole su madre el pecho
para que le diese el aire, se descubrió en
él un papel cerrado, que don Fernando tomó
luego y se le puso a leer a la luz de una de
las hachas, y, en acabando de leerle, se sentó
en una silla y se puso la mano en la mejilla
con muestras de hombre muy pensativo, sin
acudir a los remedios que a su esposa se
hacían para que del desmayo volviese. Yo,
viendo alborotada toda la gente de casa, me
aventuré a salir, ora fuese visto o no, con
determinación que si me viesen, de hacer
un desatino, tal, que todo el mundo viniera a
entender la justa indignación de mi pecho en
el castigo del falso don Fernando, y aun en el
mudable de la desmayada traidora. Pero mi
suerte, que para mayores males, si es posible
que los haya, me debe tener guardado, ordenó
que en aquel punto me sobrase el entendimiento,
que después acá me ha faltado; y, así,
sin querer tomar venganza de mis mayores
enemigos, que, por estar tan sin pensamiento
mío fuera fácil tomarla, quise tomarla de mi
mano y ejecutar en mí la pena que ellos
merecían, y aun quizá con más rigor del que
con ellos se usara si entonces les diera muerte,
pues la que se recibe repentina presto acaba
la pena; mas la que se dilata con tormentos,
siempre mata, sin acabar la vida.

  ``En fin, yo salí de aquella casa y vine a la
de aquél donde había dejado la mula; hice que
me la ensillase; sin despedirme de él subí en
ella, y salí de la ciudad sin osar, como otro
Lot, volver el rostro a mirarla; y cuando me
vi en el campo solo, y que la oscuridad de la
noche me encubría, y su silencio convidaba a
quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado
ni conocido, solté la voz y desaté la lengua
en tantas maldiciones de Luscinda y de
don Fernando, como si con ellas satisficiera el
agravio que me habían hecho. Dile títulos de
cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida;
pero, sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza
de mi enemigo la había cerrado los ojos de la
voluntad para quitármela a mí y entregarla a
aquél con quien más liberal y franca la fortuna
se había mostrado; y en mitad de la fuga de estas
maldiciones y vituperios, la disculpaba, diciendo
que no era mucho que una doncella recogida
en casa de sus padres, hecha y acostumbrada
siempre a obedecerlos, hubiese querido
condescender con su gusto, pues le daban por
esposo a un caballero tan principal, tan rico y
tan gentil hombre, que a no querer recibirle,
se podía pensar, o que no tenía juicio, o que
en otra parte tenía la voluntad, cosa que
redundaba tan en perjuicio de su buena opinión
y fama.

  ``Luego volvía diciendo que, puesto que ella
dijera que yo era su esposo, vieran ellos que
no había hecho en escogerme tan mala elección
que no la disculparan, pues antes de
ofrecérseles don Fernando, no pudieran ellos
mismos acertar a desear, si con razón midiesen
su deseo, otro mejor que yo para esposo
de su hija; y que bien pudiera ella, antes de
ponerse en el trance forzoso y último de dar
la mano, decir que ya yo le había dado la mía;
que yo viniera y concediera con todo cuanto
ella acertara a fingir en este caso.

  ``En fin, me resolví en que poco amor, poco
juicio, mucha ambición y deseos de grandezas
hicieron que se olvidase de las palabras
con que me había engañado, entretenido y
sustentado en mis firmes esperanzas y
honestos deseos. Con estas voces y con esta
inquietud caminé lo que quedaba de aquella
noche, y di al amanecer en una entrada de estas
sierras, por las cuales caminé otros tres
días, sin senda ni camino alguno, hasta que
vine a parar a unos prados que no sé a qué
mano de estas montañas caen, y allí pregunté
a unos ganaderos que hacia dónde era lo más
áspero de estas sierras. Dijéronme que hacia
esta parte. Luego me encaminé a ella, con
intención de acabar aquí la vida, y, en
entrando por estas asperezas, del cansancio y
de la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo
que yo más creo, por desechar de sí tan inútil
carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie,
rendido de la naturaleza, traspasado de
hambre, sin tener ni pensar buscar quien me
socorriese.

  ``De aquella manera estuve no sé qué tiempo
tendido en el suelo, al cabo del cual me
levanté sin hambre, y hallé junto a mí a unos
cabreros, que, sin duda, debieron ser los que mi
necesidad remediaron, porque ellos me dijeron
de la manera que me habían hallado, y cómo
estaba diciendo tantos disparates y desatinos,
que daba indicios claros de haber perdido el
juicio; y yo he sentido en mí, después acá,
que no todas veces le tengo cabal, sino tan
desmedrado y flaco, que hago mil locuras,
rasgándome los vestidos, dando voces por estas
soledades, maldiciendo mi ventura y repitiendo
en vano el nombre amado de mi enemiga,
sin tener otro discurso ni intento entonces que
procurar acabar la vida voceando; y cuando
en mí vuelvo, me hallo tan cansado y molido
que apenas puedo moverme. Mi más común
habitación es en el hueco de un alcornoque,
capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los
vaqueros y cabreros que andan por estas
montañas, movidos de caridad, me sustentan,
poniéndome el manjar por los caminos y por las
peñas por donde entienden que acaso podré
pasar y hallarlo; y, así, aunque entonces me
falte el juicio, la necesidad natural me da a
conocer el mantenimiento, y despierta en mí
el deseo de apetecerlo y la voluntad de
tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me
encuentran con juicio, que yo salgo a los
caminos, y que se lo quito por fuerza, aunque me
lo den de grado, a los pastores que vienen
con ello del lugar a las majadas.

  ``De esta manera paso mi miserable y extrema
vida, hasta que el cielo sea servido de
conducirle a su último fin, o de ponerle en
mi memoria, para que no me acuerde de la
hermosura y de la traición de Luscinda y del
agravio de don Fernando; que si esto él hace
sin quitarme la vida, yo volveré a mejor
discurso mis pensamientos; donde no, no hay sino
rogarle que absolutamente tenga misericordia
de mi alma, que yo no siento en mí valor ni
fuerzas para sacar el cuerpo de esta estrechez
en que por mi gusto he querido ponerle.

  ``Esta es, ¡oh, señores!, la amarga historia
de mi desgracia; decidme si es tal que pueda
celebrarse con menos sentimientos que los que en
mí habéis visto. Y no os canséis en persuadirme,
ni aconsejarme, lo que la razón os dijere
que puede ser bueno para mi remedio, porque
ha de aprovechar conmigo lo que aprovecha
la medicina recetada de famoso médico al
enfermo que recibir no la quiere. Yo no quiero
salud sin Luscinda, y pues ella gustó de ser
ajena, siendo o debiendo ser mía, guste yo
de ser de la desventura, pudiendo haber sido de
la buena dicha. Ella quiso, con su mudanza,
hacer estable mi perdición; yo querré, con
procurar perderme, hacer contenta su voluntad, y
será ejemplo a los por venir de que a mí solo
faltó lo que a todos los desdichados sobra, a
los cuales suele ser consuelo la imposibilidad
de tenerle, y en mí es causa de mayores
sentimientos y males, porque aun pienso que
no se han de acabar con la muerte.''

  Aquí dio fin Cardenio a su larga plática, y
tan desdichada como amorosa historia; y al
tiempo que el cura se prevenía para decirle
algunas razones de consuelo, le suspendió una
voz que llegó a sus oídos, que en lastimados
acentos oyeron que decía lo que se dirá en la
cuarta parte de esta narración; que en este punto
dio fin a la tercera el sabio y atentado
historiador Cide Hamete Benengeli.